lunes, 30 de noviembre de 2009

LAS CONTRADICCIONES DEL ESTATUTO BÁSICO DEL EMPLEADO PÚBLICO

Prometía al referirme al régimen jurídico de la función pública tratar las contradicciones del Estatuto Básico del Empleado Público y tras exponer la preferencia que, en su Exposición de motivos, el legislador manifestaba a favor de la legislación laboral, preferencia que concibo, dado el tono general de la Exposición, ha de considerarse que lo es también a favor de modelos de gestión propios de la empresa privada. Sin embargo, nada de ello se manifiesta luego claramente en el contenido del artículado. En todo caso se hacen simples guiños en dicho sentido, de los que creo que el que más se menciona a diestro y siniestro es el de la evaluación del desempeño y en un segundo término la carrera horizontal que dicen permite que el funcionario no necesite cambiar de puesto para hacer carrera.

Escribo y, perdonen vds. que no resista la tentación, y surja el sarcasmo o la ironía, porque mirando la situación en su conjunto me viene al pensamiento que ya que la carrera vertical depende del dedo, esto de lo horizontal es un medio de cobrar y echarse a dormir. No me digan nada, ya sé que la evaluación del desempeño pondrá cada cosa en su sitio, conclusión a la que ya habrán llegado si han leído mis reflexiones sobre el tema. Pero hecho este inciso veamos lo que considero contradicciones.

Así considero, por ejemplo, que existe una cuando de realiza la definición del objeto del propio Estatuto Básico del Empleado Público, según su artículo 1, porque el básico que refiere es el de régimen estatutario de los funcionarios públicos y la determinación de las normas aplicables al personal laboral; sin embargo no se trata sólo de regular una relación entre dos partes y unos derechos y obligaciones de unos y otros sino que se considera a lo largo del texto toda una serie de procedimientos de gestión que se realizan a favor del servicio a los ciudadanos, del sometimiento a la ley y al Derecho, etc. No es preciso insistir se afecta al ámbito de la gestión pública y de la buena Administración y a los intereses públicos y generales, que es precisamente la causa de que los procedimientos que se establecen sean unos y no otros. Insistiré, por tanto en el tema de los procedimientos establecidos de gestión de personal y si podían ser otros o no; no sin antes manifestar que el estatuto pretende ser general y reductor del número de leyes destinadas al los funcionarios y de sus artículos 2, 3, 4 y 5, sin perjuicio del 6 y del 7, resulta que no es así y que se mantiene un buen numero de disposiciones o leyes específicas.

Prescindo de analizar la confusión general o dispersión con la que se trata la figura del directivo público y la conexión entre la carrera horizontal y la evaluación del desempeño con la provisión de puestos de trabajo o la utilización de conceptos como mérito e idoneidad, pues ya he realizado diversos comentarios, me voy a limitar a manifestar un ejemplo de los más significativos, en el que pudiendo el Estatuto haber hecho realidad una gestión más cercana al mundo empresarial y laboral no lo hace y, en cambio, consolida sistemas tradicionales y propios del modelo corporativo.

Otra contradicción que quiero señalar es que se mantiene una configuración de la oferta de empleo público que tiene como fin el cubrir las necesidades de personal de nuevo ingreso, para lo que hay que convocar procesos selectivos para las plazas comprometidas. La oferta se aprobará anualmente. Aquí, como es lógico, por la referencia a nuevo ingreso, a plazas y pruebas selectivas, no cabe, por lo menos para mí, más que considerar que se trata de seguir alguno de los sistemas selectivos del artículo 61, referidos en su punto 6: oposición y concurso-oposición. Y, cuando una ley lo diga, el concurso. Pues bien, una cuestión que ya se planteó en la reforma de 1984, sigue aquí, complicada con el hecho de que refiriéndose al acceso al empleo público el Capítulo I del Título IV, el artículo 70, Capítuo V, al referirse a la oferta de empleo utiliza la expresión nuevo ingreso. En la reforma de 1984 el ingreso se consideraba como la superación de las pruebas selectivas, de modo que los funcionarios que accedían a otra Administración pública no ingresaban en ella. Recuerdo que en la reuniones previas a la aprobación por el Consejo Superior de la Función pública de la Ley Valenciana, al mantener ésta que el que desde otra Administración accedía a Administración Valenciana ingresaba en ella, compañeros y técnicos estatales manifestaban su oposición a que eso fuera así y que un funcionario pudiese ponerse distintos sombreros uno encima de otro según la Administración a la que fuera, por lo que el termino ingreso acabó siendo utilizado sólo para las oposiciones y se hizo referencia al simple acceso o a la movilidad de funcionarios entre Administraciones públicas y mediante los sistemas de provisión de puestos de trabajo y conforme al contenido o requisitos de las relaciones de puestos de trabajo.

En resumen, es evidente que las Administraciones públicas pueden programar cubrir sus necesidades a través de sistemas de provisión de puestos de trabajo abiertos a otras Administraciones públicas y que las plazas ofertables a personas de nuevo ingreso han de coincidir con el número de vacantes desiertas o no queridas por el personal de carrera en activo, ya que así lo exige el sistema anterior y el vigente, si bien este con menos evidencia. En consecuencia, la obligación de aprobar anualmente una oferta de empleo puede ser un disparate por no ser necesario, salvo que en el concepto se incluyan los procedimientos de provisión de puestos de trabajo o alguna Administración realizara sistemas mixtos de provisión e ingreso como los ensayados en la Comunidad Valenciana, en su momento, o hubiere habilitado órganos de selección permanentes que otorguen una habilitación o título habilitante para acudir a cualquier convocatoria.

En fin, que de adecuarse a sistemas de gestión más ágiles y de empresa privada o de personal laboral, en este aspecto, nada de nada, el Estatuto se mueve en las líneas generales anteriores y sigue empecinado en hacer del concurso como medio de ingreso un procedimiento plagado de dificultades y de desconfianza al que sólo un parlamento puede abrir camino, siendo así que para todos aquellos puestos de trabajo funcionariales, coincidentes con profesiones en el mercado, en los que podrían ser necesarios personas con experiencia, sería el procedimiento idóneo y el que seguiría una empresa cualquiera que se ajustase al mérito e idoneidad en su caso. Ha habido oportunidad de regular el concurso como forma de ingreso y se han lavado las manos. Seguro que hay razones para no hacerlo, pero que no nos vendan la cabra y se expongan dichos motivos, que no son de inconstitucionalidad. Quizá estén más en consonancia con las opiniones que Javier Rioja manifiesta, por ejemplo, en su comentario al post de Manuel Arenilla, Función Pública y Sociedad.

jueves, 26 de noviembre de 2009

LA REGULACIÓN JURÍDICA DE LA FUNCIÓN PÚBLICA II

De mi último post y de muchos de los que en estos dos años se han venido publicando y de mis trabajos en general, queda claro el concepto restringido de función pública que mantengo y la importancia que otorgo al derecho. Pero como se mantiene por las leyes un concepto más amplio de lo que es función pública y de lo que son los funcionarios públicos, hay que considerar que cuando se regula la cuestión regulamos más puntos y que establecemos parte del régimen jurídico de las Administraciones públicas y de su organización y que hay que respetar la capacidad de autoorganización de cada Administración pública. El Estatuto Básico del Empleado Público ha abordado la cuestión y en mi crítica al mismo en los comentarios que aún vengo realizando y que, con carácter general y completo, publico en la web del despacho de mis hijos (a la que remito al interesado) se tienen en cuenta los aspectos jurídicos, las garantías y los problemas de gestión que su contenido puede determinar cada Administración pública.

Pero la cuestión que me suscita el tema en relación con la organización de las Administraciones públicas, dentro de la dificultad de determinar los puntos comunes y, por tanto obligatorios, para cada Administración pública y los puntos de su libertad y discrecionalidad de organización y actuación, que están muy mal delimitados en el Estatuto Básico del Empleado Público (Defectuosa delimitación cuya manifestación me guardo para otra ocasión), es la de precisamente la relación entre lo público y lo privado en él. Relación que se produce, creo, en orden a la eficacia de las Administraciones públicas. Y no sólo porque así lo viene haciendo la doctrina sino porque el propio Estatuto, en contradicción con lo que es su contenido, en la Exposición de motivos, mantiene una clara postura a favor de la contratación laboral y su mayor proximidad a los criterios de la gestión de la empresa privada, reconociendo que por imperativo constitucional no puede ser éste el régimen general del empleo público en nuestro país.

No puedo resistirme a la crítica de lo que se expone. Primero, porque creo que no es exacto. La Constitución sólo exige la regulación del estatuto de los funcionarios, pues los que no lo sean se regirían por la legislación laboral. Segundo, porque el legislador podía regular quienes son funcionarios y quienes no y si bien apunta y dispara contra la Constitución no tiene el valor de reducir al concepto de funcionario. Tercero porque la razón de que no lo haga es precisamente que el problema no es éste sino el de la regulación del régimen jurídico de las Administraciones públicas y que existen principios de organización que no permiten la laboralización del empleo publico, pues, aún delimitado un concepto estricto de función pública y de los funcionarios, hay normas y principios políticos y de derecho público fundamentales que no permiten que la Administración pública se organice plenamente como una empresa privada y que someten a procedimientos alejados de la organización administrativa privada y de mayor complejidad y que exigen una eficacia distinta y más compleja, menos discrecional y que impide la arbitrariedad. Principios que si bien radican en la Constitución, no son un capricho, obedecen a claros derechos y garantías de los ciudadanos y al tratamiento común que cualquier país otorga y que, incluso, propugna el derecho europeo y, me atrevo a señalar, que también están presentes en las declaraciones de derechos humanos.

En definitiva, la dificultad radica en establecer las bases efectivas y no “politizadas” que determinen las pautas por las que las Administraciones públicas pueden organizarse conforme al derecho privado y que no tengan por objeto escapar de los principios fundamentales del derecho público en orden a la garantía de los derechos de la ciudadanía y de la necesidad, racionalidad y economía del gasto pùblico y de la erradicación de la corrupción y malversación de los fondos públicos, de las que tantos ejemplos surgen en la actualidad y para las que tanto se utilizan las formas de organización del derecho privado.

Además de todo esto, y como jubilado que soy no tengo intereses actuales que me impidan manifestarlo, existen alrededor de la cuestión muchos intereses que se cumplen mejor mediante la privatización de la gestión pública que mediante la aplicación de los rígidos procedimientos del Derecho administrativo o público y que han de resaltar los intereses corporativos de los funcionarios y revestir los suyos bajo la película de una mayor eficacia y mejor técnica. Lo real es que intereses los hay en unos y en otros y que, por ejemplo, en la misma consideración del directivo en la Administración pública, están presentes todos. Lo importante es, en realidad, la eficacia de las Administraciones públicas sin olvidar las bases garantes de los intereses públicos y generales que están presentes en el ordenamiento jurídico público y en ellos es precisamente donde radica la dificultad y la distinción entre la gestión de lo tuyo propio y particular frente a la de lo que es de todos y por todos se mantiene. La actualidad, repito, está poniendo de manifiesto lo bastardo de la utilización del derecho privado en lo público, cuestión que nada tiene que ver con la relación y la colaboración que debe darse entre el sector público y el privado o entre la sociedad y la Administración como sujeto presencial de los poderes públicos.

domingo, 22 de noviembre de 2009

LA REGULACIÓN JURÍDICA DE LA FUNCIÓN PÚBLICA I

La función pública y el Estatuto Básico del Empleado Público vienen siendo objeto de muchos comentarios en este blog y desde puntos de vista diferentes y también complementarios. Ya he dicho que la importante colaboración de Manuel Arenilla contribuye a que este objetivo se cumpla y cada lector, con sus experiencias propias o sin ellas, pueda ir conformando su opinión. Pero también estos comentarios provocan en mí nuevas reflexiones o la vuelta a cuestiones que siempre permanecen en la memoria. La Administración pública es un tema complejo por su análisis desde distintas disciplinas académicas y ciencias sociales, siendo necesario que se ofrezca una visión de conjunto de muy difícil construcción. Necesidad que principalmente afecta al administrador público y al cómo administrar. Por ello hay muchos que estiman que la Ciencia de la Administración debe tener un enfoque multidisciplinar; cuestión que desde mi punto de vista supera muy positivamente la construcción científica de Baena del Alcázar.

Pero no se trata ahora de reflexionar sobre la Ciencia de la Administración y su metodología, sino que la cuestión que en mí se ha suscitado con nuestros últimos comentarios es la del Estatuto Básico del Empleado Público y su necesidad y su contenido básico. Al respecto he de recordar que tres elementos intervienen directamente en la Administración pública: la Política, la Organización y el Derecho y de un modo que ha de estar perfectamente ensamblado. La Política y el Derecho, podemos decir que se presentan como factores básicos para conferir a la administración su carácter de pública, mientras que la organización, en principio, no tiene una raíz pública sino básicamente de eficacia de fines, si bien queda condicionada por el carácter de pública de la administración que se trata de organizar. Tampoco es el objeto de este post el de dilucidar las implicaciones de la relación entre política, derecho y organización en la Administración pública, pero sí el de señalar que a la hora de regular la función pública los tres factores son determinantes del contenido de la normativa correspondiente y de su alcance.

El problema actual del contenido de cualquier norma que regule la función pública en España es el de la diversidad de Administraciones públicas territoriales existente y el de su autonomía y capacidad normativa en la materia. Problema que se traduce en determinar los contenidos básicos de la regulación que corresponde al Estado o sea, realmente, en tanto la Constitución española no se modifique, la concreción de lo dispuesto en su artículo 149.1. 18ª; es decir, el establecer las bases del régimen jurídico de las Administraciones públicas y del régimen estatutario de sus funcionarios. Lo que constituye el régimen jurídico de las Administraciones públicas no es algo perfectamente delimitado, pues, incluso, podíamos considerar que es algo que queda a la determinación del legislador estatal y que, en todo caso, ha de tener en cuenta el contenido del artículo 103 de la Constitución, el del 106 y el alcance de la autonomía de las citadas Administraciones públicas territoriales. De este modo, la Política, a través del poder legislativo ha de establecer estas bases, contenidos y límites y al hacerlo organiza el Estado y a cada una de sus Administraciones públicas y fija el derecho en la materia; es decir, el régimen jurídico de las Administraciones públicas. El Estatuto Básico del Empleado Público actual es pues régimen jurídico de las Administraciones públicas y no sólo la regulación de los derechos y deberes de sus empleados o de la organización administrativa de las mismas, es una regulación de poder y el establecimiento de unas normas que obligan a cada Administración en su actuación, procedimientos y organización y no nos olvidemos que, además, según el citado artículo 149.1. 18ª han de garantizar a los administrados un tratamiento común ante ellas. El citado artículo, además, manifiesta otros puntos del régimen jurídico de las Administraciones públicas que son: el procedimiento administrativo común; la expropiación forzosa; la legislación básica sobre contratos y concesiones administrativas y el sistema de responsabilidad de todas las Administraciones públicas. La existencia de diversas leyes que se ocupan de estas materias, nos manifiesta que, en realidad, el régimen jurídico de las Administraciones públicas no es objeto de una ley específica sino de muchas y que todas ellas han de considerarse a la hora de administrar.

Señalada la complejidad del tema que comprende la del mismo administrar público y sin perjuicio de las relaciones entre lo público y lo privado que se vienen exponiendo en el blog, hay que resaltar, pues, que al regular la Administración pública se está regulando el ejercicio del poder estatal y que al regular la función pública, no el empleo público, que en el sentido del poder sería tema menor, también, si se concibe como toca y con el carácter restringido que para mí tiene, se regula dicho ejercicio, pero no sólo en el sentido de actuaciones limitativas de los derechos de los ciudadanos o de sus obligaciones, sino en el de la garantía del ordenamiento jurídico en general, en todo lo que constituyen fines públicos y derechos de los ciudadanos.

Sin perjuicio pues de que en la organización de las Administraciones públicas se han de establecer los cauces de la relación imprescindible entre el poder y la sociedad y de que en la organización administrativa existen técnicas y principios comunes con la actividad privada, es indudable que mi concepción de lo público determina precisamente la consideración de ejercicio del poder público y de la garantía del ordenamiento jurídico y ello no puede en ningún sentido determinar que la relación jurídica entre los funcionarios públicos y las Administraciones públicas que forman el Estado español se rija por los principios que por ejemplo rigen la relación entre la empresa privada y los trabajadores, pues los funcionarios públicos se someten a la voluntad de la ley y no a la del político de turno. Tema complejo, pero que hay que determinar de modo que se distinga cuando el ejercicio de una actividad en la Administración pública se relaciona con el derecho o con las garantías del ordenamiento jurídico y cuando no. Si no afectara a estos puntos, derecho y garantías, se podían, pues establecer relaciones y regímenes jurídicos equivalentes al del sector privado.

Dejo aquí, por hoy, la cuestión y otro día seguiré a ver si acierto dentro de mi estilo improvisador de establecer mi opinión y parte de los problemas de la actualidad.

jueves, 19 de noviembre de 2009

FUNCIÓN PÚBLICA Y SOCIEDAD

Se ha tratado la transcendencia política de la forma en la que se regula la presencia de la función pública en los puestos de nombramiento político. La importancia de esta presencia estriba en que colabora en conformar el nivel dirigente político de un Estado. Si se acepta esto, también se entenderá que tiene bastante interés tratar la propia composición de la función pública. Esto es, su extracción social, profesional, educativa, territorial, incluso étnica o religiosa. La cuestión de la extracción remite, en el ámbito de los recursos humanos, al procedimiento y los requisitos de selección.

Nuestra Constitución aboga por la no discriminación en el acceso a los cargos y funciones públicas, pero no prohíbe que exista una cierta discriminación positiva que compense la infrarrepresentación de determinados colectivos o minorías en la Administración pública. Esto ha venido sucediendo hasta la fecha con las personas con discapacidad, para las que el EBEP reserva un cupo no inferior al cinco por ciento de las vacantes. No se ha ido más allá en el Estatuto, en gran parte porque no es posible, pero se ha hecho la previsión de que la composición de los órganos tenderá a la paridad entre mujer y hombre. Esta medida no es imperativa y, como es fácil deducir, no garantiza que esa paridad conduzca sin más a que los seleccionados también cumplan la regla de la paridad.

Los aspectos anteriores, con tener interés, no abordan la cuestión central. Esta no es sino la representatividad de la función pública respecto a la sociedad a la que sirve. Es evidente que se trata de un tema de gran interés científico y político y que hace muchos años que no se aborda en nuestro país, pero que, por razones obvias, no se puede aquí sino apuntar.

Nuestro sistema de función pública se fundamenta desde 1964 en la posesión de un título educativo oficial para poder acceder a ella. Además, la función pública se ordena en cuerpos, que a su vez se clasifican en grupos que se corresponden con los distintos niveles de titulación educativos oficiales. El resultado es que para poder promocionar de un cuerpo a otro situado en distinto grupo de clasificación es imprescindible poseer la titulación exigida para éste. Se opta, por tanto, por la posesión de un título educativo como requisito para el acceso y la promoción en las Administraciones públicas. De esta manera, nuestra Administración pública otorga a las instituciones educativas oficiales en exclusiva la expedición del requisito necesario para que los ciudadanos accedan y promocionen en ella, renunciando así a la acreditación, la certificación o validación de tal requisito por sistemas propios o por otros sistemas reconocidos, incluso cuando se trata de promocionar dentro de la organización.

La combinación de la exigencia de la titulación con su exclusividad como requisito necesario, frente a otras posibilidades ampliamente utilizadas en el pasado o actualmente en el sector privado, hace que en el acceso a la función pública existan una serie de condicionantes que la Administración pública, como organización, renuncia a controlar o, mejor, encomienda al sistema educativo. Entre estos se encuentran principalmente los sociales, los culturales y, principalmente, los económicos. Todos ellos condicionan la obtención de la titulación educativa correspondiente. Así, la Administración pública puede introducir medidas de cierta discriminación, como hemos visto, para favorecer, con muchas limitaciones y éxito variable, a algún colectivo, pero sus integrantes deben obtener previamente la titulación requerida para acceder a los cuerpos y puestos de la Administración. El establecimiento de incentivos para mejorar la titulación requerida se limita al establecimiento de medidas de acción social para aquellos que ya se encuentran en el interior de la organización y desean promocionar en ella. Las medidas similares para los ciudadanos en general son asunto del sistema educativo.

El resultado de lo anterior es que el universo de selección para acceder al servicio de las Administraciones públicas se encuentra limitado por los condicionantes del sistema educativo. Dicho de otro modo, los desequilibrios de representación social en el sistema educativo se trasladan a la Administración se unen a los que esta establezca a través del sistema de selección.

El EBEP mantiene el requisito de titulación exigida tanto para el acceso a los cuerpos, escalas, especialidades o categorías como para la promoción interna, aunque admite la existencia de agrupaciones diferentes de los cuerpos, escalas o similares para cuyo acceso no se exija estar en posesión de ninguna de las titulaciones previstas en el sistema educativo (disposición adicional séptima).

La Administración pública también genera sus propios desajustes de representatividad. El desajuste más importante se produce por el sistema de selección elegido. En España el procedimiento tradicional habitual es la oposición, esto es, la selección a través de pruebas que evalúen el conocimiento de los candidatos sobre la base de la posesión de un nivel educativo determinado. Como es sabido, este sistema traslada el coste principal de la selección al candidato-opositor tanto en términos económicos, como de tiempo y de oportunidad. Rara vez la Administración pública establece medidas de fomento entre los opositores para acceder a ella, salvo en el caso de la promoción interna. En este caso se suele ofrecer una combinación de incentivos en forma de suministro de los materiales necesarios para preparase los exámenes, de oferta de cursos específicos de preparación, de permisos para presentarse a los exámenes o incluso de reducción de la carga de trabajo.

De esta manera, se establece un filtro de variable densidad atendiendo a las condiciones económicas del candidato, a su lugar de residencia, a sus cargas familiares, etc. Estas limitaciones arrojan un perfil del seleccionado que podría presumirse distinto si se incidiese en ellas para, al menos, atenuarlas. Lo que se está manifestando es más evidente cuanto mayor es el nivel de titulación exigida para acceder a un cuerpo o escala determinada, por lo que la conformación de los directivos públicos españoles puede quedar condicionada, cuando no lastrada, por el sistema de acceso a la función pública y por sus condicionantes, además de por los propios del sistema educativo.

El sistema español de función pública ha desarrollado hasta la fecha un mecanismo que tiene como efecto una cierta corrección de los desequilibrios de extracción de los candidatos. Mediante la negociación colectiva, en numerosas Administraciones públicas, en especial locales y universitarias, el acceso a los cuerpos a partir del nivel básico o siguiente de titulación está reservado a la promoción interna. En estos casos se sigue exigiendo el título correspondiente, pero los ciudadanos sólo pueden acceder al nivel inferior de la Administración. Esta medida, al margen de su legalidad, no está pensada para corregir los desequilibrios del sistema educativo, ya que no impide que titulados superiores accedan a los niveles inferiores y desde allí promocionen a los superiores, para los que se sigue exigiendo la titulación correspondiente. La medida hay que enmarcarla dentro de las medidas de distanciamiento y de privilegio de la función pública respecto de la sociedad.

La transcendencia de este tipo de medidas no estriba en su impacto organizativo, sino en el hecho de que unos poderes públicos y sus integrantes sustraen al resto de la sociedad una serie de puestos financiados con dinero público que inciden en la ordenación social y en un ejercicio variable de poder público y que, precisamente por ello, nuestra Constitución exige que sean, como norma general, de libre acceso y concurrencia.

El EBEP no supone por sí mismo una alteración de los condicionantes señalados al reproducir los sistemas tradicionales de selección, esto es, la oposición, el concurso- oposición y el concurso. Es cierto que señala que las pruebas de conocimiento podrán completarse con la superación de cursos, de periodos de prácticas, con la exposición curricular por los candidatos, con pruebas psicotécnicas o con la realización de entrevistas, pero esto, de una manera u otra, ya era posible y se realizaba en el sistema anterior. Se puede señalar que el Estatuto no tendrá excesiva incidencia en la movilidad de la sociedad española al seguir vinculando ésta al sistema educativo.

La elaboración del EBEP dio lugar a una cierta polémica referida a la simplificación de los sistemas de selección, en especial por lo que respecta a la oposición, y a la posible introducción de sistemas propios del sector privado. Entre los argumentos que se manejaban a favor figuraba la agilidad de los procesos selectivos y una mejor adecuación entre la previsión de necesidades, su cobertura y la elección de los candidatos más adecuados a los perfiles de los puestos o de las funciones requeridas. Es cierto que son argumentos de peso, porque si algo caracteriza nuestro modelo de acceso a la función pública es su lentitud y una adecuación defectuosa entre las necesidades, los cuerpos de acceso, los perfiles de los puestos y las pruebas de selección. Frente a estos argumentos se opone, de una manera más o menos explícita, la posible politización en el acceso a la función pública española.

El sistema de función pública contemporáneo en España se caracteriza por tener una etapa inicial, que dura todo el siglo XIX y principios del XX, que trata de lograr la estabilidad y la profesionalidad de los funcionarios públicos. Esto se consigue formal y generalizadamente en el Estatuto de Maura de 1918, aunque las convulsiones sociales y políticas de las siguientes hacen que no pueda hablarse de una función pública profesional hasta finales de los años 50 del pasado siglo y aún entonces con las limitaciones impuestas por un régimen autoritario (Baena, 1993: 444 y ss.). La inclusión por primera vez en nuestra Constitución de 1978 del acceso a la función pública como un derecho de los españoles para los que se exige una serie de requisitos procedimentales –igualdad, mérito y capacidad, a los que hay que añadir la publicidad- muestra la relevancia política que se concede a la cuestión y que se refiere a la necesidad de disponer de un aparato profesional neutral, la Administración publica, distinto del Gobierno que la dirige.

Debido a lo anterior, cualquier asunto referido a las condiciones de acceso a la función pública remite en última instancia a cuestiones de índole política propias de la conformación de nuestro sistema político. Entre éstas hay que destacar las referidas a la necesidad imperativa de garantizar, por encima de cualquier otra consideración, la neutralidad de las personas seleccionadas, así como las cuestiones que tienen que ver con la propia composición social de la función pública. Estas consideraciones no sólo están presentes en el acceso, sino también en la promoción interna y, tras el EBEP, en la conformación del nuevo estatus de personal directivo. En definitiva, de lo que se trata es de seleccionar a unas personas que de una manera variable van a ejercer, en nombre de los ciudadanos, poder sobre ellos.

lunes, 16 de noviembre de 2009

PRINCIPIOS Y REGLAS Y ADMINISTRACIÓN Y JUSTICIA

Metido en mis comentarios al Estatuto Básico del Empleado Público y llegado al análisis de su artículo 81.1, que como siempre realizo de forma espontánea y desde un punto de vista de los problemas de gestión y jurídicos (de ahí que vengan tan bien los comentarios al respecto de Manuel Arenilla), me introduzco en un jardín o berenjenal en el momento en que me encuentro ante la relación entre principios y reglas. Cuestión que es básica en el Derecho y que, en consecuencia, lo es también en la actividad administrativa, porque aun cuando no se quiera aquél preside siempre a ésta, tanto si se trata de actos hacia los ciudadanos como si nos referimos a la organización de las Administraciones públicas y a las relaciones con sus funcionarios.


En mi vida profesional y con el transcurso de los años y adquisición de experiencia la distinción entre principios y reglas me ha venido pareciendo cada vez más básica tanto para actuar jurídicamente como a la hora de decidir y organizar. La cuestión tiene que ver con muchas otras fundamentales en la organización pública y social y afecta, por tanto, al Estado y, en especial, a la forma de su sometimiento al Derecho. Tiene que ver, por ejemplo, con el modelo de un régimen de Derecho administrativo o el modelo de corte anglosajón en el que la Administración, en principio, no se configura como poder y en el que es el poder judicial el que aparece como elemento esencial en la configuración del derecho. Y así, de inmediato, se nos presenta una diferente concepción de la legalidad y aparece el reglamento administrativo como elemento ordenador y su valor o no como fuente del derecho y no hay más remedio que recordar todo el peso que ello tiene en la concepción del ordenamiento jurídico y en la existencia o no de una jerarquía normativa y en la concepción del propio principio de legalidad. Reglamento y jurisprudencia se presentan como elementos principales en la utilización y valor de los principios y las reglas. De inmediato también, al distinguir el mundo anglosajón y el régimen de Derecho administrativo, acude la diferencia, tan presente en la actualidad, entre los modelos de gestión privada y los de gestión pública y con ello, igualmente, se muestran los problemas de la juridificación y de la desreglamentación y también los de la discrecionalidad y de la arbitrariedad. Se nos presenta un conjunto de cuestiones y problemas tanto clásicos como modernos, pero inseparables a la hora de referirnos a la Administración pública en España. Pero hay que centrase en el tema y dejar de penetrar en las posibles relaciones que la cuestión presenta ya que pueden ser numerosas.


En la distinción entre principios y reglas, los primeros, desde mi punto de vista y al efecto aquí perseguido, son abstracciones que se configuran por deducciones procedentes del análisis y estudio de las normas. Podíamos decir que se deducen del ordenamiento jurídico, pero como por mi parte considero incluidos en él a los principios generales del derecho y comprendidos en ellos a los del Derecho natural, he preferido referirme a las normas. Se produce, desde mi punto de vista una mutua relación entre principios y reglas; de modo, que los primeros son deducibles de las segundas y ellas han de inspirarse, a su vez, en los principios. Todo esto juega un papel más importante en cuanto nos estamos refiriendo a la Administración pública y en ella la jerarquía normativa, por mor del reglamento, juega un papel especial; de modo que éste no puede contradecir los principios contenidos en normas de rango superior, pero cuenta con un amplio campo de autonomía en materia de organización administrativa. De este modo, reglamento y jurisprudencia acaban siendo elementos ordenadores en el Derecho administrativo, tanto para la Administración como para la Justicia, si bien ésta siempre ha de valorar la conformidad del reglamento con lo dispuesto en normas de superior rango antes de aplicarlo. La Administración, en cambio, preferentemente, valora dicha conformidad antes de aprobar el reglamento.


La cuestión, pues, es que los principios como abstracciones que son, para su comprensión y alcance, precisan de una buena y mayor formación, preparación y experiencia en funcionarios y jueces. Paradójicamente, los principios manifiestos como una abstracción, concepto o expresión, cuando son comprendidos y conocidos en su alcance y en su valor y aplicabilidad al caso concreto, resultan ser un elemento concreto y la esencia que permite la solución de múltiples casos, se convierten en elemento esencial de la decisión, como antes pudieron serlo de la ordenación.


Pero lo que importa es que la Administración pública puede funcionar con principios o con reglas, con mayor o menor abstracción o concreción, pero lo habitual es que trate de conducir al máximo la actividad de sus funcionarios, sujetarla a reglas precisas y dejar el menor margen posible a la duda, discrecionalidad y arbitrariedad. De este modo, incluso la organización se juridifica y crea sus propios principios y a través del reglamento, en la jurisdicción contencioso administrativa, los jueces aplican principios de organización que se originan en dicho tipo de norma y, con ella, también en la cautela funcionarial frente a la posible discrecionalidad del político, a la que trata de limitar mediante reglas no siempre racionales o, en su caso, el funcionario pretende eliminar dudas y decidir para siempre o eliminar determinadas opciones que piensa que no convienen a la organización o al mismo funcionariado y elimina así problemas habidos e, incluso, trata de cambiar para el futuro decisiones judiciales anteriores. Cosas que incluso, en ocasiones, se introducen en normas con rango de ley. Y al escribir esto, se me plantea una más de las consecuencias de la distinción entre derecho y organización, la cual se presenta preferentemente desde el punto de vista jurídico y judicial, pero no de modo tan claro desde el punto de vista administrativo y funcionarial. Consecuencia que resulta ser la de que los principios de la organización nacen más bien en el seno de la propia Administración y que es ella la que decide su inclusión o no en la ley o en el reglamento y la que decide su mayor o menor abstracción o concreción. Todo ello sin perjuicio de que existan asesoramientos externos de expertos.


Sigo metido en un jardín de relaciones y conexiones y mutuas influencias, pero al exponer que los principios de organización pueden ser obra de la Administración y su juridificación también, resulta que se puede, en cierto modo, dirigir o condicionar el resultado de las decisiones judiciales en cuanto el juez no cuente con otra referencia que la que la propia Administración ofrece o no tenga la capacidad de encontrar que también en los principios de la organización existe una jerarquía y valor diferente y que algunos, al transcender la simple organización administrativa y afectar a los ciudadanos o a la eficacia del Estado o a la del Derecho, acaban siendo principios jurídicos que se han de imponer a los simplemente organizativos y contingentes u opcionales.


Mucho he dicho y mucho aún se podría decir y habrá el lector de perdonar mi dispersión, pero prefiero que lo que diga sea fresco y espontáneo. Sólo quiero resaltar por lo que hace a la Justicia, que ésta, en lo contencioso administrativo, no sólo puede tener como única pauta al reglamento, sino que, además, cada vez más tiende a las reglas considerando a la jurisprudencia con el mismo valor que un reglamento o una norma y así abandona la consideración del principio y su aplicación al caso concreto y acaba haciendo de la jurisprudencia anterior un reglamento más; casi me atrevería a decir que una ley.


En resumen, el ordenarse por principios o reglas es una opción pero las consecuencias en la organización y en lo jurídico son diferentes.


sábado, 14 de noviembre de 2009

LA RELACIÓN ENTRE LO PÚBLICO Y LO PRIVADO

Hace ya tiempo que no suscita el interés debido en las ciencias sociales la relación entre la Administración pública y el sector privado, en especial la gran empresa. Una buena parte de los estudios realizados hace ya unas décadas trataban de encontrar la relación entre ambos mundos con el fin de determinar la existencia de un grupo dominante sobre la sociedad. A pesar de los intentos, nada se pudo probar en este sentido, aunque para el caso español sí se ha podido extraer la conclusión de que aunque no podemos encontrar ese grupo, sí existen una serie de puestos en ambos sectores que presentan una relación de cierta estabilidad a lo largo del tiempo.

Junto a la línea anterior, existe la posibilidad de estudiar las facilidades o dificultades que la regulación en materia de función pública establece para compatibilizar las actividades del sector público con el privado. La finalidad sería la de establecer las relaciones de interés mutuo entre las empresas privadas, en especial las de gran dimensión, y los puestos superiores de la Administración, además de determinar si existe una circulación entre los directivos públicos y los privados. Al margen quedaría el estudio de la compatibilidad entre dos o más puestos públicos, que tanta transcendencia ha tenido y tiene, por ejemplo, para la conformación de la universidad española.

La regulación de un sistema más o menos abierto de compatibilidades posibilita la confusión de intereses, aunque también se puede obtener la ventaja de seleccionar y retener a los recursos humanos más capaces, auténtico punto débil de las Administraciones públicas contemporáneas. Claro es que la limitación de la compatibilidad privada se puede compensar mediante una adecuada política retributiva, aunque no siempre resulta posible o suficiente.

El sistema español de función pública desde 1984 opta por una rígida separación entre la actividad pública y la privada declarando como principio la incompatibilidad de un puesto público con cualquier privado. Nuestro modelo establece como principio fundamental la dedicación del personal al servicio de las Administraciones públicas a un solo puesto de trabajo. Con ello no sólo se pretende evitar la colisión de intereses y una mayor eficacia en la Administración, sino que existe una finalidad última de claro contendido político.

La Administración pública, como forma tangible del Estado, con el fin de conformar la sociedad le transmite una serie de valores. La exigencia de una serie de pautas de conducta para el personal al servicio de las organizaciones públicas conforme a una serie de valores determinados implica un testimonio, como señala la Ley 53/1984, “de ejemplaridad ante los ciudadanos, constituyendo en este sentido un importante avance hacia la solidaridad, la moralización de la vida pública y la eficacia de la Administración”. Así, la regulación de la función pública en sus relaciones con el sector privado a través de la legislación de incompatibilidades es una oportunidad para extender una serie de valores en la sociedad, cumpliéndose con ello una finalidad de claro contenido político que transciende los códigos internos de comportamiento de la Administración pública.

Nuestro sistema de incompatibilidades, no obstante, deja una serie de resquicios, que si bien son muy estrechos, en algún caso son relevantes. El más importante es la regulación de la presencia de miembros de la Administración pública en los consejos de administración u órganos de gobierno de las entidades o empresas públicas o privadas. Esta presencia se permite de una forma limitada -no se podrá pertenecer, normalmente, a más de dos consejos de administración u órganos de gobierno- y afecta, como es natural, a los directivos públicos, en especial a su cúpula superior. No sólo hay que verlo como una manera de completar las retribuciones en el nivel directivo, sino, especialmente, como la existencia de foros estables de encuentro entre los directivos públicos y privados, que permiten establecer las lógicas relaciones interpersonales y vínculos de naturaleza institucional por sectores de actividad. Todo ello permite y facilita el tráfico entre los puestos directivos públicos y privados, y, dada la configuración de nuestro sistema político-administrativo, su conexión con los puestos políticos.

El EBEP no altera el régimen de incompatibilidades de 1984, incorpora a este al personal directivo, al que declara totalmente incompatible con el ejercicio de cualquier actividad privada, y extiende su ámbito de aplicación al personal al servicio de agencias, así como de fundaciones y consorcios en determinados supuestos de financiación pública.

Además de regularse la relación entre los puestos públicos y los privados en la legislación sobre incompatibilidades, también encontramos algunos aspectos de esa relación en el supuesto de excedencia voluntaria por interés particular. El EBEP sigue la tendencia anterior de exigir un período mínimo de estancia en la Administración para poder solicitarla, cinco años, aunque no establece ningún otro requisito relacionado con el deber de confidencialidad sobre los asuntos conocidos durante el ejercicio público o alguna limitación de prestar servicios en empresas, por ejemplo, con las que se haya tenido relación como servidor público, algo que sí se prevé en la normativa sobre las incompatibilidades de los cargos políticos. En cualquier caso, la legislación de desarrollo puede establecer un plazo menor de estancia previa a la solicitud de la excedencia, lo que no deja de resultar curioso en un texto que se considera básico, o de mínimos.

Se puede concluir que el EBEP mantiene un sistema formalmente separado entre el sector privado y el público por lo que al sistema de ocupación de puestos de trabajo se refiere, aunque no impone demasiadas limitaciones para que se produzca el trasvase entre directivos del mundo público y el privado a través de la regulación de las excedencias voluntarias por interés particular. Por otra parte, la no prohibición de que el personal directivo profesional de la Administración pueda integrar a profesionales del mundo privado es indudable que facilita la fluidez de intercambio entre los dos ámbitos.

martes, 10 de noviembre de 2009

VIVA LA FIESTA

En varias ocasiones anteriores me he referido al ruido y a los jovenes y el alcohol y sobre todo a las actuaciones municipales al respecto, pero estos días, en concreto la noche del 31 de octubre y, ya, en la fiesta de Todos los Santos, de tradición católica, la cuestión se presenta con matices nuevos. Halloween se impone y las túnicas blancas son sustituidas por las brujas, demonios y góticos de moda. No soy sociólogo y, por tanto, no analizo profesionalmente el avance de estas fiestas extrañas a nuestras tradiciones que han acabado con la representación anual del Don Juan Tenorio de Zorrilla y  la Hosteria del Laurel, aun cuando peristen los gritos de lo malditos a los que no parte ningún mal rayo. Pero no por ello dejo de considerar que nuestra sociedad, o parte de ella, no está por estoicismos, tristezas y sacrificios que valgan, lo que prima es el nirvana proporcionado por las drogas, el alcohol y la fista permanente.Cualquier excusa es válida y aprovechable. Pero el desmadre ya viene siendo total y el nirvana un simple decir, pues el vómito y el malestar pronto acaba con él.

El asunto en Valencia ha llegado al extremo y la autoridad municipal ha quedado perpleja por la dimensión adquirida, ante las 15 toneladas de basura acumuladas en el Barrio del Carmen, lean. La verdad es que no sé de qué se extrañan, pues su desconocimiento y falta de previsión son evidentes para cualquier ciudadano que vive en la zona y para cualquiera que vive con jóvenes estudiantes alrededor. El fomento de las brujitas y otros bichos semejantes es total y hasta colegios de religiosos permiten la fistecita de Halloween para los que los niños se diviertan.

Los vecinos o los ciudadanos que antes recordaban a sus muertos y antepasados pasan esa noche a acordarse de los muertos y antepasados de los festeros y de las autoridades municipales y encima leen que la fiesta cuesta un pastón al erario público. Pero no se crean que va a ser cierto que el próximo año la policía local evitará el problema, pues eso es lo que se dice el día 2, pero al día siguiente de nuevo el diario Las Provincias refleja que la solución puede ser un botellón sin alcohol en el cauce del desviado río Turia. Vamos que han caido en la cuenta de que hay que contentar a todos y que ya no hay forma de hacer actuar a la policía como tocaría en beneficio social y moral. Pero claro eso sería caer en un Estado policial de estilo franquista y ahora lo que toca es escuchar ilegalmente al prójimo y ponerlo en la picota de los medios informativos y darle mucho Halloween, discotecas, botellón, futbol y otras formas de no pensar. Que pensar es malo, hace daño, entristece y puede conducir a la violencia y perjudicar a las instituciones, leáse a los malos políticos y al exceso de los partidos políticos pendientes del voto y de la persistencia en el sillón.

lunes, 9 de noviembre de 2009

POLITIZACIÓN Y ADMINISTRATIVIZACIÓN

El enfoque utilizado permite tratar los contenidos políticos de la regulación de la función pública española. Así, la ordenación de los recursos humanos profesionales en el ámbito público puede afectar a la formulación de las políticas públicas en un sentido determinado o en otros mediante la adopción de unas decisiones que afecten una serie de aspectos. En primer lugar, podemos considerar el establecimiento de la frontera entre el nivel político y el profesional de la Administración pública. Se ha señalado el caso de la regulación del personal directivo, pero también afecta a esta cuestión la forma en la que se proveen los puestos superiores entre funcionarios públicos -en la terminología actual, mediante concurso o por libre designación-; la posibilidad de recurrir al mercado privado para la cobertura de determinados puestos mediante los contratos, por ejemplo, de alta dirección; el alcance, número y funciones del personal eventual, esto es, de confianza personal y política de los cargos políticos; o la regulación del paso a la carrera política de los funcionarios públicos y su vuelta a los puestos profesionales de la Administración pública.

Si observamos el significado de los puntos anteriores, nos estamos refiriendo a un aspecto de gran tradición en nuestra historia de la función pública, esto es, la politización de la Administración o la administrativización de la política. Entre otros aspectos este asunto tiene transcendencia al determinar la composición de la clase política, más concretamente, la que ocupa los gobiernos. Parece que tiene alguna transcendencia la formación, la extracción social, las relaciones, los valores y los intereses de los responsables que intervienen en la formulación de las políticas públicas de una manera permanente.

Si el sistema político facilita el acceso de los funcionarios a la política mediante la regulación de ventajosas condiciones de entrada y salida frente al sector privado, es más que probable que el nivel político se nutra de funcionarios públicos, que, de esta manera, considerarán determinados puestos políticos como peldaños naturales de su carrera profesional. Así ha sido culturalmente en el caso español hasta nuestros días y, en el caso de la Administración General del Estado, se ha hecho estructural mediante la regulación de la LOFAGE en 1997, al determinar que los puestos de director general y equivalentes, con carácter ordinario, y los de subsecretario deberán ocuparse por funcionarios superiores de la Administración pública.

El primer efecto político de lo anterior es que el Gobierno y el partido o los partidos que lo apoyan disponen de menos puestos para satisfacer sus compromisos y necesidades de todo tipo. La siguiente consecuencia, ya apuntada, es que se favorece una determinada visión de la sociedad y unos intereses específicos en detrimento de otros. No se quiere decir con esto que los profesionales de la Administración compartan todos ellos unos mismos valores y que vayan a actuar de una manera corporativa cuando desempeñen los puestos considerados políticos, pero indudablemente muchos de sus referentes de actuación son comunes y, en cualquier caso, pueden ser distintos de los de otros grupos sociales.

Al hilo de lo anterior, hay que señalar que el paso de lo cultural a lo estructural no se produce de una manera natural y automática. Se ha señalado el caso de la LOFAGE, pero este modelo no se ha extendido a las comunidades autónomas, ni a los grandes gobiernos locales, a pesar de que en este último caso su regulación también ha correspondido a la legislación estatal.

En este punto el EBEP opta claramente por facilitar el acceso de los funcionarios y trabajadores públicos a la carrera política ampliando la situación administrativa de servicios especiales. La interpretación conjunta de los artículos 87, en concreto en su apartado 3, la disposición adicional undécima y el artículo 4 supone que: se incrementa el ámbito de aplicación de dicha situación, ya que incluye a más colectivos de funcionarios públicos que los actuales, al ser todos los recogidos en este último artículo; se amplía el número de puestos cuya ocupación genera el derecho a poder disfrutar de dicha situación, incluyendo, según el artículo 87.3, a “Alcaldes, retribuidos y con dedicación exclusiva, Presidentes de Diputaciones o de Cabildos o Consejos Insulares, Diputados o Senadores de las Cortes Generales y miembros de las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas”; mejora, en algunos casos sustancialmente, las condiciones de reingreso a la Administración de origen, ya que, como se recoge en la misma disposición, los funcionarios que ocupen los cargos mencionados anteriormente, como mínimo, “recibirán el mismo tratamiento en la consolidación del grado y conjunto de complementos que el que se establezca para quienes hayan sido Directores Generales y otros cargos superiores de la correspondiente Administración Pública”, además de “los derechos que cada Administración Pública pueda establecer en función del cargo que haya originado el pase a la mencionada situación”, la de servicios especiales.

Se puede decir, por tanto, que el EBEP facilita, por un lado, la administrativización de la política española, aunque como efecto final implique la politización de la Administración al favorecer que sus cuadros profesionales pasen a la política y vuelvan de nuevo a la Administración.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

FUNCIÓN PÚBLICA Y DEMOCRACIA

El Estatuto Básico del Empleado Público ha de verse desde su faceta política para poder entender su significado trascendente y su aparición en un momento histórico determinado. Es cierto que es deudor de una realidad administrativa e incluso del desarrollo de las ciencias administrativas y de los distintos enfoques y técnicas que se dirigen o se aplican en el estudio de las Administraciones actuales y más concretamente las españolas. Pero aún así, la elección de una tendencia sobre otra, la opción por determinados enfoques o técnicas, el significado de determinados conceptos, la redefinición de otros, la introducción o la retirada de elementos del sistema de función pública responden a una intención y a una motivación de contenido claramente político.

Sirva como ejemplo la figura del directivo público. Su introducción en el EBEP por primera vez en la regulación estatal española supone una expresa voluntad política de regular el estrato superior profesional de nuestras administraciones públicas. Se enmarca en la corriente de pensamiento teórico conocida como nueva gestión pública que diferencia claramente entre política y Administración, lo que no sucede en otras corrientes de pensamiento anteriores y algunas más actuales, y que define esencialmente a los directivos públicos desde su faceta de gerentes.

La diferenciación anterior tiene como consecuencia la distinción entre responsabilidad e imputabilidad. La primera operaría en el plano político, y sus consecuencias, en especial la dimisión, sólo serían exigibles cuando se pueda demostrar la implicación personal del ministro o equivalente en la mala gestión. La imputabilidad corresponde al plano de los gestores, quienes darían cuenta al Parlamento u órgano representativo de la marcha de los servicios. Los gerentes o directivos serían así los responsables directos ante el legislativo.

Lo anterior significa una manera específica, “política”, de establecer la relación entre la política y la Administración que tiene efectos en el funcionamiento de nuestra democracia. Algunos podemos entender que esta original distinción choca frontalmente con la responsabilidad exigible a todo político por sus actuaciones públicas en virtud del voto depositado por los ciudadanos en las urnas, ya que los directivos o los gerentes no se presentan a las elecciones ni tienen un papel relevante ante la opinión pública. Esto hace que el efecto final de la separación entre responsabilidad e imputabilidad probablemente no sea sino la impunidad de determinados políticos, algo que está en el centro de la pérdida de legitimidad del sistema político en las democracias representativas.

De esta manera, la definición, la selección, la localización en el organigrama político-administrativo, la atribución de funciones, la carrera, el establecimiento de las retribuciones, las incompatibilidades, el cese de los directivos y sus condiciones, en definitiva, su estatuto tiene un alto contenido “técnico” o “gerencial”, pero la importancia de los directivos reside en que desempeñan funciones superiores de dirección en organizaciones que ejercen la dominación sobre la sociedad. El adjetivo “público” detrás de “directivo” lo sustantiviza de una manera determinante cualificándolo frente a sus homólogos “privados”.

El ejemplo anterior muestra que si bien cada uno de los aspectos señalados es merecedor de una gestión que debe lograr la racionalidad y aún su máxima eficacia o eficiencia, los problemas de la incorporación al ámbito público de la figura del directivo no son esencialmente técnicos, aunque ello depende de cada organización, sino, como se verá más adelante, esencialmente políticos al afectar, entre otros aspectos, a la delimitación entre el nivel político y el profesional de la Administración; en definitiva, al margen de maniobra que los políticos tienen para disponer libremente de los puestos superiores del organigrama político-administrativo de los gobiernos a los que accedan o se encuentren.

Con ser lo anterior importante, lo es mucho más la determinación de la composición de una parte de los puestos que forman parte del sistema de poder de una sociedad. Es fácil deducir que esto tiene alguna incidencia en el establecimiento de las prioridades políticas y en el funcionamiento mismo de la democracia.

lunes, 2 de noviembre de 2009

LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA Y LAS ENTIDADES FINANCIERAS

El PP ha puesto en Madrid de actualidad el tema de las cajas de ahorro y la intervención política en ellas, lo que pone sobre el tapete muchas cuestiones que afectan a las relaciones, en general, entre las entidades financieras y la Administración pública y en especial con las citadas cajas, ya que en ellas las Administraciones, o más bien los políticos, están presentes en sus órganos superiores y, por ello, aun cuando sean entidades privadas, forman parte del entramado político.

Realmente para abordar la cuestión de estas relaciones podía haber comenzado preguntando: ¿Cuanta deuda o créditos contra las Administraciones públicas está en poder de las entidades bancarias? ¿Cuanta en el de las cajas de ahorro? La respuesta estoy seguro que nos ofrecería un panorama que aclararía en mucho el comportamiento  político actual con la banca y el interés especial de los políticos en dominar las cajas de ahorro.

El ejemplo de los denominados contratos de confirming nos puede servir para apreciar adecuadamente la cuestión. este tipo de convenios ha surgido fundándose en la falta de liquidez de las Administraciones públicas y consecuente impago o retraso en el pago a sus proveedores y contratistas. Las Administraciones ofrecen al contratista un convenio según el cual elige una entidad finaciera, entre unas determinadas que previamente han convenido de modo general con ellas, al efecto de que la entidad elegida le gestione el pago de los créditos que tiene frente a la Administración. Ésta procede a emitir a la entidad financiera unas órdenes de pago aplazadas (normalmente hasta 120 días) y ésta paga al contratista, mediante el oportuno descuento. El contratista gana menos, pero cobra y se compromete a no realizar ninguna cesión de sus créditos en favor de ningún otro.

En resumen, el acreedor de la Administración pasa a ser la entidad bancaria que se beneficia del descuento del credito  y el contratista, como he dicho, se asegura el cobro, al menos con mayor prontitud que si no suscribe el convenio. Un pequeño chantaje, pero la situación no está para ponerse farruco y acogerse al Derecho administrativo y a recursos o pleitos.

¿Quiénes ganan? ¿Qué pasa si además los políticos o las Administraciones dominan la entidad correspondiente?

Dejo la respuesta a cada lector, pero para mayor dinamismo del blog añado una encuesta en la columna lateral, proponiendo algunas respuestas concretas. Pueden elegir la que más les acomode.

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