lunes, 30 de noviembre de 2020

POTESTADES INHERENTES Y AD INTRA

 

Termino con la exposición del punto relativo a las potestades:

3.5.- Recapitulación final y consideración de la idea de las potestades inherentes y de las ad intra.

 

El cúmulo de cuestiones que se han tratado en este capítulo, hace necesario que se realice una recapitulación, en un intento de configurar el concepto de potestades, sobre todo analizando las referencias que se realizan por la doctrina a las denominadas potestades inherentes o a las potestades ad intra. Al efecto, no hay más remedio que recordar que nos encontramos en todo el Derecho administrativo con la existencia de una confluencia de dos enfoques básicos que se presentan, de modo paradójico, tanto como opuestos que como complementarios. El enfoque individualista resalta el derecho subjetivo, el enfoque orgánico resalta el factor social y a la Administración pública como encargada de satisfacer los intereses públicos. Desde el punto de vista individualista o liberal, toda intervención de la Administración pública se presenta como una actuación limitadora de libertades, desde el punto de vista organicista se presenta como garantía de los intereses públicos o derechos colectivos y de las libertades, al someter éstas a aquéllos y garantizar su realidad efectiva. Desde este segundo punto de vista el ejercicio individual de las libertades se garantiza mediante el poder público que limita su perturbación y su ataque desde la perspectiva de un falso derecho o libertad. También desde este punto de vista la efectividad del derecho subjetivo, garantizado en las leyes, constituye un interés público más. La Administración pública se presenta como una organización, más bien como una institución que es manifestación de la organización social del poder. La organización, así, manifiesta su factor o factores jurídicos.

 

La potestad administrativa, por la visión individualista, se presenta como poder otorgado por la Ley a la Administración para actuar en campos o mediante actuaciones que, inicialmente, no le corresponden o que, en su tiempo, no le correspondían. Si bien, por supuesto, en todo caso su contenido pueda coincidir con poderes antes residentes en el monarca. Poder y limitación de derechos confluyen en el concepto básico de las potestades, pues incluso cuando la Administración habilita a los particulares para actuar, lo es en campos que con anterioridad eran de libre actuación. Visión que se manifiesta en los conceptos que de las autorizaciones y las concesiones, como actos administrativos, mantiene la doctrina del Derecho administrativo, y su base en el concepto del derecho preexistente. Esta influencia histórica en el concepto debería obligar a su precisión o, en su caso, a su revisión y, en consecuencia, repercute en las doctrinas de la vinculación positiva o negativa de la Administración a la Ley, como hemos apuntado en otro momento.

 

Si la cuestión se analiza teniendo en cuenta las raíces de la distinción entre derechos y obligaciones o, más bien, desde la de poderes y deberes, las potestades aparecen con el doble carácter de poderes y deberes. Si la actuación de la Administración se configura como un poder de limitar derechos subjetivos, se presenta como potestad administrativa frente al individuo y como deber frente a los intereses públicos y a los ciudadanos en general. Si la actuación se configura como creadora o habilitadora de derechos y facultades, para el individuo constituye un derecho y es una obligación de la Administración pública y frente al interés público sigue constituyendo un deber; el aspecto de poder - límite o de potestad administrativa, como imposición o coacción, no aparece. La extensión, pues, del concepto de potestad a la habilitación y creación de derechos puede perturbar el concepto, salvo que se identifique con los deberes de la Administración, cuando realmente nos encontramos ya en el campo más concreto de los derechos y obligaciones, en el aspecto relacional. Incluso en caso de inactividad administrativa, y sólo desde el punto de vista de la Administración, de su funcionamiento y organización, surge el concepto del deber. Esta consideración, pues, de la potestad en el campo favorable a los ciudadanos determinaría una concepción coincidente con un deber, más que con un poder y alejada del carácter discrecional que doctrina y jurisprudencia suelen otorgar a las potestades.

 

La realidad es que, sin perjuicio de que el ejercicio de las potestades constituya un deber, desde el análisis conceptual a que nos lleva la doctrina, resulta conveniente circunscribir el concepto de potestades al aspecto de poder que se impone a los individuos y ciudadanos y matizar las restantes situaciones. Pero, entonces, hay que seguir recapitulando y analizar si es posible, pues, hacer referencia a potestades inherentes o a potestades ad intra o a potestades discrecionales o, si en cambio, se ha acabado identificando todo poder o facultad de las Administraciones públicas con una potestad.

 

Desde el punto de vista de la organización, de la social y de la del Estado, en un régimen de Derecho administrativo debemos considerar que el ejercicio de potestades como poder de limitación de los derechos subjetivos y de los de los ciudadanos, es una cuestión inherente a la Administración pública. ¿Por qué, entonces la referencia doctrinal a las potestades inherentes como clase específica? Sencillamente porque la, también, referencia a la potestad organizatoria o autoorganizatoria y la configuración de la misma como poder frente al que no existen derechos subjetivos, obliga a justificar el hecho de dicho rechazo en el carácter inherente a la Administración pública de dicha potestad o encuentra sólo dicha justificación y hace que se considere o identifique el carácter de inherente como una clase específica de potestades que no tendrían su origen o nacimiento en la Ley, sino en el propio carácter o naturaleza de la Administración pública, siendo así, en nuestra opinión, que dicha naturaleza justifica todas las potestades, en cuanto ella es la de poder público obligado a ejecutar la ley y hacer efectivos los derechos, tanto subjetivos como públicos o generales, sin perjuicio de que su otorgamiento constituya o no una reserva de ley. La cuestión de fondo, pues, respecto de la potestad autoorganizatoria no es esa, se trata simplemente de que la capacidad de organización de las Administraciones públicas no es una potestad administrativa, no se ejerce para limitar derechos, ni, tampoco directamente para crearlos, nace para cumplir fines, para realizar actuaciones, para funcionar y para ser eficaz, sin perjuicio de que, como consecuencia de la organización, se afecte a derechos consolidados o se creen o se produzcan determinados efectos jurídicos y, además, la reserva de ley en el campo de la organización no tiene el peso específico y la importancia que tiene en el de los derechos subjetivos o de las libertades públicas, sino que tiene como base el otorgamiento de los poderes básicos y el límite del gasto público y la eficacia y racionalidad.

 

Pero esta posibilidad de producir efectos jurídicos y el hecho de que el derecho establezca principios que rigen la organización o que la sujetan y limitan, obliga a considerar que ésta no es una cuestión metajurídica, en cuanto regulada y en cuanto capaz de beneficiar o lesionar y en cuanto es posible su valoración por los tribunales desde dichos principios y aspectos regulados o desde el de la lesión que no se debe soportar jurídicamente. Lo que obliga a determinar que tampoco es procedente la referencia a una potestad discrecional, primero en cuanto hemos visto que el ejercicio de las potestades no es discrecional sino obligatorio, como deber que constituye, y en cuanto que lo discrecional sólo se da o aparece en el modo de la actividad correspondiente a realizar en ejercicio de la potestad; en el sentido de que no todos los aspectos de dicho ejercicio y actividad están reglados o recogidos en la norma y es posible o necesaria una actuación técnica de la Administración. Esta actuación técnica tampoco es libre, sino que está sujeta a límites en garantía de los intereses públicos, pero estos límites se configuran como una serie de principios legales, sin que se manifieste la existencia de una reserva de ley, propiamente dicha; cosa que, en cambio, sí se manifiesta respecto de la limitación de derechos subjetivos, cuya garantía sí se realiza a través de la reserva de ley en el otorgamiento de potestades a la Administración y se muestra como un elemento reglado necesario. La discrecionalidad, en resumen, se configura, pues, simplemente como un margen de elección entre alternativas, reguladas o no.

 

De otro lado, la referencia a la existencia de potestades inherentes también se realiza en el sentido de evidenciar que existe una atribución de potestades a la Administración que no precisa de concreción y que se hallan implícitas en el ordenamiento jurídico o en la atribución de fines a las Administraciones públicas y así, por ejemplo, Santamaría Pastor se refiere a las potestades implícitas o inherentes como: las que, sin constar de manera explícita en la norma de atribución, pueden deducirse racionalmente de la misma mediante una interpretación sistemática y finalista que tienda a conferirle coherencia. Si una norma diseña un marco de regulación que ha de suponerse coherente y completo, ha de concluirse que atribuye todas las potestades necesarias – y sólo ellas- para que la finalidad reguladora pueda cumplirse enteramente[1]. Cuestión de evidente sentido común y que sólo tiene el obstáculo real de la denominada potestad sancionadora, respecto de la cual sí se exige una concreción y precisión legal o tipificación de infracciones y sanciones. También coherente con la postura que hemos mantenido, al tratar del reglamento, respecto a que la falta de una regulación legal, podrá formalmente, en virtud de la existencia de una reserva material de ley, no permitir la regulación por norma reglamentaria, pero no conducir a la inactividad administrativa, sobre todo cuando se trata de proteger derechos fundamentales. No obstante, desde mi punto de vista, abundando en lo antedicho, toda potestad concebida como deber o como de organización, resulta ser inherente y consecuencia de la propia naturaleza de la Administración pública y de sus fines públicos o generales que precisan del poder para hacerse efectivos. Es decir, toda atribución de potestad se origina en los fines establecidos por el ordenamiento jurídico y en la necesidad del uso del poder o de la coacción. Por lo tanto la clasificación de las potestades, en este sentido tiene fundamentalmente un carácter más bien didáctico. De no ser así la Administración pública no existiría en su configuración de poder y pasaría a ser una mera organización asistencial similar a la de cualquier empresa o institución.

 

Sólo queda por analizar si es posible hacer referencia a las potestades ad intra. Por tales, hemos de considerar las que Villar Palasí denomina como domésticas[2], en concepción que las contrapone a la existencia de las potestades hacia fuera o no domésticas. Es decir, la concepción contrapone, o debe suponerse que lo hace, la existencia de poderes que se ejercen no respecto de los ciudadanos o, al menos, no directamente, sino respecto de la propia organización. Pero una reflexión detenida de la cuestión y de las actividades que puedan suponer un poder en este aspecto interno, sólo puede llevar a considerar las actuaciones que suponen ejercicio de autoridad y de ellas se destacarían las que nacen de la relación de jerarquía que existe en el seno de las Administraciones públicas, cuya  manifestación más evidente sería la potestad disciplinaria, y las cuales en cuanto se traduzcan en actos jurídicos o impositivos sí son potestades propiamente dichas, aun cuando en el seno de una sujeción especial. Pero otras manifestaciones de estas denominadas potestades domésticas o ad intra como puedan ser los informes vinculantes o preceptivos en el seno de los procedimientos administrativos o en la adopción y toma de decisiones administrativas y políticas, son realmente funciones públicas existentes en garantía de intereses públicos y, por supuesto, de derechos subjetivos o colectivos, que dan lugar con su ejercicio a actos administrativos de trámite.

 

Las de carácter disciplinario y de jerarquía serían potestades públicas por razón del sujeto que las realiza, pero también son propias de toda organización en la que existe jerarquía y mando. En cambio, las que hemos considerado funciones públicas, también resultarían inherentes a la naturaleza de una Administración pública que debe garantizar todos los intereses públicos definidos más o menos abstractamente o de modo general en el ordenamiento jurídico. Pero a ellas, estimo, que conviene más el nombre de funciones públicas y de actos de autoridad técnica, que la consideración de potestades, pues aun cuando es posible estimar que el acto de trámite de carácter vinculante se impone a la voluntad del órgano decisor, en ningún caso se pretende el establecimiento de una coacción o imposición de un sector de la Administración, el profesional o técnico, sobre el político, sino simplemente de garantizar la legalidad y acierto de los actos administrativos, decisiones administrativas y políticas y de permitir su control judicial. Lo único que se impone es la existencia del propio acto de trámite, o se debe imponer, cuando la garantía es necesaria. El establecimiento de estas garantías, funciones públicas y actos de trámite exige de su constancia en el expediente, sin lo que el acto dictado está viciado y puede ser anulado.



[1] Santamaría Pastor, Juan. Principios de Derecho Administrativo. Volúmen I op. cit., p. 396.

[2] Ver nota 33

viernes, 27 de noviembre de 2020

ORGANIZACIÓN Y DERECHOS ADQUIRIDOS

 

En la fase de análisis de derecho y organización en el terreno de las potestades en mi obra Juridicidad y organización en la Administración española,  tras los límites de la potestad organizatoria encontré la necesidad de referirme a la idea de los derechos adquiridos Transcribo lo escrito.

 

"C) La cuestión de los derechos adquiridos.


Con anterioridad, al señalar la limitación de los derechos subjetivos hemos dejado para más adelante algunas precisiones en torno a los denominados derechos adquiridos, de modo que vamos a tratar de perfilar las cuestiones que en su concepto se plantean y de analizar el verdadero alcance de las mismas.
 
Respecto de estos derechos adquiridos y su declarada inexistencia frente a la organización, lo que realmente se está diciendo es que no se tiene un derecho subjetivo a que un modelo determinado de organización permanezca, pero no que ante un cambio justificado de la organización no puedan resultar lesiones o perjuicios o no quepa considerar la existencia de derechos que se deben respetar porque ya son subjetivos, o lo que es lo mismo por que se han “ adquirido”; es decir, porque han entrado a formar parte del denominado patrimonio del individuo. Adquirido y subjetivo, pues tienen el mismo sentido y ninguno de los dos derechos, si es que cabe distinguirlos, supone que no puedan ser sacrificados, ya que precisamente es en el seno del derecho público y del administrativo en especial, donde se manifiesta la existencia de los denominados derechos subjetivos limitados. Lo que ocurre es que cuando se hace referencia a la potestad organizatoria se utiliza el término de derechos adquiridos y no el de derechos subjetivos.
 
Al respecto, por ejemplo, la Sentencia, ya referida, de 12 de marzo de 1990 al referirse a la potestas variandi y señalar que ente ella el funcionario no tiene un derecho adquirido que pueda oponer a una nueva organización, veíamos que decía, no obstante, “ y ello sin perjuicio de los derechos que la propia ley les reconoce relativos a su categoría administrativa, a su inamovilidad de residencia y a los sueldos consignados en los presupuestos que son derechos adquiridos que se vinculan a la Administración…. Por lo tanto no es que los cambios en la organización permitan a la Administración sacrificar cualquier derecho de los funcionarios, si no que lo que realmente se refleja es que no se tiene derecho a exigir la permanencia de una determinada organización y, también, en consecuencia que no proceden indemnizaciones derivadas de los cambios organizativos. Pero una cosa es, como ocurre frente a la planificación urbanística, que no se tenga derecho a que permanezca una determinada organización o que el simple cambio organizativo no dé lugar a indemnizaciones en sí mismo y otra que no puedan adquirirse derechos basados en decisiones organizativas o no deban respetarse determinadas consecuencias del hecho organizativo respecto de las personas.
 

En conclusión, frente a una reorganización la Administración tiene que respetar determinados derechos de los funcionarios que son adquiridos o subjetivos y que constituyen una garantía para ellos. El grado personal de los funcionarios nació precisamente para consolidar categorías y condicionar las continuas reformas administrativas. También se tiene derecho a que la organización sea racional y que sirva para cumplir los fines establecidos, según los principios que encierra el artículo 103 de la Constitución; y en este sentido los más capacitados para observar la irracionalidad de los cambios administrativos, son precisamente los funcionarios. La actualidad nos demuestra, en cambio, que muchas veces las reorganizaciones no tienen más finalidad que apartar a determinadas personas de organizaciones concretas o satisfacer simples intereses burocráticos, de grupo o corporativos o, simplemente, personales, por lo que la existencia de frenos o límites a la organización, sobre todo mediante la exigencia de racionalidad y estudios previos o mediante el reconocimiento de derechos adquiridos, puede ser beneficiosa, en cuanto limita la arbitrariedad"

 


domingo, 22 de noviembre de 2020

LOS LÍMITES DE LA POTESTAD ORGANIZATORÍA

Continúo con las limitaciones a las potestades administrativas. 

"⁸B) Los límites de la potestad organizatoria

 

Al analizar la potestad organizatoria han sido tratadas, o simplemente apuntadas, cuestiones que afectan al alcance que a la misma debe otorgarse. La primera era aquella referida a la potestad organizatoria como potestad de autoorganizarse, que considerábamos como la capacidad de las Administraciones públicas de fijar su estructura orgánica y distribuir poderes, funciones y competencias y respecto de la cual afirmábamos que su origen o fundamento no era el de la habilitación legal para producir efectos en la esfera jurídica de terceros tal como ocurre cuando la potestad se concibe con carácter estricto. La segunda cuestión tenía que ver con el hecho de que en el campo de las relaciones de sujeción especial también surgiera la alegación doctrinal y jurisprudencial de la existencia de una potestad organizatoria. Una tercera cuestión era la relativa a la identidad establecida en algunos casos entre ciertas manifestaciones de la potestad reglamentaria, tales como la planificación y las relaciones de puestos de trabajo y la potestad organizatoria.

 

Cuestiones todas estas que no sólo evidencian la diversa utilización del concepto de organización, sino también que dicha diversidad puede suponer la existencia de límites de la potestad organizatoria diferentes según los casos. Así pues, sin perjuicio, de los límites que ya hemos señalado que afectan a las potestades discrecionales, conviene que se examine si existiría una diferente limitación según dicha variedad e, incluso, si algunos de los casos incluidos en la potestad organizatoria realmente no son tales o, más bien, si hay que mantener un concepto restringido de dicha potestad.

 

En el primer aspecto, cuando existe una referencia a la potestad de autoorganización de una institución, ya he señalado que mi consideración es que nos encontramos con una manifestación de su capacidad de obrar e, incluso, de determinar en qué medida y de qué forma sus actos producirían efectos jurídicos. Pero no considerando que exista una potestad en el sentido de poder otorgado para producir efectos en la esfera jurídica de los particulares. Esta capacidad, pues, supone la posibilidad de decidir una organización determinada, de distribuir funciones y facultades, de delimitar responsabilidades, competencias y procedimientos; lo que, en definitiva, delimita formalmente la validez de los actos que dicte la institución. No obstante, estas facultades o alguna forma organizativa pueden estar preestablecidas por la Ley y, tal como hemos visto, en algunos casos, el de las garantías de objetividad y defensa de intereses generales, por ejemplo, deberían serlo. En el campo de la Administración pública pueden también existir principios de derecho de rango normativo que condicionen la decisión organizativa. Pero, además, la decisión organizativa adopta la forma de reglamento, si bien de los que hemos dado en llamar organizativos o administrativos.

 

La cuestión, inicialmente, se presenta como propia del ámbito interno de la Administración, pero puede transcender de él, en cuanto la decisión que se adopte, al no cumplir con la decisión organizativa, reglamento administrativo, o procedimiento establecido, pueda ser impugnada por aquellos que entiendan que les afecta negativamente.

 

Los principios generales y de derecho que rigen la organización administrativa, en la Constitución y en las leyes y el propio reglamento administrativo, constituyen el límite de la potestad de autoorganización[1]. En este sentido, juega como límite la racionalidad y eficacia administrativa, así como el gasto público, cuestiones en las que desempeña su papel el informe o estudio técnico que ya hemos calificado de función pública.

 

En el segundo aspecto, por lo que se refiere a las relaciones de sujeción especial y a la potestad organizativa, se debe atender al diferente grado que se manifiesta en la concepción de dicho tipo de relaciones. Si, por ejemplo, se hace referencia a la relación especial que une a los funcionarios con la Administración, lo normal es que se esté considerando a la potestad de la Administración como potestad de autoorganizarse, para poner de relieve la ausencia del derecho del funcionario a que se mantenga la organización existente o una determinada. La raíz de la potestad en este caso es que la Administración se organice conforme al interés público imperante en cada momento; lo que no deja de ser una cuestión compleja, si bien desde el punto de vista jurídico la cuestión se presenta como una materia o decisión técnica, cuyos límites radican en los principios generales antes señalados, cuyo quebrantamiento requiere de una prueba difícil o de una demostración de la existencia de una desviación de poder. Pero, sea como sea, capacidad o potestad, su regulación legal no se origina para habilitar a la Administración en la limitación de los derechos individuales o subjetivos. En todo caso, la posibilidad de establecer una organización determinada tiene el límite de que se dirija a un fin concretamente atribuido por el ordenamiento jurídico a la Administración pública correspondiente. Las Administraciones públicas no pueden crear organizaciones para fines distintos de los que les corresponden. Finalmente, como en su momento se ha reflejado al tratar del reglamento, en estos casos se trata de la organización institucional y no de la social.

 

Si, en cambio, nos referimos a las relaciones que unen a la Administración con ciertas categorías de ciudadanos, en virtud del ordenamiento jurídico a que se someten determinadas de sus actividades, tales como: el comercio, la industria, la sanidad, el transporte, etc., y donde se manifiesta la necesidad de una autorización previa o la existencia de una potestad sancionadora, en estos casos nos encontramos con una previa habilitación de la Ley, que señala con carácter general los límites a que se someten dichas actividades y que encomienda a la Administración la regulación de desarrollo y concreción. En estos casos, pues, la causa sí es una habilitación para actuar limitativamente sobre la esfera de derechos y libertades de los ciudadanos, en virtud de intereses públicos superiores, pero la manifestación organizativa no es interna, es social y no es autoorganización; además, tiene una manifestación como potestad reglamentaria y como reglamento jurídico y no administrativo.

 

Cuando la actividad que se regula, en cambio, es un servicio público que, por estar considerado como propio de las Administraciones públicas, es objeto de concesión por ellas a los particulares, también existe una relación especial entre el concesionario y la Administración y de nuevo aquí aparecen las facultades que tiene la Administración de organizar el servicio público y, con ello, también se nos manifiesta la potestad organizatoria en su sentido interno o de autoorganización, sin perjuicio de que los reglamentos que regulan el servicio público también se ocupen de la relación con sus usuarios y, en esta última, aparezca la potestad en su sentido limitativo o sancionador, incluso considerando la existencia de potestades en favor del concesionario.

 

En la medida que nos encontramos con manifestaciones de la autoorganización, los límites son principios legales con base en intereses públicos que se dirigen a la autoridad y que ésta debe considerar y aplicar; además de que dichos límites se presentan, la mayor parte de las veces, como un fin público y se garantizan mediante funciones públicas de carácter técnico. Cuando, en cambio, la potestad organizatoria tiene una raíz social y mantiene unas relaciones jurídicas de orden limitativo de la actividad de los particulares, existe una manifestación externa y una normativa que obliga a unos terceros a su cumplimiento y a la autoridad a una actividad dirigida a vigilar dicho cumplimiento y a sancionar las desviaciones. El ejercicio en estos casos de la autoridad, lo es en términos de poder y no con el carácter técnico del caso anterior. Este segundo aspecto se manifiesta tanto en el caso en que regulan actividades como en el caso de los servicios públicos.

 

Nos queda por analizar la relación entre potestad organizatoria y la denominada potestad planificadora, que a su vez tiene una manifestación como potestad reglamentaria, tal como hemos señalado. Al hacer referencia a la planificación como potestad, es indudable que el modelo típico es, por ejemplo, el de la planificación urbanística, en la que sí cabe hacer referencia a la potestad en cuanto que se regulan los derechos urbanísticos y se somete a límites y requisitos a la actividad de los particulares en dicho orden. Sin embargo, cuando se hace referencia a la planificación como una actividad ordenadora de la actividad interna de las Administraciones públicas; es decir, cuando nos referimos a una función administrativa, no lo hacemos respecto de una potestad en su sentido estricto, sino a la capacidad de autoorganización, sin perjuicio de su repercusión en los funcionarios o empleados públicos, por ejemplo.

 

Es aquí, pues donde cabe referirse a las relaciones de puestos de trabajo o los planes de empleo, que también se presentan no sólo como una función administrativa planificadora, sino, tal como señala alguna jurisprudencia en el caso de las relaciones de puestos de trabajo, como una ordenación, es decir como una norma. Si la naturaleza de las relaciones de puestos de trabajo puede ser objeto de controversia, lo que no cabe duda es que tienen consecuencias distintas que las de un acto administrativo singular y exceden de las de un acto general, siendo desde mi punto de vista el resultado de un procedimiento y, realmente, se configuran como un acto complejo o, en su caso, como un complejo de actos; pero lo que verdaderamente nos interesa aquí es señalar que de ser consideradas como una disposición general o reglamento, formarían parte de los reglamentos denominados organizativos o administrativos y que añadiría a la complejidad de impugnar un reglamento la de que la materia se considera metajurídica; es decir, técnica y discrecional en consecuencia. Por tanto, su control, tal como hemos señalado con carácter general para las actividades discrecionales, se realizaría, básicamente, por sus elementos formales y por el cumplimiento del fin. En este aspecto, las relaciones de puestos de trabajo nos ofrecen un punto diferente a los reglamentos y es que, con carácter previo, precisan de un análisis y clasificación de puestos de trabajo que las condicionan y en la que deben incluirse las razones o motivos que determinan la clasificación, en especial las funciones a realizar en el puesto y las condiciones técnicas o de capacidad que deben reunir las personas llamadas a desempeñarlas; es decir, deben contener las circunstancias que determinan el sistema de provisión de puestos de trabajo y, en definitiva, el sistema de acceso a la función pública en los puestos de una misma naturaleza. La inexistencia de dichos estudios pormenorizados y razonados supone la falta de procedimiento y la carencia de fundamento para la decisión; pero una vez realizada una clasificación si la realidad de la actividad administrativa o la racionalidad determina que es desajustada, también puede ser discutida la relación de puestos en dichos puntos concretos. Es más, existiría la obligación por parte de la Administración de reconsiderar la clasificación efectuada en su día y ajustarla a la realidad efectiva, o, caso contrario, a eliminar las corruptelas que modifiquen la ordenación que las relaciones de puestos de trabajo determinan.

 

En este sentido, la Sentencia del Tribunal Constitucional 48/1998 señala por ejemplo que la relación de puestos de trabajo no explicitaba la exclusión de determinados colectivos profesionales lo que puesto en relación con la manifestación que realiza más adelante de que << Desde esa perspectiva, resulta constitucionalmente admisible que, al servicio de la organización administrativa, la Ley, que tampoco puede agotar la materia, recurra a un instrumento técnico como la relación de puestos de trabajo a través del cual se realice la ordenación del personal, de acuerdo con las necesidades de los servicios, con precisión de los requisitos para el desempeño de cada puesto de trabajo, con mayor razón cuando lo que se trata no es de regular las condiciones de acceso a la función pública, como de definir las características esenciales de los puestos de trabajo a desempeñar por personal que ya es funcionario.>> La Sentencia sigue señalando que el objeto a dilucidar es la improcedencia de que en la relación se fijen ciertas condiciones en virtud de las cuales puedan seguirse determinadas exclusiones sin que aporte razonamiento alguno que acredite porqué. Y en torno a esta cuestión, en su fundamento octavo la Sentencia nos dice: << A los efectos de enjuiciar el fundamento racional y objetivo de una diferenciación basada en criterios de mérito y capacidad, resulta claro que no es lo mismo que los requisitos se hayan determinado en términos positivos (una concreta titulación, experiencia mínima, conocimientos o capacidades, por ejemplo), que por vía negativa ( v.gr.: Prohibición de acceso a determinados colectivos, con independencia y al margen de que eventualmente concurran o no tales elementos). Cabe afirmar, en línea de principio que la configuración de las condiciones de acceso por vía negativa requiere de una mayor y más severa justificación objetiva y racional para superar el juicio que el art. 23. 2 impone.>>.

 

De esta sentencia se deducen los límites que impone el análisis de los puestos de trabajo como justificación racional de los datos resumidos que puedan figurar en la relación y como expediente que la acompañe y fundamente técnicamente y que permita el control; pero también se deduce que en este caso al ordenar la función pública, las relaciones de puestos de trabajo están sujetas al principio de igualdad y al de mérito y capacidad y, finalmente, que cabe comprobar por los Tribunales que es cierto que las condiciones o características establecidas son reales y ajustadas a las necesidades que impone el servicio, pues así hay que deducirlo de la expresión antes reflejada de << y al margen de que eventualmente concurran o no tales elementos.>>[2].

 

Sin embargo, estos límites que enuncia la Sentencia, no son considerados por la 156/1998 de 13 de julio, de la que en otro punto hemos reflejado y criticado su cuarto considerando.

 

En conclusión, la potestad organizatoria está, al igual que las potestades discrecionales en general, sometida a límites, que tienen su fundamento en el cumplimiento de intereses públicos que se recogen en la legislación y cuya eficacia requiere de una actividad técnica que justifique y fundamente la correspondiente decisión, pero también exige en ocasiones que el poder legislativo la establezca como garantía. Sin dicho fundamento técnico, independiente y objetivo, no existe justificación y el cumplimiento del fin o interés público perseguido no queda garantizado y se produce una ilegalidad, en cuanto se quebrante el procedimiento, pero también en cuanto se incumpla el ordenamiento jurídico. Es por ello que es de aplicación a la potestad organizatoria toda la reflexión que se produce en la distinción entre discrecionalidad y arbitrariedad y, en la medida que ambas se confundan, no habría que hacer tanto referencia a la potestad organizatoria como potestad discrecional sino que, señalando parte de la doctrina simplemente su carácter de potestad inherente, quedaría destacado, más bien, el hecho de su limitación y su carácter técnico - administrativo. No obstante, ya se ha señalado, que en sentido restringido la autoorganización no se presenta tanto como una potestad, sino como una capacidad limitada y ordenada por la ley y sujeta a procedimientos y garantías, pero ante el incumplimiento de éstos y éstas, salvo que existan derechos subjetivos e intereses legítimos que legitimen acciones jurídicas, no hay potestad, pues la función pública que encierran los procedimientos y garantías se ejercen por los funcionarios y no son potestades frente a terceros, sino que constituyen una obligación de ejercicio y objetividad en el mismo. Son en definitiva manifestación de procedimientos encaminados a garantizar la efectividad de artículos de la Constitución, tales como el 9 y el 103. En todo caso ya hemos manifestado que en el seno interno se manifestarían como poderes de la Administración frente a los órganos de gobierno, en cuanto como garantía condicionarían los actos o resoluciones del nivel político. Sólo en este sentido podríamos admitir el concepto de potestades para dichas actuaciones que realmente encuadramos en el concepto de funciones públicas o en su ejercicio.

 



[1] Un estudio detallado de los principios que rigen la organización administrativa en la Constitución Española, es el realizado por Alvarez Rico, Manuel en su obra Principios constitucionales de organización de las Administraciones Públicas; Edit. Instituto de Estudios de Administración Local.- Madrid 1986. Respecto de la potestad organizatoria y de sus límites se ocupa Santamaría Pastor, Juan A, en La teoría del órgano en el Derecho Administrativo. Op. cit Revista Española de Derecho Administrativo 040-041 Enero- Marzo 1984.

 

[2] Estos aspectos los he tratado en el artículo Las relaciones de puestos de trabajo: Su naturaleza jurídica y problemática, ya citado en nota anterior."

 

miércoles, 18 de noviembre de 2020

DERECHO Y ORGANIZACIÓN: LOS LÍMITES DE LAS POTESTADES ADMINISTRATIVAS.

  

Voy a seguir exponiendo partes del Capítulo II de mi trabajo u obra sobre Juridicidad y organización en la Administración española, en el que se trata de los conceptos básicos del Derecho administrativo y sus matizaciones y relaciones con la organización. Aprovecho así, mi repaso de lo escrito y figurante en la web del despacho de mis hijos para repasar lo dicho, actualizar en parte y, sobre todo, finalizarla en los capítulos previstos, y al mismo tiempo aprovechar lo escrito para este blog y olvidar la triste situación política que yo siento.

Del reglamento ya visto en parte, paso al concepto de potestades y esas relaciones con lo jurídico y lo organizativo:

sábado, 14 de noviembre de 2020

REGLAMENTOS, DERECHO Y ORGANIZACIÓN: Recapitulación

La última entrada la dedique a reflejar lo escrito en mi trabajo sobre Juridicidad y organización en la Administración española, hoy os trascribo la recapitulación sobre lo tratado en él, alrededor de la figura de los reglamentos:


E) Recapitulación final

 

Si bien, en los puntos anteriores se ha analizado el carácter de norma del reglamento, en algunos momentos se ha apuntado una diferencia en el seno de los reglamentos, sobre todo cuando al partir de la diferencia entre reglamentos ejecutivos e independientes, o reglamentos jurídicos y administrativos, se decía que algunos se muestran como normas administrativas más que jurídicas. Ello, en realidad significa, sin perjuicio de las diferencias que también hemos señalado en el seno de los reglamentos de sujeción especial, que los reglamentos administrativos no constituyen una categoría única y no sólo por su forma o jerarquía, sino por su contenido material y que en muchos casos de los denominados reglamentos independientes o administrativos su categoría de disposiciones de carácter general es discutible.

Esta cuestión se puede presentar en algunos de los denominados reglamentos orgánicos o en los que distribuyen competencias o, por ejemplo, y, como veremos, en las relaciones de puestos de trabajo. También la cuestión se muestra respecto de las normas estatutarias, si bien éstas se presenten en ámbitos que gozan de autonomía. Así, por ejemplo, Diez Picazo nos dice que en la mayor parte de las llamadas <<normas de organización>>, más que verdaderas normas, lo que hay son actos jurídicos particulares. Las genuinas normas jurídicas pueden, en ocasiones, llevar a cabo una distribución de potestades, de facultades de derechos y de obligaciones, pero en tal caso, su papel fundamental es el de establecer criterios de decisión sobre posibles conflictos nacidos de la formulación de pretensiones y, de un modo u otro, justificar estas últimas o privarlas de justificación.[1]

El hecho de que lo señalemos es porque esta cuestión puede tener repercusión en el orden de la jurisdicción contencioso administrativa, en especial en el sistema de impugnación de las disposiciones de carácter general y, sobre todo, porque es respecto de las impugnaciones y de dicha jurisdicción donde se muestran las contradicciones que supone la identificación plena entre disposiciones de carácter general y reglamentos. En definitiva, en este punto se ve que la distinción entre derecho y organización no sólo juega el papel que se le viene atribuyendo de constituir una forma de excluir del control de la jurisdicción a ciertos actos del poder ejecutivo o de la Administración, sino que nos evidencia una especie de orden jerárquico o de importancia en el seno del derecho o, por lo menos, en el de los reglamentos de modo que la mayor importancia de los mismos, su rango, y su carácter de legislación, norma jurídica o regla de derecho, depende de su contenido real, hasta el punto que muchos de ellos son meros actos. Actos cuyos contenidos son meramente organizativos y que si importan al derecho es porque se sujetan a reglas y principios que recogen normas jurídicas y administrativas de rango superior y sobre todo porque, conforme con el párrafo reflejado de Diez Picazo, el incumplimiento de la norma, regla o factor organizativo, determina la posibilidad de formular una alegación y pretensión en el seno de un procedimiento o proceso jurídico. Sin perder de vista que indirectamente pueden afectar a la racionalidad de la organización administrativa y del gasto público y, por tanto, en la carga fiscal a los ciudadanos, lo que implica, desde mi punto de vista un efecto jurídico y posibles pretensiones jurídicas. De este modo, los denominados reglamentos independientes, administrativos o simplemente organizativos, sin olvidar las denominadas instrucciones y circulares, pueden perfectamente encontrarse fuera del concepto de norma jurídica en sentido estricto o en el que se maneja por Laband[2] Sin embargo, aun cuando, en cuanto a su contenido, no se conciban como jurídicas, estas normas, en la medida que obliguen, por ejemplo, a la organización administrativa o a las autoridades públicas, adquieren de inmediato sentido jurídico, pues su incumplimiento sí puede dar lugar a efectos jurídicos, cuando repercuta en los derechos de terceros y en la medida que exista acción para exigir el cumplimiento de la norma, o   cuando afecte al incumplimiento de un fin o interés público que incluso es la base o raíz del interés legitimo como derecho reacción o acción procesal o procedimental. Pero queda, no obstante, el problema de determinar si, por esta razón última, estos reglamentos serían disposiciones de carácter general o este concepto debemos reservarlo para aquellos reglamentos que regulan situaciones universales o realizan regulaciones generales aun cuando sean de sujeción especial, definiendo derechos y obligaciones con carácter general o específico en todos los ciudadanos o respecto de determinados de ellos y no sólo una obligación o resultado organizativo. Hay que tener en cuenta que las reglas de organización, en cuanto se mueven en un terreno técnico, en principio, tienen un componente discrecional, si bien, una vez se dictan o aprueban, obligan a la propia Administración; se destaca el sentido ordenador que les preside pero no tienen como objetivo principal o directo el obligar a terceros particulares o constituir derechos en su favor, si bien ello no elimina efectos jurídicos en dichos sentidos. En este caso por ejemplo se encuadra, por muchos, a las instrucciones y circulares.

 

Aquellos casos en que podemos considerar que existe un acto y no una norma o reglamento, como veremos en el caso de las relaciones de puestos de trabajo, nos encontramos más bien con resultados de una actividad técnica o de aplicación de normas técnicas, ni siquiera recogidas en el mundo jurídico y con regulaciones previas que son las que realmente constituyen la obligación para las Administraciones públicas, por lo que ésta no deriva en verdad del resultado que refleja el acto; el cual, en realidad, se muestra como un acto complejo. De modo que, cuando se discute la pretendida norma, reglamento o disposición, no se discute, en el fondo, normalmente su legalidad como en el caso de las verdaderas normas o reglamentos de carácter jurídico, sino la actividad técnica realizada, el resultado, o los hechos o la realidad sobre los que se ha actuado y que no constituyen, pues, supuestos de hecho o previsiones concretas de una ley.

 

 Como vemos, pues, la cuestión resulta muy compleja, pero adquiere sentido cuando se observan posturas jurisprudenciales como las que más adelante se analizan en orden a las relaciones de puestos de trabajo de las Administraciones públicas.

 

De otro lado, la consideración de los reglamentos como ejecutivos o jurídicos, en su caso, determina que se exijan trámites formales en su aprobación, tales como consultas a los grupos o asociaciones de intereses afectados o dictámenes de órganos de carácter consultivo jurídico como el Consejo de Estado o instituciones equivalentes de las Comunidades Autónomas. Lo que según los conceptos que se manejen o el grado de importancia jurídica o trascendencia hacia el exterior del reglamento resultará necesario o no; pero siempre con la dificultad añadida que encierra la distinción, la cual puede llevar a que las Administraciones públicas y sus órganos consultivos, ante la duda, vean complicado el trámite o gestión de aprobación de los reglamentos, considerando jurídico cualquier reglamento que no sea meramente estructural. En este sentido, es en el que el concepto de reglamentos ejecutivos se puede concebir como menos restrictivo que el de reglamentos jurídicos para incluir de éstos solamente aquellos que constituyen una norma colaboradora de la Ley, en el sentido de que constituyen un complemento indispensable de aquélla, un desarrollo, y no una mera ejecución o realización práctica. Serían pues reglamentos que constituyen lo que se denomina legislación material y no meramente formal.

De todo lo expuesto, también resulta la singularidad que presentan las normas estatutarias que son de naturaleza reglamentaria y que, normalmente, con la existencia previa de una regulación general institucional por norma con rango de ley, teniendo un carácter marcadamente organizativo, son claramente jurídicas para la institución correspondiente, constituyendo su ley.

 

Pero, además, finalmente, se nos ha manifestado otra cuestión importante que es la de la colaboración del reglamento en la configuración del poder administrativo y en el establecimiento de las garantías en orden a la legalidad de los actos administrativos y en la eficacia y eficiencia de las decisiones administrativas en general, sobre todo cuando es preciso determinar los trámites preceptivos para dicha garantía. Si en este orden que tiene que ver con reglamentos que establecen las competencias y procedimientos de actuación, se considera o estima que nos encontramos en materia organizativa donde impera la discrecionalidad, se pueden producir perturbaciones importantes ya que, entonces, si no se aprecia, en consonancia, que nos encontramos en un campo que afecta a potestades públicas y a garantías en favor de los intereses públicos y de los derechos de los ciudadanos individuales o colectivos y no descubrimos la esencia de la reserva de ley, que a no dudar existe, podemos concluir que es competencia exclusiva del reglamento el establecimiento de estas competencias y garantías y, entonces, si el reglamento no las establece o lo hace de modo inadecuado, la eficacia del derecho puede no producirse o dar lugar a la indefensión.

 

A través de toda esta cuestión, además de la complejidad que encierran las diferencias o matices que existen entre los conceptos de principios, reglas, normas, preceptos, etc. o la obligada utilización de lo abstracto o general y de lo concreto y específico en la que es necesaria la complementariedad de la ley por el reglamento, están latentes las bases del Estado de derecho y de la división o separación de poderes y sobre todo la consideración de que la Administración no puede normar o legislar respecto de los fundamentos y principios a los que ha de someter su actuación, ni respecto de los derechos y libertades de los ciudadanos, lo que implicaría que no forma parte de su potestad o competencia la creación de derecho[3]. Pero no debemos olvidar que estas bases nacen en un momento en que la Administración pública es una organización muy diferente de la vigente y en donde predomina o interesa únicamente limitar su poder frente a los derechos de los ciudadanos, mientras que en la actualidad la perspectiva de su papel en la configuración social, la realización y efectividad de los servicios públicos, de los derechos fundamentales y de los derechos colectivos y prestación de servicios es fundamental, con lo que la efectividad de todo este derecho objetivo no es sólo una cuestión de normar o legislación, sino de actuaciones encaminadas a ello. De este modo, el avance del Estado de derecho, el mayor intervencionismo estatal, la prestación de servicios públicos y el logro de un mayor bienestar social constituyen nuevas bases que presiden la actividad administrativa y respecto de ellas no pueden regir parte de las anteriores, en cuanto sean limitativas de la actividad de la Administración dirigida a producir la eficacia de derechos fundamentales o generales, porque tratando de limitar la actividad de la Administración en protección de los derechos de los ciudadanos, puedan en realidad acabar siendo impedimento para su eficacia.  



[1] Diez-Picazo, Luis op. cit. p. 90

[2] Así De Otto, , tras criticar la postura de Laband, al entender que determina una escisión de dos poderes normativos en el seno del Estado que conduce en realidad nada menos que a una escisión entre derecho y no derecho en el interior del ordenamiento jurídico, refleja los propios términos en los que el mencionado autor especifica que << si una ley no tiene por objeto una regla jurídica sino que regula una regula una cuestión concreta ….sus efectos materiales  no son los de una regla de derecho sino los de un acto jurídico>> y << esta ley debe ser juzgada siguiendo las reglas que se aplican a los actos jurídicos en que entre el contenido en la ley>.

[3] Estas bases del Estado de derecho y esta limitación de la Administración, la explica y resume adecuadamente Jürguen Habermas, Facticidad y validez. Sobre el derecho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del derecho, Edit. Trotta. Madrid 1998; p 237 y ss.

jueves, 5 de noviembre de 2020

LA MOTIVACIÓN EN LOS REGLAMENTOS DE ORGANIZACIÓN

Estoy tratando de acabar mi obra Juridicidad y organización en la Administración española, que figura en la web de morey abogados. Obra incompleta cuando me metí en un jardín al tratar sobre leyes importantes de desglosar sus partes organizativas de las propiamente jurídicas. Conllevaba mucha investigación y los cambios legales podían desactualizar lo escrito.

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