En el blog ya hace tiempo que vengo manteniendo que en realidad no existe Administración pública y también se ha puesto manifiesto el predominio de lo político o de los políticos en todos los aspectos que corresponden a las decisiones políticas y administrativas. La actual situación económica española y las necesidades de solucionar la crisis está poniendo en evidencia una serie de actuaciones en todos estos años llamados de democracia que producen una tremenda vergüenza y que son realmente indignantes para todos. La clase política esencialmente nos deja una imagen deplorable y que no tiene justificación; basta apuntar los casos que acaba de exponer el Secretario de Estado de Administraciones Públicas. Por mi parte entiendo que en buena medida la situación proviene de la desconsideración casi total que se tiene de la función pública y del derecho de la organización, para lo que se utilizan arteramente ideas provenientes de la organización privada y de sus procedimientos de eficacia para actuar con libre albedrío y apoderarse de la organización pública como si de un patrimonio particular se tratare y sin consideración alguna a las situaciones futuras sino sólo al beneficio y utilidad inmediata y no de interés público, por tanto. Voy a reflejar a continuación algunas de la consideraciones que expongo en el Capítulo II de mi obra Juridicidad y Organización en la Administración española. En el apartado B) Autoorganización y discrecionalidad, digo:
Así, en efecto, toda la capacidad de organizar que tiene la Administración viene limitada por la ley, que establece garantías a favor de principios generales conforme a la exigencia constitucional, por ejemplo, de eficacia administrativa o racionalidad en el gasto público. La ley, en principio no habilita a la Administración para organizarse, sino que circunscribe y delimita su capacidad, y el hecho de que en esta parcela de la organización la garantía sea un ejercicio de funciones públicas no convierte claramente a éste en el ejercicio de una potestad, porque ya hemos dicho que no se traduce en la existencia de coacciones ejercitables por la propia Administración o por el poder judicial de modo directo, sino en la fijación en el ordenamiento jurídico de procedimientos o trámites que son garantías normalmente aplicables o realizables por actos administrativos o técnicos de los funcionarios. Es decir, no le convierte en una potestad en el sentido que se otorga al derecho subjetivo como poder, habilitador de una acción procesal, sino como un acto de autoridad o como una función pública, si bien aún son posibles más matizaciones que se efectuarán en otro momento.
Por ello, desde nuestro punto de vista, con carácter general, no cabría hacer referencia propiamente a una potestad de autoorganización, tal como apuntábamos inicialmente, sino más bien a una capacidad.
Más adelante insisto:
También, antes y en conexión con lo antedicho, hay que resaltar que si realmente la determinación de lo que es organizativamente procedente es una cuestión profesional y técnica, es por tanto una función propia de profesionales de la Administración pública, es decir, de los funcionarios o empleados públicos y en la medida que el juicio profesional deba figurar en garantía de los intereses públicos o reglas y normas establecidas, dicho juicio es un acto de autoridad y no sólo técnico sino jurídico en virtud de la garantía que supone y si los Tribunales de Justicia no se consideran capaces de sustituirlo sólo cabría exigirlos como parte sustancial de las decisiones administrativas, de ahí que prediquemos que resulta ser una función legislativa el establecimiento de dicha garantía para que pueda ser eficaz y controlable.
En consecuencia, si se supera el concepto del derecho subjetivo como única preocupación y el de la potestad organizatoria de la Administración como discrecional o arbitraria y se configuran, en cambio, como poderes públicos, o potestades, a las actividades administrativas dirigidas a garantizar los intereses públicos definidos por las leyes, nos encontraremos con una modificación sustancial de los conceptos restringidos del acto administrativo o de la potestad autoorganizatoria, que no podrían mantener sus actuales concepciones, ya que las potestades irían dirigidas bien a limitar o ampliar la esfera de los particulares o bien a limitar la libertad de organización de las Administraciones públicas en virtud de los intereses públicos, reglas y principios establecidos, o, lo que es igual, la potestad de organización no resultaría discrecional, sino que constituiría al contrario un límite para el poder ejecutivo, en cuanto tiene que tener su fundamento en los intereses generales y ejercerse conforme a los principios legalmente establecidos, lo que exige el mencionado establecimiento por el legislador de garantías procedimentales y poderes a favor de los funcionarios públicos y técnicos que justifiquen con sus actos la eficacia y racionalidad de la decisión. Esta atribución de poderes sí puede configurarse como una potestad de carácter doméstico o ad intra, pero supone que una parte de la organización del poder ejecutivo se impondría formalmente a otra, o garantizaría, por imperativo legal, la legalidad y el acierto de la decisión adoptada por esa otra parte de la misma organización. De ahí que, inicialmente, quepa considerar que existe una reserva de ley en la materia. Pero aun considerando que el reglamento o el legislador administrativo puede realizar la regulación o el establecimiento de estas garantías –normalmente a través de la atribución o reparto de competencias-, el problema surge cuando no lo hace y, además el legislador no ha previsto nada, en cuyo caso cualquier análisis jurídico tiene que tener una referencia o fundamento jurídico en la Constitución, argumentando en torno al artículo 9 o al 103; pero, en consecuencia, con una mayor complejidad y nivel de abstracción.
Todo esto parece evidente que no está de moda y cabe preguntarse ¿por qué no se hace? ¿a quién beneficia? ¿quién favorece las abstracciones que habilitan la ambigüedad, el posibilismo y la corrupción? Creo que los lectores tienen la respuesta. Si lo pensamos bien no queda títere con cabeza, es necesaria una regeneración moral y una adecuada aplicación de los principios que rigen la administración y la gestión de lo público. La autonomía no es un cheque en blanco, ni la inexistencia de controles. No se es soberano para hipotecar el patrimonio público ni el futuro de la generaciones venideras. Eso no es política.