Hace ya más de tres meses al referirme a las relaciones entre Política, Administración y Sociedad deje abierta la posibilidad de regresar en más ocasiones a dicha cuestión o a las cuestiones que a su vez implica. Una de ellas, desde mi punto de vista, es que la legitimación del poder público en general o su deslegitimación depende en buena parte de la adecuación de las mencionadas relaciones entre dichos sectores o sistemas o subsistemas, en su caso. Ahora, como entonces, la razón del comentario radica en el comportamiento político, pues estos días son noticia casos como los gastos de políticos y parlamentarios en despachos, coches, etc. y la detención de algunos alcaldes. También es frecuente que parte de la sociedad no comprenda el alcance de determinadas sentencias o de las actuaciones del poder fiscal.
De otro lado, es común que, doctrinalmente, en la actualidad se haga referencia a la deslegitimación o a la crisis de legitimidad del Estado o de la Administración para justificar la necesidad de cambios, modernizaciones y reformas en la gestión pública e, incluso, se considere como panacea de la eficacia la gestión conforme a las reglas del mercado o de la empresa privada. Se confunde o se identifica a la administración pública con una serie de “recetas” que muchas veces no son más que la expresión de principios obvios que cualquier administrador público debe tener encarnados a través del contenido de su carrera universitaria, oposiciones de ingreso y formación, pero manifestados en inglés o mediante siglas o abreviaturas incomprensibles para el ciudadano común, pero rentables académicamente o cara a la venta externa y contratación pública, dada la disposición política, cuando no ignorancia.
Desde mi formación jurídica, que no puede dejar de estar presente aun cuando analice cuestiones técnicas y de gestión, estas propuestas de modernidad que implica la manifestación de técnicas útiles y convenientes en casos determinados, hacen que el político pueda justificar en muchos ocasiones sus decisiones en una eficacia de gestión que en realidad supone que se haya prescindido de procedimientos establecidos legalmente o que se subviertan y, sobre todo, implica que la Administración deje de ser el instrumento de la acción correspondiente y el Derecho sea calificado de elemento de ineficacia o de irrealidad. La verdad es que se trata de burlar los límites y barreras que establece el Derecho a la corrupción, a las desviaciones de poder y al subjetivismo; límites y barreras que corresponde evidenciar y aplicar a la Administración o a los funcionarios públicos. Es lógico que desde estas perspectivas se denoste al funcionario, que se reste poder, por ejemplo, a los funcionarios de habilitación nacional en la Administración local o se les identifique con los “directivos” para incluirlos en la libre designación o se les considere un residuo del franquismo y, sobre todo, que, con base en los vicios de la burocracia, comunes al sector público y a las grandes empresas, se descalifique al modelo burocrático, consustancial a la Administración pública como garantía y derecho.
De otro lado, ¿cuál es la verdadera opinión de la sociedad o de los ciudadanos? ¿Se deslegitiman para ellos los poderes públicos porque no actúan como una empresa privada o con su pretendida eficacia? O ¿son esas consideraciones propias de los intereses económicos y empresariales y del sector político? Particularmente creo que los ciudadanos están preocupados de efectos más directos en su bienestar, patrimonio y derechos. La sociedad es un complejo inabarcable de intereses y sólo se individualizan estos intereses cuando se refieren al ciudadano desnudo, de su condición profesional o de los intereses de su correspondiente profesión, si ello es posible. Cuando sólo se atienden intereses corporativos y como ciudadanos, puros ciudadanos, nos sentimos maltratados, es cuando la sociedad considera deslegitimado al poder o a los poderes públicos. En definitiva, podíamos considerar que ello ocurre cuando derechos y libertades fundamentales se ven afectados o cuando se incumplen principios básicos en la organización del poder del Estado de Derecho. Lo exigible es que se respete el papel de cada Institución pública, no subvertirlo bajo el pretexto de la modernidad.