En las anteriores entradas vengo insistiendo en los problemas democráticos actuales y en las relaciones entre organización y derecho. Continuando con ello hay que destacar que desde los políticos se trata un modo u otro, de crear dependencias que eviten la personalidad independiente y experta de los altos funcionarios y se trata de atemperar el procedimiento administrativo mediante la neutralización de determinados trámites, para lo que se ha de conseguir que la misma satisfaga o convenga a los intereses de los propios funcionarios, que evitan con ello el enfrentamiento directo o, en su caso, desaparece cualquier documento que pueda ser base de una responsabilidad funcionarial por ilegalidad.
De este modo, a veces, el burócrata no señala cómo se ha de cumplir y ejecutar la ley, sino que se limita a aconsejar el modo de hurtar su plena aplicación y cómo burlarla, sin que su intervención conste en el expediente, base de toda resolución administrativa. Se corrompe el procedimiento administrativo, el cual se parchea mediante añadidos documentales, en caso de recurso judicial, confiando en el peso que aún sigue teniendo la opinión de la Administración pública frente a la del recurrente, creyendo que la primera defiende el interés general y el segundo su propio interés y no el derecho en sí. En el fondo, rige el sistema formal al considerar que la Administración cumple con el principio de legalidad, lo que no sitúa al ciudadano recurrente al mismo nivel, de modo que se enfrenta al poder más que a una argumentación jurídica a juzgar. Paradojas que conllevan las desviaciones del modelo formal y su valor jurídico. Influyendo también la mayor especialización o no de los jueces no sólo en el derecho administrativo sino en el administrar y comportamiento burocrático y por supuesto las deviaciones en el sistema que crea su propia burocracia.
La situación nos muestra dos clases de burócratas en la organización propiamente administrativa que afectan al sistema jurídico: los políticos que dirigen la Administración y los altos cargos administrativos y cuerpos superiores que al estar regidos por un régimen considerado de confianza quedan dependientes de los políticos y ejercen su propio poder en la organización en aquellas cuestiones que a aquellos no les interesan, política o particularmente; de modo que obedecen cuando el político ordena y le facilitan su “política” , o, como se ha apuntado, no dejan huella de su intervención si el caso es descarado. En esta situación, el ciudadano es el mayor perdedor y a la larga el Derecho.
En la formulación de las políticas públicas, al no realizarse propiamente en el seno de un procedimiento administrativo, el político decide, simplemente, teniendo en cuenta o no la opinión administrativa sobre su eficacia, ineficacia o su imposibilidad, de modo que se aprueba la política e, incluso, se hace ley, creando con posterioridad una ineficacia que repercute política y administrativamente pero que puede, o pudo, ofrecer efectos políticos de rentabilidad electoral.
Quizá otra cuestión que provoca distorsiones y evita la burocracia especializada o jurídica es la frecuente alegación de la mayor eficacia de la empresa privada sobre la administración pública, cuando los fines y procedimientos de unos y otros no tienen nada que ver y sus burocracias tampoco y sus efectos tampoco. En la privada la eficacia residen la producción y el beneficio y su plazo es la inmediatez o la brevedad. En la pública reside en la eficacia del Derecho y de la gestión a su alrededor y la de las políticas públicas como fines de servicio a toda la ciudadanía y no al propietario o al partido o gobierno de turno. En la privada, pues, el derecho es instrumento de organización y en la pública es fin y obligación de ejecución y eficacia general para la sociedad.
Pero el ánimo político, en contra de la característica de una administración pública y los procedimientos garantes que exigen el derecho, la restricción del gasto o su eficiencia y el interés público, quiere también la inmediatez porque los partidos y los gobiernos tienen como fin el mantenimiento en el poder y de este modo las políticas públicas necesarias quedan a los procesos y procedimientos legales, si bien se promuevan, o no, según el momento sea propicio a dicho mantenimiento y efectos electorales que lo facilitan. El derecho de fin pasa a instrumento y el sistema se pervierte pues las políticas ya consolidadas como actividad deben mantenerse, pero eso queda como problema de gestión, y ésta puede ser una molestia para el político o disturbarle, siendo un problema burocrático –administrativo y presupuestario.
En una palabra no le renta al político, que prefiere lo nuevo o el cambio que, si lo hacen, produce la proliferación de las leyes y se complica y contradice el ordenamiento con tanta norma que ignora las otras existentes que pueden ser afectadas por las nuevas o que los principios generales se quebranten. El político se puede decir no tiene conciencia del ordenamiento jurídico sino de la ley como instrumento. Por ello si impone su voluntad por encima de todo y la organización administrativa está a su servicio preferente, la legalidad peligra y el sentido jurídico se pierde.
De este modo, en la discusión general o en cada caso por querer la inmediatez en la resolución y ante los procedimientos administrativos que la evitan y el funcionario lo pone de relieve o no es dependiente, el político tiene un obstáculo en la independencia funcionarial y, no estimando los procedimientos jurídicos, considera mejor los procedimientos empresariales y decide la creación de empresas u organismos que se sometan o gestionen por derecho privado y éste y la organización empresarial penetra no siempre allí donde corresponde, que es en el campo del servicio o de las prestaciones o producción de bienes, huyendo del derecho administrativo cuando se hace en campos diferentes al de la simple gestión administrativa, para actuar al arbitrio del político. De otra parte, la creación de empresas privadas resulta un modo de financiación del partido político gobernante y de malversación de fondos que son públicos y no privados e ingresos que no se muestran. Se entra en un proceso de corrupción.
Pero aún así el político ve al funcionario profesional y de carrera inamovible como un “pepito grillo” molesto y que constituye un impedimento a su arbitrariedad y mando y ordeno; y además de las organizaciones administrativas paralelas formadas por eventuales pervierte el sistema de libre designación, la cual de hecho deja de ser un sistema de mérito y capacidad. De este modo, el fin burocrático político es crear dependencias que configuren decisiones favorables a su voluntad y, además, para ello o por ello, la normativa contiene ambivalencias o conceptos muy generales o de los llamados en blanco que se interpretan a conveniencia, subvirtiendo los principios generales de la organización pública que, cada vez más, es de dominio político, aún más cuando los parlamentos son dominio de los partidos. Incidiendo en la organización, corrompiendo sus fines se logra un derecho a la medida y en el que los principios que puedan oponérsele se tachan de inadmisibles.
Si la tendencia de apropiación de recursos humanos y materiales es general en toda organización y, por tanto partido, con mayor o menor fuerza o descaro, la función pública deja de serlo y se convierte en un grupo de personas al servicio del político que, a su vez, lo está al partido y su burocracia, y ésta se sitúa en el seno de la Administración pública por los sistemas de provisión, nombramiento, confianza e idoneidad. Administración pública, gobierno y partido se confunden.
Una contribución importante a esta situación, sobre todo a la de dependencia garante de la arbitrariedad política, es la degeneración del sistema de libre designación que de ser excepcional, como se ha reflejado, pasa a general y más allá de los altos funcionarios llegando a toda jefatura administrativa. Ya no es un sistema que considera la adecuación y conocimientos de la persona para atender, no actos administrativos, sino políticas públicas en determinados campos cuyos conocimientos y posiciones sobre ellos generen la confianza del político que ha de designar.
Los burócratas se defienden con un determinado corporativismo generador de rotaciones en dichos altos puestos según el partido político que domine la Administración o producen normas por las que cuando no “ejercen” sigan percibiendo la retribución alcanzada. Situación que de nuevo satisface a las dos partes: la política y la administrativa. De hecho configuran un cuerpo directivo sin que, en el fondo, les interese una formalización jurídica de la figura del directivo público pues ya lo son.
En conclusión, formalmente, hay un modelo weberiano, pero ni siquiera empresarial sino de servicio incondicional y de partido y de mala utilización de los recursos humanos de nivel superior al restar valor al mérito y la capacidad y al quebrantarse el principio de legalidad y abundar la visión “preceptualista” que es incapaz de interpretar el Derecho para quedarse en el decreto o las instrucciones. La garantía que es característica del Derecho administrativo y de la Administración pública desaparece, si bien parezca respetarse, y aún más cuando el burócrata ya no se rige por él o los principios, sino por la norma y por sus propios o corporativos intereses, igualmente de permanencia y retribución sin ser controlado en su eficacia
En definitiva, esta doble burocracia hace que la eficacia jurídica y la administrativa queden aminoradas en favor de la eficacia política, pero que es la de los intereses de partido o del poder gubernamental que con él se confunde. La organización burocrática así puede afectar a los intereses generales y fines públicos o principios generales jurídicos y administrativos y fines de la organización, bastardeándola. El modelo formal, que el jurista maneja no resulta eficaz, la conflictividad crece, el ciudadano sufre y la democracia alega una soberanía de pueblo que organizativamente no puede existir.
Es posible que queden desviaciones por mostrar, pero en realidad cada comportamiento político y administrativo ilegal ya constituye una desviación de lo exigible formalmente. Por eso aún se considera que el juez es el último refugio de la legalidad, pero tampoco quiere saber nada del comportamiento burocrático y considera la organización administrativa en su configuración ideal y, al mismo tiempo, tiene su propia burocracia con desviaciones en su organización y finalidad. La doble burocracia se convierte en triple.
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