En las propuestas de modernización de la Administración pública y en las medidas para establecer su eficacia aparece siempre la de la desjuridificación; es decir, se propone que se eliminen reglas y normas a la hora de administrar. Pero como el objeto de mis reflexiones es la Administración pública y ésta, al analizar el modelo burocrático, se ha señalado que se caracteriza, en sus aspectos fundamentales como tal, por su conexión con la eficacia del Derecho, resulta que dicha propuesta de desjuridificación ha de ser analizada en los límites que resulten adecuados a la condición de poder jurídico de la Administración pública, como parte del Poder ejecutivo y en un Estado de Derecho.
Por tanto, de nuevo nos vemos obligados a distinguir en el seno de la actividad administrativa aquella que tiene naturaleza jurídica de la meramente administrativa o de carácter organizativo. Para tratar o aplicar una desjuridificación en las Administraciones públicas hay que analizar o establecer primero el alcance o significado de la juridificación. En este sentido, en términos generales hay que entender que juridificar significa establecer normas que rigen conductas. El problema a efectos del buen administrar, que es una conducta más, sería que la juridificación se exceda en su finalidad y adecuación al fin realmente perseguido, convirtiéndose en un factor de ineficacia o irracionalidad. El problema, también, desde la perspectiva de la Administración pública es la delimitación de lo jurídico, pues el Derecho administrativo nos muestra dos vertientes: una que se dirige a regular las relaciones con los ciudadanos y que representa la eficacia del Derecho o de las leyes y, otra, que dirige la organización de la Administración pública, entendiendo comprendidas en dicha organización: las formas o procedimientos, la distribución de competencias, la estructuración orgánica y la creación de unidades con autonomía, etc.
Aquella actividad que en relación con el Derecho se dirige a los ciudadanos y delimita o afecta a sus derechos y obligaciones constituiría lo jurídico en sentido estricto. De modo que el derecho de la organización, o sea las normas que regulan la organización, no se mostrarían como lo jurídico en dicho sentido estricto sino como derecho que no afecta directamente a los ciudadanos, salvo en los aspectos garantes que mantienen, por ejemplo, los procedimientos establecidos y el reparto de competencias. En este sentido, pues, el defecto de la juridificación se manifestará más en los aspectos organizativos o en el exceso de creación del derecho de la organización, cuya finalidad no es la de regular relaciones con los ciudadanos sino de establecer reglas de eficacia administrativa o de buena administración.
Pero, en la Administración pública, la cuestión se complica y entremezcla, ya que los funcionarios contribuyen a la elaboración del Derecho, tanto en las propuestas de ley o en la regulación de materias reservadas a dicho tipo de norma, como en la confección de las disposiciones generales y reglamentos de sujeción especial, que siguen, formalmente y en principio, afectando a derechos de los ciudadanos, como en los reglamentos administrativos o de organización que sólo deben afectar al ámbito interno y no pueden modificar el patrimonio jurídico de los particulares, ni declarar derechos y obligaciones. En esta contribución de los funcionarios a la confección del Derecho puede ocurrir que se establezcan regulaciones que se dirigen a la propia organización y no a los ciudadanos, ni siquiera indirectamente. En estos casos, cuando la regulación se realiza en norma con rango de ley, lo regulado debe ser esencial, comprendido en la reserva de ley, y estar claramente determinada su bondad y la necesidad de permanencia de lo decidido, pues si no es así habremos juridificado y con ello constreñido a la Administración, de modo que aplicando la ley se introduce un factor de irracionalidad y de ineficacia y no aplicándola se incurre en una irregularidad jurídica que puede ser sancionada por los Tribunales de Justicia.
El problema es que este tipo de juridificación se produce más de lo que parece, pues los funcionarios en su conducta burocrática, que no jurídica, llevan a la ley decisiones que realmente obedecen a sus intereses o que tratan de solucionar problemas de gestión o conflictos que se presentan en su actividad, incluso con la intención de modificar para el futuro decisiones jurisprudenciales que no han sido favorables a la acción realizada. De este modo, en ocasiones se produce el fenómeno contrario al anterior, se regulan por reglamento materias en realidad reservadas a la ley y se introducen para el futuro conflictos importantes y nulidades del reglamento. Este tipo de desviaciones ocurren con más frecuencia cuando no hay directivos públicos, sino que predomina la politización en el ápice de la organización administrativa o los directivos son reclutados en la esfera privada, sin experiencia en la administración pública propiamente dicha. Esta tendencia a juridificar es todavía mayor cuando el instrumento a utilizar es el reglamento, pues en dicho caso la decisión se toma en el seno de la propia Administración pública y, entonces, reglamentos jurídicos y administrativos se confunden y la norma regula tanto aspectos jurídicos como simplemente organizativos y toma decisiones que tratan de eliminar realmente los procesos de decisión ordinarios y los problemas que ello supone. La decisión deviene anónima y para todos los casos y el responsable de los errores es el reglamento y no el funcionario. Este sistema por el que el funcionario toma decisiones elimina en parte el papel del directivo y se remite a la norma, la cual no teniendo contenidos jurídicos acaba siendo derecho aplicable, salvo que contradiga el Derecho o las normas de rango superior y jurídicas y, además, ello se aprecie.
Una vez más la carencia de directivos o su falta de preparación y experiencia lleva a que el funcionario al que no corresponde decidir, pero al que afectan las decisiones del superior, decida, realmente, conforme a su opinión en el reglamento y a través de su contribución en la confección del borrador. De este modo se pueden incluir en las normas cuestiones que no deben consolidarse como derecho sino dejarse a los procesos de decisión, de modo que cualquier cambio en las circunstancias se ajuste mediante la decisión directa y no mediante cambios normativos sujetos a procedimientos formales y lentos.
Como me estoy alargando en exceso, dejaremos la cuestión, resumiendo que una labor clara de los altos funcionarios y directivos públicos es la de procurar que no se lleven a la norma cuestiones que no se ajusten al rango correspondiente y a la materia a él reservada o que no deben ser objeto de la decisión por norma por no ser cuestiones inamovibles y estar sujetas a variación en breve tiempo y, sobre todo, que el funcionario, en desviaciones propias de comportamientos burocráticos, no eluda responsabilidades llevando la decisión a una norma. Pero para ello es preciso una Administración más profesional, menos de confianza o, al menos, no politizada.