Las reacciones ante el accidente ferroviario de Santiago, sobre todo en tertulias radiofónicas y televisivas, y la demanda de que se establezcan los mejores sistemas de control de velocidad, etc., provocan en mí una serie de reflexiones en torno a los límites de la administración pública, ya que parece que las Administraciones públicas están obligadas a proporcionarnos los mejores servicios posibles y existentes y así desde cualquier sector, organización, institución, personas y personajes se exige la solución más avanzada y la eficacia más completa. Es por supuesto una exigencia de eficacia que ni siquiera pedimos de una empresa privada, ya que respecto de ella no nos implicamos en su administración sino sólo en relaciones concretas de tipo contractual. Si existe en el mercado un producto nuevo que mejora sensiblemente a los hasta el momento existentes, ya estamos exigiendo que la Administración pública lo adquiera, mientras que en el caso de la empresa privada, ésta analiza el coste, la mejora que para ella implica, el rendimiento económico que le supondrá y lo que ocurre con la amortización de los elementos que tendrán que sustituirse. Ello nos muestra cómo, aunque los principios de la gestión y administración privada sean aplicables a la administración pública, no son lo mismo.
Es indudable que en la tragedia que nos ocupa cualquiera piensa que si existía un sistema que la hubiera evitado, lo lógico es que se hubiera utilizado y puede no comprenderse que no se haya hecho. Pero previamente ha existido una decisión técnica y una política, por las que considerados todos los factores, en dicho caso por ejemplo, el límite de velocidad y la regla que exige su respeto, más los restantes elementos de seguridad, se estima adecuado el sistema correspondiente; por tanto hay en la decisión un componente técnico y uno político, que, además ha de considerar los factores económicos o no según las circunstancias. En el caso que provoca este comentario, cumplido el respeto al límite de velocidad, primera exigencia, el resto de cuestiones no se presentarían y los sistemas de seguridad no se discutirían. Ya sé que nada es suficiente cuando nos golpea el daño, pero cuando se hace referencia a una Administración pública, como en cualquier otra organización, se ha de tener en cuenta la capacidad económica que se tiene; es decir, el presupuesto público, los ingresos y sus fuentes, los gastos y las consecuencias del endeudamiento en su caso, pues él supone un ingreso que implica gastos y obligaciones para ejercicios futuros. Al menos estos aspectos han de ser considerados desde el punto de vista técnico, lo que puede ser discutido cuando la realidad ofrece una situación como la deSantiago.
He hablado con frecuencia de las políticas públicas y del papel que la Administración pública juega en su formulación y aprobación, que es principalmente el de confirmar su viabilidad, prever y facilitar los recursos necesarios para su eficacia y ello supone contar con que hay que mantener las políticas públicas aprobadas antes y que han de continuar ejecutándose y, en su caso, establecer aquellas que ya no han de seguir y que hay que eliminar, suprimiendo por tanto las organizaciones que las ejecutaban y los créditos presupuestarios correspondientes. Esta exigencia de una previa dotación y existencia de recursos o factores administrativos necesarios para la eficacia de una política, desde el punto de vista técnico y racional y la eficacia futura hace que cuando no es posible alcanzar lo mejor, pero la política, el servicio o la acción sean necesarias o imprescindibles, se acomode el sistema a lo que sí es viable y se ponderen los aspectos que no pueden eliminarse y aquellos otros que pueden ser eficaces sin que sean necesariamente los mejores existentes. También, pues, la Administración pública tiene que considerar los costes y su capacidad económica para acometer una nueva política pública o tomar una decisión u organizar un servicio o preferir unas actuaciones sobre otras. Pero hay que considerar que, al estar subordinada la Administración al Gobierno o parte política, también ha de tener en cuenta las pautas que el político marca, siendo siempre la decisiónfinal dela parte política.
Pero la situación en España es que cualquiera sabe y pontifica y que todo es aprovechable para desgastar a los gobiernos y los partidos políticos que los sustentan, en tanto que los políticos no siguen las reglas que impone esa racionalidad que nos ofrece la Ciencia de la Administración y todas las Administraciones públicas aprueban políticas públicas que no van a poder mantener o que implican gastos insostenibles o que exigen de un control permanente para que las normas que permiten su eficacia al máximo nivel, acorde con los medios de que se han dotado, sean respetadas. Son muchos los ejemplos de servicios administrativos y públicos que no pueden contar con los medios más avanzados. La sanidad puede ser un ejemplo. Pero la descentralización autonómica es un factor que contribuye aún más a la dificultad de una buena planificación y coordinación, pues no sólo supone la existencia de distintas administraciones y de políticas distintas o preferencias, sino que actúan en competencia, sobre todo política y de imagen, sin que exista como he reiterado en múltiples ocasiones una organización capaz de analizar lo que ocurre en el seno de cada Administración y proponga las mejores medidas de racionalización, eficacia y eficiencia.
Es evidente que esta situación y la diversidad existente es la que exige, según algunas Administraciones, la financiación asimétrica, pero suponiendo que ello sea necesario, a mí me parece todavía más que se imponga la racionalidad y no se aborden políticas que no pueden ser nunca financiadas y sostenidas por la sola razón de la imagen y los procesos electorales. La Administración pública, más cuando es descentralizada, es de una gran complejidad y la configuración de los presupuestos públicos de cada una exigen sobre todo de una administración profesional y coordinada y de una gobernanza real, si bien a mí el término no me guste. España necesita de todo ello y de mejores políticos-administradores o gobernantes. Por todo ello, lo mejor no tiene porque ser lo más eficaz y eficiente o lo racional y puede que sea imposible dados los medios existentes o vaya necesariamente a ser ineficaz o mal ejecutado. Cualquier persona sensata se acoge a sus posibilidades económicas, cuando derrocha, se endeuda y no paga, pierde. El tiempo de las vacas gordas y el descontrol se han acabado y hay que ajustarse a la realidad y sin hacer que todo recaiga en los simples ciudadanos y sus contribuciones económicas. Pero ante la muerte y la desgracia nada se sostiene y surge el dilema y la controversia.