sábado, 29 de diciembre de 2007

APUNTES SOBRE EL DERECHO A LA HUELGA EN SERVICIOS Y FUNCIONES PÚBLICAS


Ya he hecho algunos comentarios relativos al Estatuto Básico del Empleado Público y éste en su artículo 15 c) reconoce a los empleados públicos el derecho al ejercicio de la huelga, con la garantía del mantenimiento de los servicios esenciales de la comunidad, pero en el resto de la regulación de los derechos individuales ejercidos colectivamente, no hay un desarrollo específico de este derecho por lo que hay que entender que el mismo se tendrá que ejercer conforme a la legislación específica estatal que lo regule. Si bien hemos de señalar que de momento esta legislación específica no se refiere a los funcionarios públicos y el único límite existente, que lo es de carácter general, es el del citado mantenimiento

Pero yendo al grano y atendiendo a situaciones recientes como lo ocurrido con los servicios de limpieza del metro de Madrid, hay que señalar, primero, que lo jurídico-formal es que el derecho de huelga en la Constitución se reconoce a los trabajadores en su artículo 28.2 con la limitación antes señalada y repetida del mantenimiento de los servicios esenciales de la comunidad. Si contemplamos el artículo 103, referido a la Administración y los funcionarios públicos, en su punto 3, contempla el derecho de sindicación, pero no hace referencia al derecho a la huelga. El artículo 28.1 permite que por ley este derecho a la sindicación se pueda limitar en el caso de las Fuerzas o Institutos armados o Cuerpos sometidos a la disciplina militar. De otro lado, si se relaciona este artículo 103.3 con el artículo 35, hemos de convenir que existe una dualidad estatutaria: la de los funcionarios públicos y la de los trabajadores. De esta regulación formal realizada por la Constitución, habría que concluir que no se establece el derecho a huelga de los funcionarios públicos.

En segundo lugar, sin embargo, hay que convenir que en la realidad el derecho a huelga de los funcionarios públicos existe, por muchas razones, pero la primera es porque, sin haberse regulado expresamente con anterioridad al Estatuto vigente, la Ley de Medidas de 1984, al regular el régimen disciplinario consideraba como faltas muy graves por un lado la realización de actos encaminados a cortar el libre ejercicio del derecho a huelga (hay que entender que de los funcionarios y no en general) y, por otro, el incumplimiento de la obligación de atender los servicios esenciales en caso de huelga. El precepto que esto establecía era el artículo 31, de carácter básico y referido a todo el personal de las Administraciones públicas. La verdad es que con anterioridad, por vía reglamentaria, el derecho se había venido reconociendo y que la Sentencia del Tribunal Constitucional de 8 de abril de 1981 marcó la despenalización de la huelga de funcionarios y, además, aun cuando sin declarar de forma clara y expresa el derecho a huelga de los funcionarios públicos, llego a referirse a su derecho eventual a la misma, por lo que este derecho de los funcionarios ha venido considerándose como tal desde la transición política.
Consideración que viene marcada por el momento histórico y social, por las ideas progresistas y de la izquierda de igualación de funcionarios públicos y trabajadores, aún subsistente en su concepción unitaria como empleados públicos. Influye, también, la escasez de especialistas en Derecho administrativo y la gran presencia política de abogados laboralistas y la falta de concepción en muchos casos del Estado como el defensor de los derechos colectivos, fundamentales y de los intereses públicos, confundiendo el Estado con su organización. Pero también influyen las concepciones liberales y neoliberales de la reducción del Estado y de la privatización de servicios públicos. Izquierda y derecha, coinciden en una remisión al derecho laboral de forma directa o indirecta. Unos piensan que es un reflejo de su lucha contra el poder establecido y una conquista de los trabajadores en sus derechos y otros que el derecho laboral les otorga una mayor eficacia en la gestión de personal y en el servicio público, pues les ofrece mayor poder respecto del personal. Sea como sea el Estado acaba siendo considerado como una empresa, pero el personal laboral solicita su funcionarización.

¡Qué lejos están estas ideas de la función pública tradicional¡ Existe una clara contradicción en lo apuntado con las bases del Derecho administrativo y del constitucional: con la consideración de la Administración pública como poder ejecutivo, de su carácter de servicio a los ciudadanos bajo la concepción de la objetividad y del cumplimiento de los intereses generales y del sometimiento pleno a la ley y al Derecho y con la idea de la imparcialidad de los funcionarios públicos. Por el contrario, los funcionarios públicos y la organización pública se someten en realidad al político y al sindicato o partido político que lo sustenta. Los servicios públicos pueden dejar de ser prestados y se pierde su consideración real como SERVICIOS ESENCIALES DE LA COMUNIDAD, ya que como tales hay que entender a los que son competencia de las Administraciones públicas, que son irrenunciables y que no pueden dejar de ejercerse. Y desde el punto de vista del ciudadano, único y real perjudicado por el sistema, resulta paradójico todo el proceso pues el concepto del servicio público es el que permite privatizar servicios o sus formas de gestión, laboralizar puestos y dar derecho a la huelga y ello les afecta a los ciudadanos más directamente y colectivamente que el que se deje de prestar alguna función pública de las que representan ejercicio de potestades públicas, pues ellas se traducen en actos administrativos y resoluciones administrativas individuales, salvo en el caso en que se trata de la función de policía, inspección y orden público en garantía de derechos fundamentales. Paradojas inasumibles desde el punto de vista público pero reales bajo la trinidad conceptual de función pública, empleo público y servicio público. Del delito hemos pasado al derecho sin límites.

En fin, vamos a dejarlo, pues la cuestión puede dar lugar a todo un libro y si los comentarios que se puedan suscitar lo permiten, ya abordaremos más aspectos de los que presenta la cuestión ahora tratada.

jueves, 20 de diciembre de 2007

EN TORNO AL DIRECTIVO PÚBLICO



Al acceder al blog i-publica, al que en su comentario a la entrada de Partidos Políticos y altos funcionarios me remitió ocortes he leído las reflexiones que allí se realizan en torno al directivo público, tema que es objeto de análisis por mi parte desde hace bastante tiempo; en todas ellas hay puntos de verdad y opiniones válidas, pero desde mi punto de vista, se trata de la coexistencia en la Administración pública de tres tipos de directivos y mi preocupación personal no es tanto distinguirlos como conceptuar o definir de dichos tipos cuál es el que es propio de la Administración pública y distinto de los demás directivos. Es decir, desde mi punto de vista el directivo público, propiamente dicho, es aquél que tiene unas características propias y diferentes del resto de directivos existentes en la sociedad, sin perjuicio de que se presenten o existan en la Administración pública.

Es evidente, que en la Administración pública, los cargos políticos tienen una función directiva, al menos formalmente, pero legalmente no son profesionales, ni se les exige especialización alguna, salvo por lo que hace a las reservas en favor de funcionarios públicos de la Ley 6/1997 de Organización y Funcionamiento de la Administración del Estado, que no se cumple con carácter estricto, puesto que el más inexperto de los funcionarios puede llegar a Director General, al ser su designación política y, como discrecional, no controlable por la jurisdicción contencioso administrativa. Es también evidente que la Administración de servicios públicos, de gran expansión en la actualidad, es un campo en el que se nos muestra el tipo de directivo que ha dado en llamarse gerencial o equivalente al de la empresa privada y ello es lógico, pues en este campo la organización normal de la Administración es la de establecimientos públicos y personas jurídicas públicas y privadas que desarrollan actividades que también existen en el sector privado y cuya gestión es similar a las empresas privadas. La contratación en este sector de personas expertas provenientes de la empresa privada es lógica y hasta conveniente y puede serlo mediante sistemas propios del derecho del trabajo. No es imprescindible que exista especialización en Administración pública, aun cuando pueda ser conveniente o mejor que se tenga.

El tipo o modelo que a mí interesa es aquel que se desenvuelve en el seno de la estructura burocrática y de poder de la Administración pública, con carácter profesional y que se corresponde, no ya con puestos políticos reservados a funcionarios públicos, sino con aquellos que constituyen puestos propios y que forman parte de su sistema de carrera y que se han fijado, normalmente, en el nivel de los subdirectores generales y en el que existe un sistema o margen de confianza que no debe confundirse con el estrictamente político y que ha venido perjudicando la profesionalización estricta al que este tipo o modelo de directivo debe sujetarse, pues no deja de ejercer funciones públicas, en cuanto opino que su papel más peculiar es su contribución en la formulación e implementación de las políticas públicas. Por ello, resulta necesario que su nivel sea siempre, se fije donde se fije, de conexión entre la Política y la gestión o ejecución. Son estos directivos garantía de eficacia de las políticas públicas y sin su participación, que es la de la Administración pública, no existen verdaderas políticas públicas, puesto que primero analizan la viabilidad de las mismas y después preparan la ejecución y la controlan, en conexión siempre con el nivel de gestión, al que se ha dado en decir que ejerce la función de mantenimiento de las políticas públicas y conoce los recursos necesarios para su eficacia o las necesidades existentes. Este es el tipo propio de la Administración pública y para el que debe reservarse la denominación o, al menos, el concepto técnico y doctrinal de directivo público, sin perjuicio de que normalmente y cuando no se precise queden comprendidos el resto de directivos analizados y sin perjuicio de que le puedan ser aplicados los roles del directivo en general.

Aún cabe hacer referencia a un directivo gestor de lo público coincidente con los funcionarios que dirigen servicios burocráticos o de carácter técnico especializado, coincidentes con los niveles superiores de la gestión administrativa propiamente dicha y que dirigen personas y recursos y contribuyen con el directivo público en la valoración de la viabilidad o posibilidad de eficacia de las políticas públicas en proyecto o de aquellos otros que ejercen funciones directivas y de representación en los órganos periféricos de cada Administración pública. En este campo burocrático es en que la lógica marca la existencia de la reserva y patrimonialización en favor de los funcionarios públicos y del sistema de carrera y de conocimientos especializados en Administración y función pública, Derecho administrativo, etc.

Pero al final de todo, la triste realidad es que quien de verdad patrimonializa todos los tipos de directivos es el poder político mediante los sistemas de designación que establece y el Estatuto del Empleado Público ha dejado a cada Administración pública o Comunidad Autónoma o futuro Estado, en su caso, las manos libres, sin ni siquiera querer distinguir entre los tipos señalados de dirección pública y sus sistemas de selección. Así es como yo lo veo y de ahí la ineficacia y la carencia de profesionalización y la connivencia de los altos cargos o directivos con los políticos de los que dependen o de los altos funcionarios con sus subordinados que es con quien tienen que convivir diariamente.

lunes, 17 de diciembre de 2007

ADMINISTRACIÓN PÚBLICA E INTERESES GENERALES


El artículo bajo el título de Partidos Políticos y altos funcionarios, publicado en octubre, ha merecido el comentario de Iñaki concretando el papel de la Administración o los funcionarios para que prevalezca el interés general, al mismo tiempo que el poder político está legitimado para definir las políticas públicas. No se puede más que estar de acuerdo con el comentario, pero éste, a su vez, lleva a que tengamos que evidenciar que ello comprende un sistema bastante más complejo de lo que parece y que manifiesta la relación entre Derecho y Política que los politólogos parecen empeñados en soslayar. Pero para perfilar adecuadamente lo que pretendo decir, creo que lo primero sería formular la pregunta: ¿Cómo se define el interés general, en cada caso en particular y en general?
La cuestión nos llevaría mucho tiempo, pero hay que trazar unas líneas generales que lleven a otros comentarios o reflexiones en ocasiones venideras. Por ello, estimo que Iñaki me ofrece el punto inicial del enfoque para hoy, que no es otro que el derecho o la competencia del poder político de definir las políticas públicas, que sin dejar de lado al poder legislativo, en primera instancia corresponde a los gobiernos de aquellas Administraciones públicas que tiene dicho poder. Son ellos los que definen las políticas públicas y éstas las que deben definir los intereses generales y con éstos los fines públicos correspondientes. La formalización de las políticas públicas puede ser varia, pero hay que convenir que lo normal o lo más conveniente es que se traduzcan en normas jurídicas dirigidas tanto a los ciudadanos como a la Administración pública; a ésta para conseguir su efectividad.
Entonces hay que definir cada día más el papel de las Administraciones públicas en la preparación y formulación de las políticas públicas, porque al ser las encargadas de hacerlas efectivas, algo tendrán que decir en el momento en que se formulen o preparen, ya que son las que calculan y emplean los recursos necesarios para dicha efectividad. ¿Y qué parte de la Administración pública o de sus funcionarios es la que contribuye en esa tarea de la formulación de las políticas públicas o de su preparación? Los altos funcionarios o directivos públicos y las áreas de gestión con las que conectan o, en su caso, dirigen.
Pero lo más importante es que en todo el proceso se realiza, en el seno de la Administración pública correspondiente y en su nivel superior político y funcionarial, y surge un cúmulo de relaciones que tienen la finalidad de definir los intereses generales, que no son uniformes sino que se componen de múltiples intereses en juego que pretenden realizarse por los distintos grupos que los representan y convertirlos en derecho y, por tanto, en fin público y obligación de los poderes públicos. La abstracción del interés general y la existencia de sus diversos componentes exigen, a su vez, la de directivos profesionales expertos en función y administración pública, y resulta que los intereses generales nunca están perfectamente definidos o concretados, por lo que en el momento de su concreción y en la decisión o acción determinada, contribuye el poder político y el administrativo y funcionarial.
No está todo dicho, pero es suficiente para señalar la complejidad del proceso de prevalencia o concreción de los intereses generales y reflexionar un poco más en adelante.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

LAS LICENCIAS MUNICIPALES Y LAS "RELACIONES SOCIALES"



En dos artículos anteriores, el relativo a la Operación Guateque que afectó al Ayuntamiento de Madrid y el último, y anterior a este que ahora escribo, que se refirió al proyecto del Ayuntamiento de Valencia de encomendar la gestión de las licencias municipales y su obtención a unas empresas que denominan “certificadoras”, se abordan cuestiones de gran actualidad sobre todo por afectar a problemas que tiene una inmensa parte de vecinos y ciudadanos valencianos, derivados de la contaminación acústica y del exceso y confluencia en la mismas zonas urbanas de locales de ocio o por los incumplimientos de los requisitos legales y reglamentarios de parte de estos locales en materia de insonorización. La visión derivada de los dos asuntos tratados manifiestan básicamente la visión de una Administración ineficaz y, en su caso corrupta, que tiene como víctimas a los empresarios, los cuales se quejan de la tardanza en la concesión de las licencias, si bien lo normal es que exista un gran número de locales que empiezan a funcionar sin contar con las mismas y que su problema se produce, cuando las quejas de vecinos y sus asociaciones evidencian el hecho o los Tribunales de Justicia sentencian la procedencia del cierre que los ayuntamientos correspondientes no han realizado en vía administrativa y les condena a indemnizar.
Como vemos es el vecino afectado por la inactividad municipal la verdadera victima del asunto, pues primero, denuncia, luego insta, después recurre y, finalmente, tiene que abordar un proceso judicial o varios, incluso en vía constitucional o europea. Mientras la actividad sigue y sólo en pocos casos se produce un cierre en vía administrativa y, si se hace, la subsanación de defectos se considera prontamente, sin que el vecino perciba mejora alguna. La Administración le lleva a un calvario personal.
En las concepciones que nos ofrece la doctrina de la Ciencia de la Administración se refleja que toda Administración pública supone o es un sistema de poder que viene matizado o se adapta a las circunstancias en que se encuentra inmersa y, de otro lado, dicha Administración se considera como una red de relaciones sociales que se producen con ocasión de la adopción de las decisiones conformadoras que afectan a la sociedad y a sus intereses. Si aplicamos esta concepción a los servicios municipales que conceden licencias, tendremos que concluir que su relación directa y cotidiana es con los que solicitan las licencias y los profesionales que les asesoran o tramitan el asunto. El ciudadano normal cuando acude es el que se queja, recurre, molesta e incordia y él y sus representantes son, en cierto modo, el enemigo. Sí además ganan ante los Tribunales son los que provocan la intervención del político, pues la imagen pública queda dañada ante la repercusión mediática de la condena. El enemigo se convierte en más enemigo todavía.
Los servicios municipales, podemos decir que viven de otorgar licencias, o, al menos la presión inicial que sufren es la de su otorgamiento. Esta presión supone una actitud favorable a la concesión, pese a su tardanza y una tolerancia frente a la irregularidad consecuencia del lento procedimiento administrativo. Y además consideren Vds. que existe un factor favorable, el liberal de favorecer la instalación de empresas, aunque muchos locales no puedan merecer dicho nombre, y otro, el político, que surge cuando intervienen en defensa de los derechos de los ciudadanos las Asociaciones de vecinos, que se consideran politizadas y de izquierdas, auque no sea así en todos los casos.
La consecuencia es que es más fácil, una vez que la actividad está en marcha, mantenerla que eliminarla y escoja Vds. entre las siguientes razones la que por su experiencia o razón les parezca más adecuada: Porque la Justicia es lenta tardía y contradictoria; porque no resolviendo, y con algún consejo que otro al empresario o recomendaciones de profesionales o propuestas de acuerdo, el problema se convierte en un enfrentamiento entre empresario y vecino, más que en problema de la Administración; porque los vecinos no son un sector económico y, por tanto, no producen corrupción ni cohechos; porque la adaptación de la Administración y sus relaciones se realizan respecto del empresario; porque la limitación y la sanción constituyen una represión; porque el vecino es el más débil; porque los vecinos son una molestia, etc. ¿Se comprende que se apunte como solución la privatización del sistema? ¿A ver quién carga con el muerto?

domingo, 9 de diciembre de 2007

LICENCIAS MUNICIPALES Y EMPRESAS CERTIFICADORAS.

Veo la noticia en el Diario Las Provincias y aún no acabo de leerla y ya surge un gran cúmulo de preguntas y cuestiones. Dice el titular de la noticia que el Ayuntamiento de Valencia privatizará parte de la gestión de las nuevas licencias de hostelería y el concejal Vicente Igual equipará el sistema a establecer con el de las ITV y, en un momento determinado, dice Todos los interesados que lo deseen podrán acudir a las empresas certificadoras para obtener la licencia de forma más rápida. No sé si realmente hay algo pensado con profundidad, pero hay que tener en cuenta que la emisión de certificaciones o actas acreditadoras de que se cumplen los requisitos legales y reglamentarios en casos de licencias, y todavía más en este de actividades molestas, es una función pública reservada a funcionarios y que no se puede privatizar; es competencia municipal irrenunciable. Por tanto, el sistema puede ser de gestión pero no de la emisión por parte de personas privadas de las certificaciones.
No quiero entrar en muchas de las cuestiones que se plantean, pero aunque se intente desligar el asunto y la solución prevista de los recientes problemas de corrupción, lo que se hace es que pensemos más en ello; pero lo que verdaderamente siento, como funcionario que he sido, es una inmensa vergüenza. Si hay corrupción funcionarial porque la hay, si no por la ineficacia existente y si no por la falta de dirección capaz de organizar los servicios. Pero como ciudadano exijo que se me manifieste el coste de la concesión de la gestión, se compare con el actual y se me evidencie si no es más barato ampliar las plantillas de inspectores y funcionarios y controlar el funcionamiento de los propios servicios y si los concejales como políticos y dirigentes no son capaces de dirigir los servicios administrativos correspondientes y controlarlos, que tengan la dignidad de dimitir, o, en su caso, se profesionalicen los cargos antes que acudir a la denominada externalización. Que esto de vivir del presupuesto público es algo más que politiquear u otorgar negocios a terceros.

jueves, 6 de diciembre de 2007

LA CONSTITUCIÓN, EL ARTÍCULO 103.3 Y SUS GARANTÍAS


En el día de la Constitución parece oportuno hacer algún comentario sobre ella y, como es natural, por la finalidad y objeto de este blog, el hacerlo con referencia a la Administración pública de la que se ocupa el artículo 103. Estamos en unos momentos en que proliferan las propuestas de reforma de la Constitución después de casi treinta años de vida de la misma, sin que realmente podamos decir en qué grado ha llegado a ser efectiva o han sido realidad sus objetivos, fines, propuestas y derechos. Efectividad que corresponde a los gobiernos de cada una de las Administraciones públicas españolas y a ellas mismas, en consonancia.

Al efecto de medir un poco dicha eficacia o desarrollo en su caso y dentro del objeto antes mencionado, escojo para comentar el inciso final del artículo 103.3 de la Constitución, que es aquel que dice que la ley regulará las garantías para la imparcialidad de las funciones públicas, y no precisamente para referirme a la necesaria imparcialidad de los funcionarios, sino para reflexionar acerca de las garantías para la misma y la razón por la cual la Constitución le encarga a la ley o al legislador que las regule. Pues bien, de la Administración se dice que es quien se relaciona con los ciudadanos, que es la presencia física de la organización política, su cara, sus manos, etc; en definitiva, son los actos administrativos o las actuaciones de las Administraciones públicas las que repercuten directamente en los ciudadanos y los funcionarios son los artífices en primera fase del contenido de dichos actos. A su vez es obligación de todos los poderes públicos actuar conforme a Derecho en virtud del artículo 9 de la Constitución que los somete a la misma y al resto del ordenamiento jurídico.

La primera consecuencia de lo antedicho es que la garantía de la imparcialidad que exige la Constitución en el ejercicio de las funciones públicas, no se establece como un beneficio o privilegio de los funcionarios públicos que se traduce en su inamovilidad o permanencia en sus puestos de trabajo, sino que lo es en beneficio de los ciudadanos y en garantía del ajuste a la ley y a todo el Derecho de los actos de las Administraciones públicas y, en consecuencia, de sus gobiernos. Habría que analizar o investigar cuantas garantías de éstas ha establecido el legislador y si éste debe considerarse que sólo es cada Parlamento o comprende también a los propios Gobiernos, pero ello excede de la finalidad propia de un artículo como este. Por ello me referiré solamente a alguna de las garantías que existen en el procedimiento administrativo de producción de actos administrativos y que quedan comprendidas como actos de trámite en él.

Básicamente, desde mi punto de vista, hay que destacar dos de estos trámites: las propuestas de resolución y los informes. Los segundos están bastante regulados en los artículos 83 y 84 de la Ley 30/1992, pero la verdadera garantía es que el legislador los establezca con el carácter de preceptivos, siempre que las resoluciones administrativas, que deciden y firman normalmente los cargos políticos, tengan que adoptarse con motivaciones o fundamentos jurídicos y técnicos, y que lo haga en cada caso o regulación concreta, bien sea con rango de ley o simplemente como reglamento. Las primeras, son las garantías mayores que pueden establecerse, pues constituyen el borrador o proyecto de las resoluciones que los cargos políticos u órganos administrativos superiores adoptan y que se redactan y confeccionan (o al menos deben serlo) por funcionarios públicos generalistas, contando con informes técnicos especializados y se someten al informe de los especialistas jurídicos. Estas propuestas pueden ser aceptadas o no por el órgano que decide, pero es obligatorio que consten en el expediente para que sean la garantía que suponen, sin perjuicio de que el órgano decisor recabe otros informes complementarios al objeto de mejor resolver y que también deben constar en el expediente. De este modo el ciudadano interesado en la resolución y afectado por ella, puede conocer el proceso que ha seguido la decisión y establecer sus propias consideraciones respecto a su adecuación técnica y jurídica basándose en los trámites realizados por funcionarios públicos y, en su caso, la jurisdicción contencioso administrativa también tiene a su vista y alcance todo fundamento posible más allá de los finalmente reflejados en la decisión.

Resulta claro, pues, la importante garantía que constituyen las propuestas de resolución y vd. lector así lo debe haber percibido si me he expresado adecuadamente. Sin embargo, tome nota de que este importante trámite no tiene una regulación específica en la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común y que su obligación no aparece establecida; prácticamente sólo se la menciona de pasada, así, por ejemplo, en el artículo 79 cuando se regulan las alegaciones de los interesados. No obstante, debe considerarse que le son de aplicación todas las normas o requisitos que se exigen a la resolución propiamente dicha. Pero lo fundamental es que al no quedar explícita su exigencia, es normal, ante las tensiones que pueden darse entre políticos y funcionarios que en ocasiones no existan propuestas de resolución en los expedientes sino sólo la resolución. Las conclusiones a realizar se las dejo a Vds., pues también hoy me he extendido demasiado, aun cuando quedan muchos flecos en mi exposición y en el problema abordado.

domingo, 2 de diciembre de 2007

JUZGAR A LA ADMINISTRACIÓN


En mi vida profesional como funcionario he tenido siempre claro que la Administración pública forma parte no sólo del sistema institucional político, sino del sistema jurídico y que una gran parte del derecho público depende de una buena Administración pública como poder y garante de la legalidad, hasta tal punto que el Poder judicial en la parte contencioso administrativa que juzga los actos administrativos, a su vez, depende en gran medida de los antecedentes o expedientes previos sustanciados en la Administración, sin perjuicio de que en el proceso judicial todo pueda plantearse de nuevo, corrigiendo si cabe las carencias en vía administrativa. No ocurre siempre así y, por ello, muchas veces, me ha llamado la atención como asuntos claramente contrarios a derecho y actuaciones irregulares en la Administración pública, no eran sancionadas en la vía judicial.

El por qué ocurra así tiene un buen número de razones y complicadas de explicar desde el punto de vista técnico, pero me voy a centrar en algunas que cada día me resultan más evidentes. Una es que la jurisdicción contencioso administrativa es una jurisdicción especializada que requiere un buen conocimiento del Derecho administrativo, de sus principios generales, más que de sus normas concretas, hoy casi inabarcables, pero en cambio los especialistas son escasos y cada día, desde la puesta en marcha de los Juzgados administrativos, existen más nombramientos temporales o interinos. Otra es que la especialización debe extenderse al conocimiento de la Administración pública como organización y su funcionamiento. Aún recuerdo una lejana conversación en el tiempo con un magistrado especializado que me decía que mi concepto de la Administración era peor que el que tenían en la Justicia y no había otra razón para ello que dicho conocimiento o experiencia por mi parte. Una tercera razón es el predominio del derecho civil, como derecho general y común, en la formación académica y en la formación judicial, hasta el punto de que el proceso se considera como un enfrentamiento entre intereses de parte. Esta visión civilista, considerando primero el interés del demandante, su petición, hace que se valore ésta ante todo y que, de otro lado, no se contemple como interés público el cumplimiento estricto de la legalidad, sino la proporción o no de lo solicitado con respecto a unos intereses generales que configuramos subjetivamente y que automáticamente comparamos con otras situaciones conocidas. Surge así el prejuicio y con él, la decisión se prefigura prácticamente, de tal manera que resultan baldíos los esfuerzos en hacer ver que existe un interés público prevalente que se quebranta y que hay que defender ante todo y que está por encima de la situación concreta y su valor.

Todas estas razones influyen en que se predetermine y prejuzgue que la Administración sabe bien lo que hace o que los demandantes se exceden en sus pretensiones, queriendo sacar provecho del propio funcionamiento deficiente de la Administración. Los que, como yo hemos trabajado durante mucho tiempo en todos los ámbitos de la Administración, también pensamos en ocasiones de este modo, pero en cambio somos más conscientes del abuso en la actuación administrativa y política, de las desviaciones de poder y de la máquina aplastante que puede llegar a ser, sobre todo consciente primero de la lentitud judicial y amparada en ella y en la dificultad de que sus planteamientos ante la Justicia puedan ser adecuadamente controvertidos o sustituidos en su caso por los magistrados.

Aún a pesar de extenderme demasiado, voy a reflejar una amplia parte del Texto de la Exposición de Motivos de la Ley Reguladora de la Jurisdicción Contencioso administrativa de 27 de diciembre de 1956, franquista, pero de gran calidad técnica y que salvo por la aparición del poder autonómico, hubiere podido, desde mi punto de vista, subsistir. Y sobre todo la mencionada Exposición de Motivos, aún debía formar parte de nuestro Derecho. Pues bien, en el punto II de la misma nos dice:
La Jurisdicción Contencioso-Administrativa no debe entenderse ni desarrollarse como si estuviere instituida para establecer, sí, garantías de los derechos e intereses de los administrados, pero con menos grado de intensidad que cuando los derechos e intereses individuales son de naturaleza distinta y están bajo la tutela de otras Jurisdicciones. Si la Jurisdicción Contencioso-Administrativa tiene razón de ser, lo es precisamente en cuanto, por su organización, sus decisiones ofrecen unas probabilidades de acierto, de ser eficaz garantía de las situaciones jurídicas, de encarnar la Justicia, superiores a las que se ofrecerían si las mismas cuestiones se sometieran a otra Jurisdicción.
En verdad, únicamente a través de la Justicia, a través de la observancia de las normas y principios de Derecho, es posible organizar la Sociedad y llevar a cabo la empresa de la Administración del Estado moderno.
En la complejidad y extensión de éstas normas, subordinadas entre sí jerárquicamente, proclaman y definen cuál es el contenido del interés público en todas y cada una de sus manifestaciones.
El acatamiento y cumplimiento de las normas se impone, por ende, cualquiera que sea el criterio subjetivo de las autoridades y funcionarios, como base de la existencia de un orden social y de la unidad de la acción administrativa.
Los principios de unidad y de orden quiebran, ciertamente, cuando, bajo el pretexto de interés público, se pretende sustituir lo dispuesto en el ordenamiento jurídico por el sentimiento que del bien común tenga en cada caso el titular de la función, el imperio del Derecho por la arbitrariedad.
Y así, la necesidad de una Jurisdicción Contencioso- Administrativa eficaz transciende de la órbita de lo individual y alcanza el ámbito colectivo. Porque las infracciones administrativas se muestran realmente no tan sólo como una lesión de las situaciones de los administrados, sino como un entorpecimiento a la buena y recta administración. Y de ahí la certeza del aserto de que cuando la Jurisdicción Contencioso-Administrativa anula los actos ilegítimos de la Administración, no tan sólo no menoscaba su prestigio y eficacia, sino que, por el contrario, coopera al mejor desenvolvimiento de las funciones administrativas y afirma y cimienta la autoridad pública
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¡Qué visión más progresista!, frente a la decimonónica separación estricta entre Justicia y Administración del modelo francés del Conseil d´Etat, que fomenta la actual politización.
¿Qué decir? Sólo se me ocurre que vivan estos principios, que resuciten, que se apliquen.

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