Las reflexiones de mi anterior post sobre la crisis y la función pública me conducen a otras sobre el acceso a los puestos de trabajo en la Administración pública y me refiero al acceso y no al ingreso porque no se trata de analizar o de referirme a las oposiciones propiamente dichas o a las pruebas selectivas en sí, sino a la situación que la crisis provoca de que la Administración pública se convierta en objeto de deseo o en la posibilidad más clara de acceder a un empleo y de carácter permanente. Ya no se trata sólo de evidenciar el privilegio de los funcionarios ante dicho carácter permanente de su trabajo, sino de simplificar o facilitar el acceso a los empleos públicos bajo argumentos de racionalidad muchas veces lógicos y medidas quizá necesarias.
Es normal que en tiempos de crisis económica, en los que el mercado no ofrece empleo y el paro es mayor, muchos miren hacia a la Administración pública y lo hagan desde perspectivas muy distintas de las existentes en tiempos de bonanza. El acceso a la función pública se presenta más con carácter de necesidad y no tanto como la aventura o proyecto del estudiante que ha acabado unos estudios y que, sin mucha perentoriedad, decide preparar unas oposiciones.
En esos momentos de dificultades se plantean con más razón cuestiones tales como el concepto restringido de la función pública y la consecuente distinción entre funcionarios y empleados o la pretensión de una laboralización de empleos, como medio de restringir al máximo el carácter permanente del empleo o de aplicar en la Administración pública las normas propias de la legislación laboral o de derecho privado. Basta recordar lo dicho al respecto por el Estatuto Básico del Empleado Público aquí. También, esta propuesta, no cabe duda, conlleva la posibilidad de una mayor movilidad entre el sector privado y el público; pero en tiempos de penuria pensando más en el acceso al sector público que en la escapada del mismo hacia el sector privado.
Es también lógico que en dichos momentos se ponga en evidencia la irracionalidad de los programas de oposiciones y de sus pruebas y la influencia en todo ello del corporativismo y de la estructura corporativa de nuestra función pública. También, en consecuencia, se manifiesta la irracionalidad de que el simple concurso no sea el procedimiento más adecuado para incorporar profesionales con experiencia en el sector privado para ejercer las mismas actividades de su profesión, pero en la Administración pública. El factor del puesto de trabajo se presenta como un elemento de gestión y de acceso aparentemente más racional, aun cuando sus efectos sobre la movilidad en el seno de la Administración, una vez se ha accedido a ella, pueda ser menor que la que proporciona un sistema corporativo de agrupación de puestos y de amplios y generales programas de oposiciones.
Al fin y al cabo, el principio básico o principios que, al respecto, contiene la Constitución es el de mérito y capacidad, unido al de igualdad que predica su artículo 23 .2 tanto para las funciones como para los cargos públicos. Por lo tanto, los procedimientos que la legislación actual mantiene pueden cambiar, claro que cambiando la ley, siempre que se mantengan estos principios. El problema es que en aplicación de estos principios y en el desarrollo legal se añaden procedimientos y formas que traen causa en diferentes motivos o razones. Principalmente, creo, en la desconfianza existente respecto de los políticos y de la tendencia de éstos al partidismo, clientelismo, amiguismo, etc. La lucha histórica para acabar con las cesantías esta ahí y la inamovilidad de los funcionarios públicos como consecuencia también. Existen además también intereses burocráticos, bien corporativos, bien de simple facilidad para la gestión de personal o de eficacia en la misma, que influyen en los contenidos de los programas de las pruebas selectivas y en su irracionalidad. Sevach nos pone de manifiesto algún caso evidente y alguno respecto de las pruebas para puestos laborales, sobre los que también cuento con anécdotas similares.
Pero, la cuestión no se reduce a las funciones públicas sino también a los empleos de carácter laboral a los que el legislador, no la Constitución, extiende los mismos principios que se aplican para el acceso a los puestos funcionariales. Hay que considerar que por razón de la desconfianza hacia los políticos ya señalada y en evitación de convertir a la Administración pública en un mercado de favores y dependencias y despidos injustificados. Al fin y al cabo es lógico que siendo empleos costeados por presupuesto público, en la mayoría de los casos, y no por actividades mercantiles, la más consecuente equidad conlleve también un grado de permanencia y de evitar ceses libres en los citados empleos y en favor de los empleados laborales. La Administración pública no puede ser patrimonio, ni propiedad de grupos, partidos, cuerpos, sindicatos, etc. y tiene prohibida la arbitrariedad.
En resumen, los principios básicos señalados no pueden ser eludidos en ningún caso, quizá, y por tanto no lo aseguro, sólo en los empleos de empresas públicas sostenidas por sus ingresos y que actúan en el mercado, la equiparación con una empresa privada sea posible. Pero no puedo evitar pensar que precisamente los principios señalados y la inamovilidad son más “progresistas” que un sistema de empresa de “empleados” y “dependientes”, además, de empresarios políticos. Puede que la eficacia sea más fácil de conseguir porque la obediencia está garantizada y no necesitas expedientes y pruebas para justificar un despido. La Administración pública precisa pues de mayor preparación y técnica para establecer procedimientos que garantizando los principios básicos procuren igualmente la máxima eficacia. Hay, pues que racionalizar, pero hay también que evitar el caciquismo, el clientelismo, etc. en el acceso a los empleos públicos, a lo mejor no tanto con cautelas previas y fuertes sino también con sanciones firmes para los que quebranten dichos principios y reglas de acceso por igualdad, mérito y capacidad. Pero, desgraciadamente, la cautela establecida en la ley resulta hoy por hoy un sistema más garantizador que la represión al infractor o cacique.
Pero es que, finalmente, hay que considerar que también en tiempo de crisis se reclama la racionalidad aplicada al volumen y estructura de cada Administración pública y al número de funcionarios y empleados estrictamente necesarios y también la remisión al sector privado de actividades desarrolladas por el sector público, no sólo como elemento de eliminación de gasto y presupuesto sino también como modo de reactivación del mercado. En fin, todo un complejo de recetas socialistas y liberales que se confunde y entremezclan cuando nos referimos a la administración de lo público y de los intereses generales.