miércoles, 18 de noviembre de 2020

DERECHO Y ORGANIZACIÓN: LOS LÍMITES DE LAS POTESTADES ADMINISTRATIVAS.

  

Voy a seguir exponiendo partes del Capítulo II de mi trabajo u obra sobre Juridicidad y organización en la Administración española, en el que se trata de los conceptos básicos del Derecho administrativo y sus matizaciones y relaciones con la organización. Aprovecho así, mi repaso de lo escrito y figurante en la web del despacho de mis hijos para repasar lo dicho, actualizar en parte y, sobre todo, finalizarla en los capítulos previstos, y al mismo tiempo aprovechar lo escrito para este blog y olvidar la triste situación política que yo siento.

Del reglamento ya visto en parte, paso al concepto de potestades y esas relaciones con lo jurídico y lo organizativo:


3.4.- Los límites de las potestades administrativas.

 

De lo expuesto respecto de las potestades administrativas podemos resumir o destacar que su causa u origen es social, en cuanto se dirigen al cumplimiento y efectividad de los intereses generales o públicos, y esa causa es la que determina, a su vez, la habilitación legal a la Administración para su ejercicio y, también, que su vertiente de acción dirigida a limitar los derechos subjetivos haya sido la mayormente expuesta por la doctrina. Pero es, igualmente, el interés público el factor que determina que las denominadas potestades discrecionales encuentren también su límite. Del mismo modo, desde otro punto de vista general, las potestades se manifiestan como componente principal de la denominada coacción social.

 

Lo antedicho lleva a considerar cuáles son los límites de las potestades administrativas, pero sobre todo, lo que más importa, cuáles son los de aquellas que se consideran incluidas en las denominadas potestades discrecionales; básicamente, pues, los límites de la que se ha dado en llamar potestad organizatoria, la cual es, dada la relación entre derecho y organización que se trata de analizar, la que más nos interesa.

 

A) Los límites de las potestades administrativas con carácter general.

 

Desde el punto de vista del concepto estricto de potestades como poder otorgado a la Administración para limitar o condicionar los derechos de los ciudadanos en función de los intereses generales, el primer límite es que del ordenamiento jurídico primario resulte atribuida la potestad a la Administración pública correspondiente. Los problemas que plantea esta cuestión son los relativos a determinar si el ordenamiento jurídico otorga o no la potestad, puesto que dicha atribución no se realiza siempre por el legislador de forma tan expresa como hemos visto que lo hace el artículo 4 de la Ley 7/1985 de Bases del Régimen Local, ya en sí mismo abstracto pues no establece competencias concretas, sino que en caso de la atribución genérica es precisa una deducción derivada del análisis de las leyes que atribuyen competencias a las Administraciones públicas. Las competencias y los fines delimitados por las leyes es lo que permitió establecer y abstraer la existencia de potestades concretas en favor de las Administraciones, de ahí la conexión que la doctrina establece entre el concepto de potestades y el de competencias, cuestión en la que insistiremos al analizar éste último en otro punto.

 

De otro lado, en la determinación de la existencia o no de una potestad a favor de una Administración, cuando de ninguna norma concreta se deduce una atribución expresa, es donde el concepto de los fines públicos juega su papel. Trataré de explicar esta cuestión, ya apuntada al analizar el reglamento como norma y señalar, entonces, que la inexistencia de una regulación u ordenación jurídica no puede determinar la inactividad de la Administración. En dicho momento, también apuntaba que el control de la legalidad de la actuación administrativa se tendría que realizar partiendo de su ajuste a los principios generales que se encierran en el ordenamiento jurídico y concluía que esta postura es más congruente con la característica del Poder ejecutivo como elemento básico para la eficacia y realidad de los intereses públicos, superándose así el límite del derecho subjetivo.

 

En general, el legislador y los agentes jurídicos (Tribunales, doctrina, etc.) cuando se refieren al sometimiento al derecho de los poderes e instituciones públicas, emplean términos tales como: ordenamiento jurídico, ley y Derecho, con mayúscula. La variedad de la terminología o el empleo de uno de ellos con mayúscula o sin ella, plantea una serie de dudas, en cuanto puede entenderse que la utilización tiene un carácter indistinto o que, por el contrario, cada término tiene un significado concreto y diferente de los otros. Así, por ejemplo, en general cuando se utiliza el término “ley” o el de “leyes”, se entiende que en el concepto se incluyen los reglamentos y no así cuando se utiliza, genéricamente, el término “Ley”. Sobre el concepto de ordenamiento jurídico y su conexión con el de fuentes del derecho ya hemos realizado referencias con anterioridad, pero en orden a la cuestión de los límites de la actuación de la Administración, cabe entender que el concepto se utiliza más bien en sentido positivista, como conjunto de normas positivas; sobre todo, cuando junto a él en otros momentos se utiliza el término Derecho, el cual puede adquirir un sentido más omnicomprensivo e incluyente de los principios generales del derecho, incluso en su acepción de derecho natural. Un ejemplo, que nos puede ser útil es el de los artículos 9 y 103 de la Constitución; así, el primero somete a los poderes públicos a la misma y al resto del ordenamiento jurídico; mientras que el segundo somete a la Administración pública plenamente a la ley y al Derecho.

 

El ordenamiento jurídico respecto de las Administraciones públicas determina, como decíamos, sus fines y competencias y, al hacerlo, hay que entender que aquéllas deben actuar para su cumplimiento. Cuando la competencia no aparece clara, pero sí está claramente determinado el fin, hay que entender que se ha habilitado a la Administración para actuar y que   si en la actuación precisa o necesita de la utilización del poder, también se le han otorgado implícitamente las potestades necesarias para la efectividad de aquél[1]. Por ello, la existencia o no de potestades requiere de un análisis total del ordenamiento jurídico y no es el resultado sólo de atribuciones concretas, expresas o pormenorizadas. Pero, tal como también hemos apuntado, la consideración de la existencia o no de una potestad depende, muchas veces, de que el sujeto que realiza la apreciación tenga como punto de vista principal el derecho subjetivo o, por el contrario, contemple la vertiente de los intereses generales y los fines públicos. En todo caso, es indudable que debe producirse un equilibrio, pero cuando existe un conflicto entre dicho derecho subjetivo y los intereses generales deben predominar éstos y cuando ellos requieren de una actuación administrativa para su eficacia, ésta no puede ser impedida mediante un análisis reglamentista del ordenamiento jurídico, exigiéndole precisiones y concreciones exactas o competencias perfectamente delimitadas.

 

Resulta así que realmente la referencia que la doctrina jurisprudencial o la jurídica en general realizan de los derechos adquiridos, como concepto que se presenta frente a la potestad organizatoria, no tiene una verdadera razón de ser y que perfectamente se puede hacer referencia en estos casos a derechos subjetivos, pues el límite no es la organización sino el interés general. Los derechos subjetivos, pues, también están limitados por los intereses generales.

 

Conviene aquí realizar una reflexión en torno a la posibilidad de que las Administraciones públicas puedan otorgarse potestades administrativas a través de reglamentos, tal como García de Enterría considera[2], pues en el mantenimiento de esta postura tienen indudables repercusiones cuestiones tales como la reserva de ley, la inactividad administrativa antes apuntada, las situaciones de sujeción general o especial de los afectados, la eficacia de los derechos fundamentales, la existencia de fines y obligaciones a cumplir por las Administraciones públicas, etc. De modo que, no podemos considerar que el reglamento atribuya potestades en materias reservadas a la Ley, pues en dichos casos es la norma con dicho rango la única que puede otorgarlas; sin embargo cuando el ordenamiento jurídico, tal como decíamos antes, ha señalado unos fines que cumplir y unas obligaciones, aun cuando sean genéricas, a las Administraciones públicas, es indudable que el reglamento puede concretar las potestades dirigidas a hacer efectivos fines y obligaciones, siempre que los aspectos limitativos de los derechos de los ciudadanos afectados estén predeterminados legalmente; es el caso de las relaciones de sujeción especial. En orden a la prestación de servicios públicos o en el campo de la creación y reconocimiento de derechos o en el de la organización administrativa también el reglamento puede concretar potestades. Sin embargo, como cabe deducir del análisis que con posterioridad se realiza del concepto de función pública, la defensa de determinados intereses generales declarados en la Constitución y en las leyes depende del establecimiento por el legislador de procedimientos y trámites concretos con dicha finalidad y de la configuración de actos de trámite preceptivos que cabe configurar como poderes o potestades pero “ad intra”, como ya hemos manifestado. Y, en este sentido, y dada la dependencia de los funcionarios respecto del nivel político, no resulta plenamente satisfactoria una concepción de la potestad organizatoria por la cual el poder legislativo considerara competencia del reglamento y, por tanto, del poder ejecutivo el establecimiento de estas garantías procedimentales que en realidad lo son de intereses que corresponde salvaguardar a la Ley, pues, tal como hemos dicho, si ésta no lo hace y el reglamento tampoco, los intereses públicos no quedan salvaguardados.

 

Se produce, pues, en cierto modo una paradoja ya que en virtud de poner de manifiesto que la Administración no puede limitar derechos subjetivos si no le habilita la Ley, por generalización se puede llegar a exigir siempre de una Ley para cualquier actuación de la Administración, incluso cuando se actúa en defensa de derechos subjetivos o fundamentales y, en cambio, se puede considerar normal, al no afectar directamente a derechos subjetivos, que la protección de intereses generales no sea una reserva de ley, ya que la Administración sí está legitimada para defenderlos con carácter general o dicho, de otro modo, porque constituyendo su competencia esencial y su razón de ser, no necesita habilitación salvo cuando limita derechos subjetivos. De este modo, si el poder legislativo renuncia al diseño legal de garantías y el poder ejecutivo no las establece, los intereses generales pueden quedar sin efecto. Y, finalmente, el poder judicial no tendría más asidero legal para defender dichos intereses que la abstracción de la Constitución para determinar si existe una actuación contraria a Derecho, tal como ya hemos apuntado anteriormente, con el agravante de que en la mayor parte de los casos se trataría de juzgar una inactividad o falta de actuación concreta y, además, normalmente, de carácter normativo o regulador. En definitiva, de lo dicho, hay que concluir que corresponde a la Ley o constituye una reserva de ley, la atribución de potestades o garantías a favor de la Administración frente a la otra parte del Poder ejecutivo, pero sin que pueda considerarse, en el sentido tradicional de la reserva de ley, como una exclusividad competencial del legislativo en la materia que elimine la posibilidad de reglamentación, sino como la fijación de una obligación de la Ley en evitación de una desregulación y una ausencia de defensa de los intereses públicos o generales y como una medida de equilibrio entre las competencias de las dos partes del Poder ejecutivo[3]. Cuando, por el contrario, el reglamento pueda diseñar una organización que no satisfaga las garantías a favor de una actuación legal de la Administración o favorable a los intereses públicos, si de la norma con rango de ley no se deduce un precepto en el que apoyar la contrariedad a derecho, sólo queda, como se ha reiterado, el apoyo en la Constitución y el análisis de la decisión para determinar su posible inconstitucionalidad. Sólo el acudir a este tipo de solución permite que la falta de regulación o disposición por el legislador parlamentario evitara que el reglamento pueda establecer las garantías, pero también permite controlar la regulación orgánica por reglamento si tampoco las define o bien las contraría. En todo caso, si es el reglamento el que establece las garantías, no establecidas por el legislador, y lo hace conforme al cumplimiento de fines perseguidos en el ordenamiento jurídico, esta actuación no puede considerarse contraria a Derecho.

 

Finalmente, por lo que se refiere a la efectividad y protección de derechos fundamentales no sólo son posibles potestades por vía reglamentaria, sino que en mi opinión es posible la acción directa en cumplimiento o aplicación de la Constitución como norma.

 

En definitiva, la existencia o no de un límite en el ordenamiento jurídico para el ejercicio de potestades administrativas depende en mucho de la formación del sujeto que ha de realizar la apreciación y del sentido que otorgue al ordenamiento jurídico.

 

Adentrándonos de modo más concreto en los límites de las potestades administrativas, la doctrina ha venido fijándolos en dos sentidos básicamente; uno, en orden a determinar si la potestad y competencia ejercidas en limitación de un derecho subjetivo lo han sido con fundamento o no y, otro, en cuanto a poner freno a la discrecionalidad y arbitrariedad de las Administraciones públicas, lo que conlleva el determinar los límites de la potestad organizatoria.

 

En el primer aspecto, toda potestad requiere que se ajuste al fin para el cual ha sido otorgada, sin que se produzcan, pues, desviaciones de poder. Como toda potestad de carácter limitativo el ajuste al fin determina, a su vez, que los hechos que desencadenan su ejercicio sean también los previstos normativamente y hayan acaecido en la realidad y, finalmente, se requiere que la ejerza el órgano competente para ello; siempre con las matizaciones que el ordenamiento jurídico ofrece en torno a la incompetencia como vicio productor o no de una nulidad de pleno derecho. En íntima conexión con todo lo antedicho, también se exige que se haya seguido el procedimiento administrativo establecido en cuanto a sus requisitos esenciales. En este sentido, la derogada Ley Reguladora de la Jurisdicción contencioso - administrativa en su exposición de motivos evidenciaba su ánimo de reducir al máximo los actos de naturaleza administrativa que no se sometieran a la jurisdicción contencioso - administrativa y respecto de la discrecionalidad decía concretamente lo siguiente: "Al relacionar los actos excluidos de fiscalización contencioso - administrativa, la Ley no menciona los actos discrecionales. La razón estriba en que, como la misma jurisprudencia ha proclamado, la discrecionalidad no puede referirse a la totalidad de los elementos de un acto, a un acto en bloque, ni tiene su origen en la inexistencia de normas aplicables al supuesto de hecho, ni es un << prius >> respecto de la cuestión de fondo de la legitimidad o ilegitimidad del acto.

La discrecionalidad, por el contrario, ha de referirse siempre a alguno o algunos de los elementos del acto, con lo que es evidente la admisibilidad de la impugnación jurisdiccional en cuanto a los demás elementos…"

 

Fin, hechos, competencia y procedimiento, pues, se configuran como presupuestos esenciales para el ejercicio de toda potestad administrativa, pero en especial constituyen los elementos reglados por los que toda potestad o actividad discrecional puede ser controlada. Sin embargo, de la citada exposición de motivos de la Ley Reguladora de la Jurisdicción contencioso - administrativa de 1956, también queda claro que el límite principal es el ajuste o no a Derecho del acto y así nos decía: "La discrecionalidad, en suma, justifica la improcedencia, no la inadmisibilidad, de las pretensiones de anulación; y aquélla no en tanto el acto es discrecional, sino en cuanto por delegar el Ordenamiento jurídico en la Administración la configuración según el interés público del elemento del acto de que se trata y haber efectuado el órgano con arreglo a Derecho, el acto impugnado es legítimo."

 

Vemos, pues, que el interés público, cuya configuración se encomienda a la Administración, es la primera razón de que aparezca la pretendida discrecionalidad; es decir, constituye el primer fundamento; pero ello no supone que dicha configuración no deba realizarse conforme a Derecho; o sea, teniendo en cuenta todos los principios técnicos o generales que, recogidos por las normas, condicionan o limitan la actividad administrativa.

 

El límite propio y natural de la actividad discrecional es que se cumpla el interés público que se persigue; interés público que por razones técnicas precisa de una apreciación de la Administración y sólo cuando resulte que el interés público se cumple o cuando técnicamente no pueda contestarse la apreciación realizada, hay que considerar que no puede discutirse la decisión administrativa. Lo que ocurre es que así como en el derecho privado las apreciaciones técnicas o peritajes resultan de actividades profesionales corrientes en la sociedad, en la administración pública, la apreciación técnica puede ser, además, propia y singular del campo público, de modo que el peritaje debería ser realizado por un especialista en la gestión administrativa pública, que como funcionario no suele o no puede acudir al proceso judicial como perito; cuando, además, puede ser que el establecimiento del criterio técnico o del procedimiento para su especificación y manifestación también sea labor funcionarial a través de la proyección de reglamentos o trámites concretos de procedimientos administrativos. Es así como el juez que en el ámbito civil no tiene inconveniente en juzgar con fundamento en criterios técnicos de profesionales o peritos no juristas, sí los tiene respecto de actos administrativos de raíz técnica, creyendo que de sustituir su criterio administraría y no juzgaría o, simplemente, porque no puede alcanzar a descubrir el criterio técnico que no ha definido el legislador.

 

La solución a este problema viene establecida en Derecho administrativo por las normas de procedimiento y por el concepto estricto de la función pública que en otro punto analizaremos, por los cuales el peritaje se traduce en el informe técnico y en las propuestas de resolución que deben obrar en los expedientes administrativos y fundamentar las resoluciones y actos administrativos, sin perjuicio de la posibilidad de regular mediante reglamentos administrativos los procedimientos técnicos o garantías correspondientes. En todo caso, la motivación de la decisión o del acto administrativo discrecional exigida hoy por la legislación de procedimiento administrativo constituye una obligación basada en la garantía de acierto y de la satisfacción de los intereses públicos. Tampoco hay que olvidar, pues, lo ya dicho respecto de la obligación del Poder legislativo de velar por el establecimiento de las garantías a favor de los intereses públicos mediante la fijación o exigencia de procedimientos o trámites para ello, lo que, en el fondo constituye una atribución de poder en uno de los elementos del Poder ejecutivo que es la Administración y una limitación del poder del otro, constituido por los órganos de gobierno.

 

Pero hoy es cierto que estimo que se ha abierto una brecha en los límites a las potestades discrecionales, pues existe un calculado sistema de legislar en forma demasiado abstracta y general, otorgando a las Administraciones públicas, sobre todo en algunos campos de la subvención o de actos que se consideran como sujetos al derecho privado, un margen aparentemente muy amplio de actuación y discrecionalidad, y considerando que la ley que ampara la actuación es la de los presupuestos públicos anuales correspondientes y los créditos generales destinados a esas actividades, bien de subvención, bien de aval o bien de financiación, por ejemplo. En estos casos en los que la corrupción ha irrumpido con fuerza es donde ha de ser riguroso el establecimiento de una reserva de ley, de la clara determinación del fin público e interés público que en cada caso se sigue y de los procedimientos y garantías a seguir; de modo que la acción sea controlable y, en su caso, exigibles las responsabilidades correspondientes. Por tanto, no se puede considerar cumplida la reserva de ley con la simple inclusión de créditos globales en la ley de presupuestos o listados de los beneficiarios, sin apoyo en la autorización de una ley especial para ello, que motive y establezca la existencia del interés público que justifica la dotación y el gasto. Los valencianos tenemos reciente, aun cuando sea en primera instancia judicial, el ejemplo de la suspensión de un aval  concedido por un organismo público (instituto financiero) a una fundación de un club de futbol para adquisición de acciones de dicho club; cuestión que provoca la reflexión en torno al interés público existente y fin público al que acudir como justificante de la acción. Hoy la crisis económica hace más evidentes las alegrías con que se actúa y las discrecionalidades que conducen a la desviación de poder.

 

Introducidos ya en el campo relativo a las potestades discrecionales y en él que constituye objeto principal de nuestro análisis la potestad organizatoria, es por lo que a continuación abordaremos la cuestión respecto de ella


[1] La importancia del fin como elemento de control del adecuado ejercicio de la potestad o de la existencia o no de discrecionalidad es puesta de relieve por toda la doctrina, pero resulta interesante la lectura del trabajo de Santiago González – Varas Ibañez, El control judicial de la discrecionalidad administrativa a la luz de la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea y otras enseñanzas procesales del Derecho Comunitario para el proceso administrativo español ( Informe para el Parlamento Europeo acerca del futuro de la política social comunitaria); Revista de Administración Pública, núm. 135; septiembre - diciembre 1994, pp 303 a 339; en cuanto entre los criterios que, para el control de la discrecionalidad cuando el sujeto obligado tiene discrecionalidad para actuar, destaca el fin y su conexión con la desviación de poder.

[2] Véase García de Enterría, op. cit.. Tomo I, p. 441

[3]  Esta cuestión de evitar la inactividad administrativa o su ineficacia ha sido vista por Schmidt-Assmann, Op. Cit. P.26, cuando dice: En suma, pues, el Derecho administrativo ha de satisfacer una doble finalidad: la ordenación, disciplina y limitación del poder, al tiempo que la eficacia y la efectividad de la acción administrativa. Ello obliga, entre otras consecuencias, no sólo a utilizar el canon de la prohibición de exceso (principio de proporcionalidad), sino también el de la prohibición de defecto.

Por mi parte, en mi actividad de asesor jurídico en una Conselleria de la Generalitat Valenciana, he sido testigo de qué manera a través de los reglamentos orgánicos, atribuían o dejaban de atribuir competencias a  determinados órganos, incrementando su poder interno o evitando cuestiones conflictivas o cómo se vaciaba, a voluntad, al Servicio jurídico de competencias de informe, según pudieran resultar de mayor o menor conflictividad con el poder político, dejando en poder de éste la decisión de remitir o no los recursos administrativos a informe y hurtando, pues, al posible proceso contencioso el informe- garantía que supone la intervención del citado Servicio. Decisiones que eran puramente burocráticas y no políticas.

 En otra entrada, más, sobre los límites de la potestad organizatoría


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