Las prácticas de gestión comunes a las Administraciones públicas parecen inhibir el desarrollo de los funcionarios en vez de mejorarlo. Esto es especialmente cierto en el caso de los funcionarios que no son de niveles superiores, ya que tienen limitada su posibilidad de actuación y el control sobre su trabajo, a la vez que se espera de ellos que sean sumisos y dependientes. Por lo que respecta a los directivos, se les exige habilidad en autoconciencia, diagnóstico efectivo, ayudar a los individuos a crecer y a ser más creativos. Difícilmente los segundos podrán realizar su cometido con las limitaciones a las que se encuentran sometidos los primeros y en una Administración pública que ha olvidado o no tiene definidos con claridad los ideales del servicio público.
Tanto en el caso de los directivos como en el resto del personal, las investigaciones nos muestran que los ideales del servicio público son de una importancia crítica para entender cómo los servidores públicos pueden tener éxito en el trabajo que realizan. Por eso, el desarrollo de los empleados exige una comprensión de la cultura cívica, de sus ideales, ya que es la que determina la forma en la que se participa en el proceso de la decisión política.
Los directivos públicos son los encargados de asumir los ideales del servicio público y de transmitirlos al resto de la organización mediante los más variados instrumentos, destacando las instrucciones de servicio y la traducción operativa a la organización de las decisiones políticas. Para que esto sea eficaz en el desarrollo de los empleados, es preciso modificar el estilo jerárquico que domina en la mayoría de nuestras organizaciones públicas y establecer un diálogo real en el que se debatan los objetivos y el rendimiento en su consecución, a la vez que es preciso adoptar un estilo de dirección más receptivo a las necesidades de los empleados. No es una casualidad que la principal queja de los empleados públicos españoles en relación con sus directivos sea que éstos no les valoran suficientemente.
Un rasgo cultural de nuestros sistemas políticos y de sus instituciones es que los funcionarios tienen poder político y que en el caso de los altos funcionarios esto es más que evidente. Por eso la delimitación conceptual de los funcionarios que están en contacto con el centro decisional tiene un interés que transciende al estudio de las organizaciones administrativas para entrar en el terreno de la composición misma del poder y de sus integrantes.
Precisamente porque los funcionarios poseen este poder se producen con frecuencia situaciones de desconfianza por parte de los políticos. Esta desconfianza implica en muchas ocasiones incrementar los controles externos, privar a los políticos de mejor asesoramiento en las decisiones políticas y un progresivo alejamiento entre ciudadanos y empleados públicos. A esta situación contribuye el hecho de la estabilidad en el empleo de los funcionarios públicos. Algunos políticos pueden sentirse ante este hecho como meros diletantes frente a los profesionales que permanecen al margen de los cambios de los gobiernos.
Es necesario recordar que los privilegios y la protección que tienen garantizados los funcionarios se establecieron en los distintos países con el fin de poder afrontar las presiones políticas en el ejercicio de su deber y resistir las tentaciones de corrupción. De esta protección se favorecen los políticos y la sociedad en general ya que les capacita también para asesorar sin temor. La otra razón del privilegio de la inamovilidad del empleo proviene de la necesidad de garantizar la neutralidad política en la actuación de la función pública. Neutralidad que implica la colaboración activa con el gobierno correspondiente y no indiferencia.
Sin embargo, la extensión de los privilegios a todo el empleo público no está justificada en la actualidad. No se debe desligar el fin social de un servicio público de la plantilla que lo preste. Así, es posible comprobar que subsisten servicios obsoletos socialmente por no remover o redistribuir a sus integrantes. Además, la falta de demanda de los servicios o la carencia o insuficiente financiación de los mismos no afecta a las plantillas. El resultado no solo son servicios ineficientes o ya directamente ineficaces, sino que su financiación detrae recursos de otras necesidades más prioritarias.
En el caso español, como en otros países, se impulsó la laboralización del empleo público con el fin de facilitar la flexibilización del mismo. Más de dos décadas después, los trabajadores públicos han asumido el principio de inamovilidad de los funcionarios, no distinguiéndose de éstos en la práctica.
En puridad, la existencia de una función pública basada en el mérito, no partidista y profesional no requiere generalizadamente un empleo garantizado de por vida, ya que es necesario distinguir entre las distintas funciones públicas, incluso dentro de un mismo gobierno, atendiendo a sus grandes áreas.
Es posible diferenciar dos grandes grupos de empleados públicos, aquellos que ejercen funciones de autoridad del resto. Los primeros deben tener una protección especial para garantizar su neutralidad, las presiones políticas y la corrupción. Esa protección no debe salvar a los malos gestores y debe ser proporcional a los riesgos de ser sujetos de influencia política, a su capacidad de influir en el proceso político o a su acceso a procesos proclives a la corrupción. El resto de empleados no deben, en principio, de gozar de protección, aunque es posible que haya que considerar las múltiples situaciones que se producen en el empleo público, siguiendo los criterios señalados para los otros empleados.
Numerosos estudios muestran que uno de los rasgos de la función pública actual es su falta de motivación. Las razones son diversas pero se pueden sintetizar en tres estrechamente relacionadas: las derivadas del estilo de dirección en las Administraciones públicas, caracterizado por su falta de transparencia y de determinación o comunicación de objetivos; las originadas por la imprecisión o inexistencia de ideales del servicio público; y el descrédito de la función pública en la sociedad que ha debilitado o hecho desaparecer el orgullo por el servicio público.
Esto debe llevar a definir el carácter esencial de las actividades del servicio público; a determinar la motivación que impulsa las acciones del servicio público, incluso en momentos de confusión y desánimo, con recursos muy limitados y unos ciudadanos cada vez más exigentes. Es probable que la motivación y el orgullo de servir a la Administración mejoren si se recupera la singularidad del servicio público buscando su sentido en la prosperidad del bien común y si los responsables políticos y los empelados públicos renuevan su compromiso con el servicio público. Esto implica también la necesidad de reenfocar la posición de los funcionarios dentro del sistema político- administrativo con el fin de ayudarles a desempeñar de manera plena su papel como líderes morales y administradores de los valores públicos.
El cambio cultural que introduce la Nueva Gestión Pública (NGP) ha supuesto la ocultación de las funciones y del rol político de la Administración pública. La NGP presenta a los políticos como estrategas que fijan objetivos generales y definen los valores dominantes. El éxito en la gestión se encomienda a los gerentes a los que se les otorgan plenos poderes para poder llevar a cabo su misión. Estos gerentes normalmente provienen del sector privado en el caso de las grandes corporaciones públicas o se encuentran profundamente culturizados en los valores privados si tienen un origen funcionarial. El resultado del modelo es la indiferenciación entre la política y la Administración y la dilución de las responsabilidades políticas.
Las singularidades de la función pública son fácilmente contrastables con los recursos humanos del sector privado. Esto lleva a algunos autores a afirmar que las prácticas del sector privado no son el camino a seguir ya que, en muchos sentidos, estas aproximaciones son extrañas a la cultura y valores del sector público y que, como señala, Frederickson “los principios de la burocracia pública son, por definición, más éticos que los de las empresas y los individuos que actúan ateniéndose a las reglas del mercado”.
La NGP en su afán de diferenciar la función política de la administrativa, de distinguir entre la responsabilidad política y la imputabilidad de los gerentes públicos y de proyectar una imagen de la Administración desfragmentada, reconducible a la unidad en el seguimiento de los principios del mercado, ha disuelto gran parte de los valores públicos y con ello la naturaleza del servidor público. Claro es que no es la única responsable. El declive de las ideologías, el debilitamiento del Estado, la globalización y las nuevas formas de organización de la sociedad son el contexto en el que produce la desmotivación de los funcionarios públicos.
A pesar de lo mantenido por la NGP, lo que sucede es que los políticos ni quieren ni están preparados para ser superplanificadores, ni abandonan la gestión en manos de los gerentes, como se ha puesto de manifiesto en las Administraciones más reformistas (el nuevo laborismo de Blair, o el gobierno liberal de Howard en Australia). La razón fundamental es porque la responsabilidad política y electoral sigue siendo asignada por los ciudadanos a los políticos y no a los gerentes.
La realidad muestra que las decisiones se comparten entre políticos y funcionarios. Esto obliga, como ha venido sucediendo en el pasado, a determinar un nuevo reparto del poder entre políticos y funcionarios que debe concretarse en un consenso que no será igual en todos los Estados ni en todas las Administraciones, como se está viendo en España en el debate en torno a la creación del directivo público.
Tanto en el caso de los directivos como en el resto del personal, las investigaciones nos muestran que los ideales del servicio público son de una importancia crítica para entender cómo los servidores públicos pueden tener éxito en el trabajo que realizan. Por eso, el desarrollo de los empleados exige una comprensión de la cultura cívica, de sus ideales, ya que es la que determina la forma en la que se participa en el proceso de la decisión política.
Los directivos públicos son los encargados de asumir los ideales del servicio público y de transmitirlos al resto de la organización mediante los más variados instrumentos, destacando las instrucciones de servicio y la traducción operativa a la organización de las decisiones políticas. Para que esto sea eficaz en el desarrollo de los empleados, es preciso modificar el estilo jerárquico que domina en la mayoría de nuestras organizaciones públicas y establecer un diálogo real en el que se debatan los objetivos y el rendimiento en su consecución, a la vez que es preciso adoptar un estilo de dirección más receptivo a las necesidades de los empleados. No es una casualidad que la principal queja de los empleados públicos españoles en relación con sus directivos sea que éstos no les valoran suficientemente.
Un rasgo cultural de nuestros sistemas políticos y de sus instituciones es que los funcionarios tienen poder político y que en el caso de los altos funcionarios esto es más que evidente. Por eso la delimitación conceptual de los funcionarios que están en contacto con el centro decisional tiene un interés que transciende al estudio de las organizaciones administrativas para entrar en el terreno de la composición misma del poder y de sus integrantes.
Precisamente porque los funcionarios poseen este poder se producen con frecuencia situaciones de desconfianza por parte de los políticos. Esta desconfianza implica en muchas ocasiones incrementar los controles externos, privar a los políticos de mejor asesoramiento en las decisiones políticas y un progresivo alejamiento entre ciudadanos y empleados públicos. A esta situación contribuye el hecho de la estabilidad en el empleo de los funcionarios públicos. Algunos políticos pueden sentirse ante este hecho como meros diletantes frente a los profesionales que permanecen al margen de los cambios de los gobiernos.
Es necesario recordar que los privilegios y la protección que tienen garantizados los funcionarios se establecieron en los distintos países con el fin de poder afrontar las presiones políticas en el ejercicio de su deber y resistir las tentaciones de corrupción. De esta protección se favorecen los políticos y la sociedad en general ya que les capacita también para asesorar sin temor. La otra razón del privilegio de la inamovilidad del empleo proviene de la necesidad de garantizar la neutralidad política en la actuación de la función pública. Neutralidad que implica la colaboración activa con el gobierno correspondiente y no indiferencia.
Sin embargo, la extensión de los privilegios a todo el empleo público no está justificada en la actualidad. No se debe desligar el fin social de un servicio público de la plantilla que lo preste. Así, es posible comprobar que subsisten servicios obsoletos socialmente por no remover o redistribuir a sus integrantes. Además, la falta de demanda de los servicios o la carencia o insuficiente financiación de los mismos no afecta a las plantillas. El resultado no solo son servicios ineficientes o ya directamente ineficaces, sino que su financiación detrae recursos de otras necesidades más prioritarias.
En el caso español, como en otros países, se impulsó la laboralización del empleo público con el fin de facilitar la flexibilización del mismo. Más de dos décadas después, los trabajadores públicos han asumido el principio de inamovilidad de los funcionarios, no distinguiéndose de éstos en la práctica.
En puridad, la existencia de una función pública basada en el mérito, no partidista y profesional no requiere generalizadamente un empleo garantizado de por vida, ya que es necesario distinguir entre las distintas funciones públicas, incluso dentro de un mismo gobierno, atendiendo a sus grandes áreas.
Es posible diferenciar dos grandes grupos de empleados públicos, aquellos que ejercen funciones de autoridad del resto. Los primeros deben tener una protección especial para garantizar su neutralidad, las presiones políticas y la corrupción. Esa protección no debe salvar a los malos gestores y debe ser proporcional a los riesgos de ser sujetos de influencia política, a su capacidad de influir en el proceso político o a su acceso a procesos proclives a la corrupción. El resto de empleados no deben, en principio, de gozar de protección, aunque es posible que haya que considerar las múltiples situaciones que se producen en el empleo público, siguiendo los criterios señalados para los otros empleados.
Numerosos estudios muestran que uno de los rasgos de la función pública actual es su falta de motivación. Las razones son diversas pero se pueden sintetizar en tres estrechamente relacionadas: las derivadas del estilo de dirección en las Administraciones públicas, caracterizado por su falta de transparencia y de determinación o comunicación de objetivos; las originadas por la imprecisión o inexistencia de ideales del servicio público; y el descrédito de la función pública en la sociedad que ha debilitado o hecho desaparecer el orgullo por el servicio público.
Esto debe llevar a definir el carácter esencial de las actividades del servicio público; a determinar la motivación que impulsa las acciones del servicio público, incluso en momentos de confusión y desánimo, con recursos muy limitados y unos ciudadanos cada vez más exigentes. Es probable que la motivación y el orgullo de servir a la Administración mejoren si se recupera la singularidad del servicio público buscando su sentido en la prosperidad del bien común y si los responsables políticos y los empelados públicos renuevan su compromiso con el servicio público. Esto implica también la necesidad de reenfocar la posición de los funcionarios dentro del sistema político- administrativo con el fin de ayudarles a desempeñar de manera plena su papel como líderes morales y administradores de los valores públicos.
El cambio cultural que introduce la Nueva Gestión Pública (NGP) ha supuesto la ocultación de las funciones y del rol político de la Administración pública. La NGP presenta a los políticos como estrategas que fijan objetivos generales y definen los valores dominantes. El éxito en la gestión se encomienda a los gerentes a los que se les otorgan plenos poderes para poder llevar a cabo su misión. Estos gerentes normalmente provienen del sector privado en el caso de las grandes corporaciones públicas o se encuentran profundamente culturizados en los valores privados si tienen un origen funcionarial. El resultado del modelo es la indiferenciación entre la política y la Administración y la dilución de las responsabilidades políticas.
Las singularidades de la función pública son fácilmente contrastables con los recursos humanos del sector privado. Esto lleva a algunos autores a afirmar que las prácticas del sector privado no son el camino a seguir ya que, en muchos sentidos, estas aproximaciones son extrañas a la cultura y valores del sector público y que, como señala, Frederickson “los principios de la burocracia pública son, por definición, más éticos que los de las empresas y los individuos que actúan ateniéndose a las reglas del mercado”.
La NGP en su afán de diferenciar la función política de la administrativa, de distinguir entre la responsabilidad política y la imputabilidad de los gerentes públicos y de proyectar una imagen de la Administración desfragmentada, reconducible a la unidad en el seguimiento de los principios del mercado, ha disuelto gran parte de los valores públicos y con ello la naturaleza del servidor público. Claro es que no es la única responsable. El declive de las ideologías, el debilitamiento del Estado, la globalización y las nuevas formas de organización de la sociedad son el contexto en el que produce la desmotivación de los funcionarios públicos.
A pesar de lo mantenido por la NGP, lo que sucede es que los políticos ni quieren ni están preparados para ser superplanificadores, ni abandonan la gestión en manos de los gerentes, como se ha puesto de manifiesto en las Administraciones más reformistas (el nuevo laborismo de Blair, o el gobierno liberal de Howard en Australia). La razón fundamental es porque la responsabilidad política y electoral sigue siendo asignada por los ciudadanos a los políticos y no a los gerentes.
La realidad muestra que las decisiones se comparten entre políticos y funcionarios. Esto obliga, como ha venido sucediendo en el pasado, a determinar un nuevo reparto del poder entre políticos y funcionarios que debe concretarse en un consenso que no será igual en todos los Estados ni en todas las Administraciones, como se está viendo en España en el debate en torno a la creación del directivo público.
Hola. Separar la política de la administración implica hilar muy fino en algunas ocasiones. Observo que en ocasiones los políticos echan mano de funcionarios expertos para exponer en ruedas de prensa determinadas líneas de algún convenio, proyecto, programa educativo, social..¿Puede forzarse el funcionario a acudir a la rueda de prensa? Yo entiendo que obviamente no, pero también creo que se le pone en una situación de compromiso de la que no es fácil salir airoso.
ResponderEliminarun saludo
No se trata de hilar solo muy fino, sino que simplemente no es posible, ya que la Administración pública cumple una función política dentro del sistema político y su parte superior se difumina con el Gobierno. En cuanto a obligar a ir a los funcionarios a ruedas de prensa, esto va a depender de la naturaleza de la misma. Si se trata de exponer técnicamente una cuestión de interés para la ciudadanía creo que es necesario, simplemente porque la confianza de los ciudadanos en los técnicos es superior a la de los políticos. Piénsese en cuestiones como catástrofes, incendios, el caso reciente de la gripe A, etc.
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