El lunes 11 de octubre de 1993, habiendo llegado a mis manos un anteproyecto de ley de función pública, que no llego a ramos de bendecir, escribía el siguiente artículo en el diario valenciano de Las Provincias:
Un anteproyecto de ley en materia de función pública ha sido anunciado en la prensa, se aprobó en el pasado Consejo de Ministros y circula ya por distintos organismos oficiales. Presentado, en principio como reforma más de la función pública, no es sin embargo más que un conjunto de medidas encaminadas a disminuir el gasto público mediante la reducción de plantillas de personal, de ahí que la cuestión de fondo del anteproyecto sean los denominados Planes de Empleo Público, que se ocuparían de modificar estructuras, suprimir incorporaciones de personal derivadas de la oferta de empleo, reasignación y traslados de personal en virtud de las modificaciones, concursos de méritos limitados, etc.
En resumen, la crisis económica se manifiesta ya en orden a la función pública y, por ello, principios o conquistas de los empleados públicos, tales como la permanencia y la inamovilidad, se verán condicionadas por los mencionados planes de empleo. Desde el punto de vista del interés público nada se puede objetar respecto de que las Administraciones Públicas racionalicen sus estructuras y disminuyan el gasto público y, por ello, hemos venido luchando muchos funcionarios desde ya hace muchos años, aun a costa de ser denostados como tecnócratas y ambiciosos del poder. Incluso aireamos nuestros propios defectos y evidenciamos la influencia que en la distorsión o desviación de los fines públicos creaban los intereses corporativos. No sabíamos todavía hasta qué punto nos iban a superar los llamados políticos.
Después de confiar en la bondad y buenas intenciones de los demás y colaborar en la adopción, en materia de función pública, de medidas racionales, según los análisis de los expertos, la triste realidad de los hechos hace que como el gato escaldado huya incluso del agua fría. Por ello no tengo más remedio que alertar sobre el gran problema que presenta la anunciada reforma y que no es otro que la incapacidad de nuestra Administración Pública para realizar un análisis racional de las estructuras administrativas y si se trata de las Comunidades Autónomas todavía más.
A estos efectos resulta significativo que en la Ley de Restricciones de los gastos del Estado de 1935, en su preámbulo, el legislador nos dijera ya lo siguiente: Si de verdad y convenientemente se quiere hacer algo serio, deberá desistirse del viejo empirismo, tantas veces iniciado, de suprimir el personal en porciones fijas, para intentar, lo primero de todo, un conocimiento exacto de nuestra Administración; después, una ordenación sistemática de los servicios, y ya, sobre estos datos, una distribución numérica del personal. Para acabar diciendo " lo que se impone es, pues, la organización científica en el régimen administrativo del Estado". En este aspecto no hemos mejorado lo más mínimo.
El anteproyecto de ley que nos ocupa en este sentido, pues, otorga una carta en blanco al Gobierno y al fundar todo el proceso en la supresión de puestos de trabajo concretos, puede dar lugar a tremendas arbitrariedades o irracionalidades. Ni siquiera garantiza que las excedencias forzosas que regula se produzcan, del mismo modo que los ingresos en la función pública, conforme al mérito y la capacidad, principio constitucional básico. Esta Ley en manos de vasallos, que no funcionarios profesionales o aplicada con criterios partidistas, puede constituir un verdadero fiasco, con el agravante de que al movernos en terrenos más o menos discrecionales para la Administración Pública, exige que los jueces tengan una mayor experiencia y capacidad en los asuntos administrativos que la que se posee de ordinario y que los abogados conozcan muy adecuadamente los entresijos de las Administraciones Públicas para poner en evidencia los quebrantamientos que se produzcan de los fundamentales principios generales del derecho. Si no hay garantías, ¡que Dios nos coja confesados¡
Sería de desear que los mismos afanes de racionalizar y los criterios empresariales afectaran a las estructuras exclusivamente políticas y sindicales, que no hace falta señalar dónde sobra gente en estas esferas.
He escogido este artículo de opinión por relacionarse, en buena parte, con los contenidos de los últimos post o entradas, en los que, de un modo u otro, se presenta la importancia de la función pública y se le distingue del mero empleo y se apunta claramente a su condición de garantía legalmente configurada en defensa del Derecho y de los de los ciudadanos y como elemento de racionalización del gasto público. Ese carácter científico de la administración pública que reclamaba el legislador de 1935, no es otra cosa que la garantía esencial de que se va actuar conforme a principios consolidados como ciertos y como una verdad y no que se obedece al capricho o a la improvisación y como también se decía eso exige de una organización al efecto. De todo eso se ha venido hablando mucho en el blog, de modo corto y fraccionado por su propia condición; pero aún así, con los años transcurridos y el número de entradas publicadas superior a 850, es posible, creo, descubrir una línea uniforme y deducir que se predica un sistema determinado, que suele tener fundamento claro en la legalidad. Todo estaba ya dicho, pues, en múltiples ocasiones, de una u otra forma.
Después de confiar en la bondad y buenas intenciones de los demás y colaborar en la adopción, en materia de función pública, de medidas racionales, según los análisis de los expertos, la triste realidad de los hechos hace que como el gato escaldado huya incluso del agua fría. Por ello no tengo más remedio que alertar sobre el gran problema que presenta la anunciada reforma y que no es otro que la incapacidad de nuestra Administración Pública para realizar un análisis racional de las estructuras administrativas y si se trata de las Comunidades Autónomas todavía más.
A estos efectos resulta significativo que en la Ley de Restricciones de los gastos del Estado de 1935, en su preámbulo, el legislador nos dijera ya lo siguiente: Si de verdad y convenientemente se quiere hacer algo serio, deberá desistirse del viejo empirismo, tantas veces iniciado, de suprimir el personal en porciones fijas, para intentar, lo primero de todo, un conocimiento exacto de nuestra Administración; después, una ordenación sistemática de los servicios, y ya, sobre estos datos, una distribución numérica del personal. Para acabar diciendo " lo que se impone es, pues, la organización científica en el régimen administrativo del Estado". En este aspecto no hemos mejorado lo más mínimo.
El anteproyecto de ley que nos ocupa en este sentido, pues, otorga una carta en blanco al Gobierno y al fundar todo el proceso en la supresión de puestos de trabajo concretos, puede dar lugar a tremendas arbitrariedades o irracionalidades. Ni siquiera garantiza que las excedencias forzosas que regula se produzcan, del mismo modo que los ingresos en la función pública, conforme al mérito y la capacidad, principio constitucional básico. Esta Ley en manos de vasallos, que no funcionarios profesionales o aplicada con criterios partidistas, puede constituir un verdadero fiasco, con el agravante de que al movernos en terrenos más o menos discrecionales para la Administración Pública, exige que los jueces tengan una mayor experiencia y capacidad en los asuntos administrativos que la que se posee de ordinario y que los abogados conozcan muy adecuadamente los entresijos de las Administraciones Públicas para poner en evidencia los quebrantamientos que se produzcan de los fundamentales principios generales del derecho. Si no hay garantías, ¡que Dios nos coja confesados¡
Sería de desear que los mismos afanes de racionalizar y los criterios empresariales afectaran a las estructuras exclusivamente políticas y sindicales, que no hace falta señalar dónde sobra gente en estas esferas.
He escogido este artículo de opinión por relacionarse, en buena parte, con los contenidos de los últimos post o entradas, en los que, de un modo u otro, se presenta la importancia de la función pública y se le distingue del mero empleo y se apunta claramente a su condición de garantía legalmente configurada en defensa del Derecho y de los de los ciudadanos y como elemento de racionalización del gasto público. Ese carácter científico de la administración pública que reclamaba el legislador de 1935, no es otra cosa que la garantía esencial de que se va actuar conforme a principios consolidados como ciertos y como una verdad y no que se obedece al capricho o a la improvisación y como también se decía eso exige de una organización al efecto. De todo eso se ha venido hablando mucho en el blog, de modo corto y fraccionado por su propia condición; pero aún así, con los años transcurridos y el número de entradas publicadas superior a 850, es posible, creo, descubrir una línea uniforme y deducir que se predica un sistema determinado, que suele tener fundamento claro en la legalidad. Todo estaba ya dicho, pues, en múltiples ocasiones, de una u otra forma.