El 15 de marzo de 1925 quedaba suprimida definitivamente la Mancomunidad de Cataluña, seis días antes de la publicación del Estatuto Provincial. Ya hemos visto lo que en éste se decía respecto de la región, pero creo que al respecto resulta muy interesante la nota de Primo de Rivera que el Directorio facilitó el día 21 de marzo de 1925 (el mismo de la publicación del Estatuto antes mencionado) pues resulta clarificadora al exponer la distinta visión del regionalismo como una forma de administrar o como equivalencia al nacionalismo. Transcribo, pues toda la nota, tal como figura en el Año Político 1925, de Fernando Soldevilla:
Al hacerse público el Real decreto que establece el nuevo régimen provincial, el general Primo de Rivera se cree obligado a explicar a la opinión, especialmente a la de Cataluña, su fervor por una ley que pudiera parecer en contradicción con ciertas tendencias que patrocinó hasta hace muy poco y que consignó en su manifiesto de 13 de septiembre de 1923.
Ya ha declarado en repetidas ocasiones que más valor que las propias da frecuentemente a las ideas ajenas y que no es para él nunca caso de honor, ni siquiera de amor propio, sentimientos que muchos confunden, el rectificar sus juicios.
En esta ocasión los ha rectificado totalmente en año y medio. Pensaba que el regionalismo histórico, sobre dar ocasión a eficaz, descentralizador y económico sistema administrativo, podía afirmar los lazos de unidad nacional en España. Y porque así pensaba, lo defendía sinceramente. Pero luego ha ido ganando su juicio la opinión de que descentralizar es igualmente posible con el régimen provincial; que agrandar las divisiones administrativas, judiciales y de servicios técnicos como sistema general no lo aconseja la creciente actividad o intensidad de la vida provincial, y, por último, y en ello está la razón del completo cambio de criterio, que reconstituir desde el Poder la región, reforzar su personalidad, exaltar el orgullo diferenciativo entre unas y otras es contribuir a deshacer la gran obra de unidad nacional; es iniciar la disgregación, para la que siempre hay estímulo en la soberbia o el egoísmo de los hombres.
No sé si decir afortunada o desgraciadamente, pero es lo cierto que hemos pasado por un ensayo de ese especial regionalismo con la Mancomunidad de Cataluña, y él ha conducido a tal grado de mal entendido prodominio del sentimiento regional, que contra lo que se decía, que era convivible con el de Patria grande, lo hemos visto galopar desenfrenadamente hacia el nacionalismo y el separatismo, haciendo pasar a los catalanes amantes de España horas de amargura y hunillación, y a los españoles todos de inquietud y descorazonamiento. La labor de la Mancomunidad catalana ha sido la de arrancar con triste y rotundo éxito, por todos los medios y todos los caminos, el sentimiento de amor a España, de los corazones y los cerebros.
Yo me creería indigno de la confianza que el pueblo, el Rey y el Ejercito han puesto en mí si en esta ocasión solemne sintiera la menor vacilación o timidez, el menor apego a mis antiguas convicciones, que me detuvieran en el camino de parar en seco males tan amenazadores.
Administrativamente, el fracaso de la Mancomunidad como órgano político permanente, deliberante y ejecutivo no puede negarse. En once años de existencia, y contra un haber de servicios, obras y establecimientos bien modesto, ha consumido cuantiosos recursos y contingentes provinciales, y, además, tiene una deuda propia de setenta millones, y para colocar hoy sus valores, ha de ceder a la Banca una comisión equivalente casi al interés que en un año se pide a un acreedor saneado. Por este medio ha podido distribuir y asignar a las provincias mancomunadas cantidades superiores a las que les cobraba como contingentes, pero muy inferiores a las que en su nombre y con su responsabilidad ha comprometido como deuda colectiva.
Ni en buenas manos, y ahora estaba en insuperables, podía la Mancomunidad como órgano político permanente, dejar de ser una concepción equivocada, cuya desaparición esperan con ansiedad los cientos de miles de catalanas y catalanes que el domingo 1º de febrero de este año formaban viviente doble valla en las amplias y hermosas ramblas de Barcelona, para aclamar tanto como al Rey, y mucho más que al Gobierno, el resurgir del sentimiento español, ahogado por propagandas tendenciosas y borrado por la labor de la Mancomunidad.
Tres cuartos de siglo de régimen provincial habían ido formando la unidad nacional, sin que en España se perdieran, los idiomas, dialectos, modismos o acentos peculiares en los trajes, bailes, cantares y costumbres de cada comarca, recíprocamente vistos con cariño de unas provincias para otras, y han bastado estos once años de existencia de la Mancomunidad para que nacieran odios y recelos, que, como eran artificiosos y contra la propia naturaleza y ventaja de las cosas, vienen ya extiguiéndose hace año y medio, y se apagarán del todo al recuperar el órgano administrativo provincial el carácter que le corresponde, y que no es incompatible con que las Diputaciones coordinen sus servicios interprovinciales.
Unos, porque perderán ventajas; otros, por soberbia, y algunos, por ciegas convicciones, no dejará de haber doloridos numéricamente representados por una mínima fracción, pues ni los payeses, ni los obreros fabriles y artesanos, ni otros grandes sectores de opinión, sintieron nunca simpatía por una organización artificiosa, que sin saber ellos por qué ni cómo, iba infiltrando en sus almas un odio más, cuando tan necesitados estaban de atención y amor. Los dolidos saben que no son estos momentos propicios para exteriorizar protestas, porque el Poder público es soberano y es firme. Acaso traten de llevarlas fuera de fronteras, demostrando la inconsistencia de su amor a la Patria, a la que iban preparando la más grande amargura y humillación.
Si alguna vez veo refrendado un decreto del Directorio, con verdadera satisfacción y convicción, es ésta en que al recibir las provincias españolas recursos y atribuciones para que se desenvuelvan con vida propia, creo a la vez atajado el peligro a que nos había conducido el ensayo de un régimen especial, cuya aceptación repudiaron otras provincias, y más bien impuesto por una resolución audaz que solicitado por ellas en las catalanas, que nos venían divorciando del amor que debe unirnos a todos, y sin el cual toda nacionalidad es inconsciente y artificiosa.
Sólo me falta pedir a Dios, en quien reside todo Poder, haga que esta fecha sea venturosa como espero para España.
No sería justo dejar de consignar en estos momentos la sincera y leal información que el Directorio debe en esta ocasión a las personas que integran las Diputaciones provinciales y su prudente y patriótico comportamiento, que les ha inducido a informar con lealtad, pero también a acatar con ciudadanía las determinaciones del Poder público, que no se inspira más que en el interés nacional.
He aquí este documento histórico, del que sólo quiero comentar que nos ofrece una primera muestra de crítica al nacionalismo, pero que dejo que cada cual considere de acuerdo con su particular o personal opinión. No constan reacciones inmediatas a la nota, ya que interrumpida la actividad parlamentaria y sin partidos políticos, no se manifiestan públicamente. Pero aún queda un artículo de Primo de Rivera sobre la región, publicado en el diario La Nación, con el título Rectificación de juicio.- El peligro de la región, en el que se reiteran ideas antes reflejadas y que, a pesar de alargar este post, reflejo a continuación para finalizar con el Directorio:
La organización nacional en regiones con cierta personalidad y autonomía ha deslumbrado de buena fe a muchos hombres políticos y encontrado amor, más o menos razonado (pocas veces el amor lo es), en los pueblos a quienes se promete. Pero yo quisiera llamar la atención sobre el peligro que para la unidad y fortaleza de la Patria se deriva de la mera aceptación de este criterio y sobre lo fácil e inevitable que es pasar del concepto región al de nación, o sea al de disgregación; es decir, a deshacer la obra que iniciaron Isabel y Fernando y afirmó la división provincial de 1833. El peligro es lógico: el concepto región es científico, el de nación ha sido realidad, por lo que tiene fuerza propia que se impondría saltando sobre aquél al menor devaneo en lo que más halaga a los pueblos, aunque los lleva a su perdición. En descargo de mi conciencia hago esta aclaración, porque he sido veinte años partidario de la división regional, política, administrativa y judicial, y no quisiera, por si contagié a alguno en mi locura, dejarlo en la ignorancia de mi rectificación de juicio. No es la primera vez, y espero que no será la última, que reconozca y proclame mis errores.
¿Descentralización? Ese es otro cantar. A la provincia, toda la compatible con la soberanía y buena marcha del Estado. De la “región” ni hablar, pues el que tal tema aliente en España va derecho e irremediablemente (éste es mi sincero parecer hoy) a entibiar lazos de afecto, a crear pugnas, a debilitar al Estado y a la nación, a fomentar ambiciones difíciles de saciar, a descomponer solidaridades que son precisas, a desintegrar esfuerzos y a dañar a España. Un cuarto de siglo de silencio sobre la región, generalmente careta del separatismo, o de un nacionalismo que lo encumbra, aun propugnándola de buena fe, y España se habrá librado de uno de sus más graves peligros. Unidos para triunfar y sufrir hasta la muerte, todo viva regional quita esplendor al viva España, que debe ser el único grito con que los españoles expresen su exaltado amor a la Patria.
Se separa, pues, la idea de la descentralización de la región al considerar a ésta equivalente al nacionalismo que a su vez propugna el separatismo. La descentralización se presenta, una vez más, como cuestión administrativa y el regionalismo entronca con el nacionalismo y con la política, pero como un peligro para la unidad española.