La última entrada la dedique a reflejar lo escrito en mi trabajo sobre Juridicidad y organización en la Administración española, hoy os trascribo la recapitulación sobre lo tratado en él, alrededor de la figura de los reglamentos:
E) Recapitulación final
Si bien, en los puntos anteriores se ha analizado el carácter de norma del reglamento, en algunos momentos se ha apuntado una diferencia en el seno de los reglamentos, sobre todo cuando al partir de la diferencia entre reglamentos ejecutivos e independientes, o reglamentos jurídicos y administrativos, se decía que algunos se muestran como normas administrativas más que jurídicas. Ello, en realidad significa, sin perjuicio de las diferencias que también hemos señalado en el seno de los reglamentos de sujeción especial, que los reglamentos administrativos no constituyen una categoría única y no sólo por su forma o jerarquía, sino por su contenido material y que en muchos casos de los denominados reglamentos independientes o administrativos su categoría de disposiciones de carácter general es discutible.
Esta cuestión se puede presentar en algunos de los denominados reglamentos orgánicos o en los que distribuyen competencias o, por ejemplo, y, como veremos, en las relaciones de puestos de trabajo. También la cuestión se muestra respecto de las normas estatutarias, si bien éstas se presenten en ámbitos que gozan de autonomía. Así, por ejemplo, Diez Picazo nos dice que en la mayor parte de las llamadas <<normas de organización>>, más que verdaderas normas, lo que hay son actos jurídicos particulares. Las genuinas normas jurídicas pueden, en ocasiones, llevar a cabo una distribución de potestades, de facultades de derechos y de obligaciones, pero en tal caso, su papel fundamental es el de establecer criterios de decisión sobre posibles conflictos nacidos de la formulación de pretensiones y, de un modo u otro, justificar estas últimas o privarlas de justificación.[1]
El hecho de que lo señalemos es porque esta cuestión puede tener repercusión en el orden de la jurisdicción contencioso administrativa, en especial en el sistema de impugnación de las disposiciones de carácter general y, sobre todo, porque es respecto de las impugnaciones y de dicha jurisdicción donde se muestran las contradicciones que supone la identificación plena entre disposiciones de carácter general y reglamentos. En definitiva, en este punto se ve que la distinción entre derecho y organización no sólo juega el papel que se le viene atribuyendo de constituir una forma de excluir del control de la jurisdicción a ciertos actos del poder ejecutivo o de la Administración, sino que nos evidencia una especie de orden jerárquico o de importancia en el seno del derecho o, por lo menos, en el de los reglamentos de modo que la mayor importancia de los mismos, su rango, y su carácter de legislación, norma jurídica o regla de derecho, depende de su contenido real, hasta el punto que muchos de ellos son meros actos. Actos cuyos contenidos son meramente organizativos y que si importan al derecho es porque se sujetan a reglas y principios que recogen normas jurídicas y administrativas de rango superior y sobre todo porque, conforme con el párrafo reflejado de Diez Picazo, el incumplimiento de la norma, regla o factor organizativo, determina la posibilidad de formular una alegación y pretensión en el seno de un procedimiento o proceso jurídico. Sin perder de vista que indirectamente pueden afectar a la racionalidad de la organización administrativa y del gasto público y, por tanto, en la carga fiscal a los ciudadanos, lo que implica, desde mi punto de vista un efecto jurídico y posibles pretensiones jurídicas. De este modo, los denominados reglamentos independientes, administrativos o simplemente organizativos, sin olvidar las denominadas instrucciones y circulares, pueden perfectamente encontrarse fuera del concepto de norma jurídica en sentido estricto o en el que se maneja por Laband[2] Sin embargo, aun cuando, en cuanto a su contenido, no se conciban como jurídicas, estas normas, en la medida que obliguen, por ejemplo, a la organización administrativa o a las autoridades públicas, adquieren de inmediato sentido jurídico, pues su incumplimiento sí puede dar lugar a efectos jurídicos, cuando repercuta en los derechos de terceros y en la medida que exista acción para exigir el cumplimiento de la norma, o cuando afecte al incumplimiento de un fin o interés público que incluso es la base o raíz del interés legitimo como derecho reacción o acción procesal o procedimental. Pero queda, no obstante, el problema de determinar si, por esta razón última, estos reglamentos serían disposiciones de carácter general o este concepto debemos reservarlo para aquellos reglamentos que regulan situaciones universales o realizan regulaciones generales aun cuando sean de sujeción especial, definiendo derechos y obligaciones con carácter general o específico en todos los ciudadanos o respecto de determinados de ellos y no sólo una obligación o resultado organizativo. Hay que tener en cuenta que las reglas de organización, en cuanto se mueven en un terreno técnico, en principio, tienen un componente discrecional, si bien, una vez se dictan o aprueban, obligan a la propia Administración; se destaca el sentido ordenador que les preside pero no tienen como objetivo principal o directo el obligar a terceros particulares o constituir derechos en su favor, si bien ello no elimina efectos jurídicos en dichos sentidos. En este caso por ejemplo se encuadra, por muchos, a las instrucciones y circulares.
Aquellos casos en que podemos considerar que existe un acto y no una norma o reglamento, como veremos en el caso de las relaciones de puestos de trabajo, nos encontramos más bien con resultados de una actividad técnica o de aplicación de normas técnicas, ni siquiera recogidas en el mundo jurídico y con regulaciones previas que son las que realmente constituyen la obligación para las Administraciones públicas, por lo que ésta no deriva en verdad del resultado que refleja el acto; el cual, en realidad, se muestra como un acto complejo. De modo que, cuando se discute la pretendida norma, reglamento o disposición, no se discute, en el fondo, normalmente su legalidad como en el caso de las verdaderas normas o reglamentos de carácter jurídico, sino la actividad técnica realizada, el resultado, o los hechos o la realidad sobre los que se ha actuado y que no constituyen, pues, supuestos de hecho o previsiones concretas de una ley.
Como vemos, pues, la cuestión resulta muy compleja, pero adquiere sentido cuando se observan posturas jurisprudenciales como las que más adelante se analizan en orden a las relaciones de puestos de trabajo de las Administraciones públicas.
De otro lado, la consideración de los reglamentos como ejecutivos o jurídicos, en su caso, determina que se exijan trámites formales en su aprobación, tales como consultas a los grupos o asociaciones de intereses afectados o dictámenes de órganos de carácter consultivo jurídico como el Consejo de Estado o instituciones equivalentes de las Comunidades Autónomas. Lo que según los conceptos que se manejen o el grado de importancia jurídica o trascendencia hacia el exterior del reglamento resultará necesario o no; pero siempre con la dificultad añadida que encierra la distinción, la cual puede llevar a que las Administraciones públicas y sus órganos consultivos, ante la duda, vean complicado el trámite o gestión de aprobación de los reglamentos, considerando jurídico cualquier reglamento que no sea meramente estructural. En este sentido, es en el que el concepto de reglamentos ejecutivos se puede concebir como menos restrictivo que el de reglamentos jurídicos para incluir de éstos solamente aquellos que constituyen una norma colaboradora de la Ley, en el sentido de que constituyen un complemento indispensable de aquélla, un desarrollo, y no una mera ejecución o realización práctica. Serían pues reglamentos que constituyen lo que se denomina legislación material y no meramente formal.
De todo lo expuesto, también resulta la singularidad que presentan las normas estatutarias que son de naturaleza reglamentaria y que, normalmente, con la existencia previa de una regulación general institucional por norma con rango de ley, teniendo un carácter marcadamente organizativo, son claramente jurídicas para la institución correspondiente, constituyendo su ley.
Pero, además, finalmente, se nos ha manifestado otra cuestión importante que es la de la colaboración del reglamento en la configuración del poder administrativo y en el establecimiento de las garantías en orden a la legalidad de los actos administrativos y en la eficacia y eficiencia de las decisiones administrativas en general, sobre todo cuando es preciso determinar los trámites preceptivos para dicha garantía. Si en este orden que tiene que ver con reglamentos que establecen las competencias y procedimientos de actuación, se considera o estima que nos encontramos en materia organizativa donde impera la discrecionalidad, se pueden producir perturbaciones importantes ya que, entonces, si no se aprecia, en consonancia, que nos encontramos en un campo que afecta a potestades públicas y a garantías en favor de los intereses públicos y de los derechos de los ciudadanos individuales o colectivos y no descubrimos la esencia de la reserva de ley, que a no dudar existe, podemos concluir que es competencia exclusiva del reglamento el establecimiento de estas competencias y garantías y, entonces, si el reglamento no las establece o lo hace de modo inadecuado, la eficacia del derecho puede no producirse o dar lugar a la indefensión.
A través de toda esta cuestión, además de la complejidad que encierran las diferencias o matices que existen entre los conceptos de principios, reglas, normas, preceptos, etc. o la obligada utilización de lo abstracto o general y de lo concreto y específico en la que es necesaria la complementariedad de la ley por el reglamento, están latentes las bases del Estado de derecho y de la división o separación de poderes y sobre todo la consideración de que la Administración no puede normar o legislar respecto de los fundamentos y principios a los que ha de someter su actuación, ni respecto de los derechos y libertades de los ciudadanos, lo que implicaría que no forma parte de su potestad o competencia la creación de derecho[3]. Pero no debemos olvidar que estas bases nacen en un momento en que la Administración pública es una organización muy diferente de la vigente y en donde predomina o interesa únicamente limitar su poder frente a los derechos de los ciudadanos, mientras que en la actualidad la perspectiva de su papel en la configuración social, la realización y efectividad de los servicios públicos, de los derechos fundamentales y de los derechos colectivos y prestación de servicios es fundamental, con lo que la efectividad de todo este derecho objetivo no es sólo una cuestión de normar o legislación, sino de actuaciones encaminadas a ello. De este modo, el avance del Estado de derecho, el mayor intervencionismo estatal, la prestación de servicios públicos y el logro de un mayor bienestar social constituyen nuevas bases que presiden la actividad administrativa y respecto de ellas no pueden regir parte de las anteriores, en cuanto sean limitativas de la actividad de la Administración dirigida a producir la eficacia de derechos fundamentales o generales, porque tratando de limitar la actividad de la Administración en protección de los derechos de los ciudadanos, puedan en realidad acabar siendo impedimento para su eficacia.
[1] Diez-Picazo, Luis op. cit. p. 90
[2] Así
De Otto, , tras criticar la postura de Laband, al entender que determina una
escisión de dos poderes normativos en el seno del Estado que conduce en
realidad nada menos que a una escisión entre derecho y no derecho en el
interior del ordenamiento jurídico, refleja los propios términos en los que el
mencionado autor especifica que <
[3] Estas bases del Estado de derecho y esta limitación de la Administración, la explica y resume adecuadamente Jürguen Habermas, Facticidad y validez. Sobre el derecho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del derecho, Edit. Trotta. Madrid 1998; p 237 y ss.
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