miércoles, 30 de enero de 2008

EL PAPEL DE LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA EN LA JUSTICIA EFECTIVA Y EN LA EFICACIA DEL DERECHO


En un sistema como el nuestro en el que la Administración forma parte del sistema jurídico y contribuye a la formulación del derecho positivo y a su eficacia y realidad a través de sus actos o resoluciones y de su organización y en el que el artículo 24 de la Constitución nos dice que todas las personas tienen derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, sin que en ningún caso, pueda producirse indefensión, y en el que el artículo 106 de la misma encomienda el control de la potestad reglamentaria y de la legalidad de la actuación administrativa y su sometimiento a los fines que la justifican, siempre he considerado que la expresión “ tutela efectiva” que recoge el citado artículo 24 constitucional resulta insuficiente y que en realidad la combinación de este artículo con el 106 y la consideración de la Administración como elemento del sistema jurídico con las finalidades jurídicas señaladas, debe traducirse en la expresión más amplia de la “justicia efectiva”, que implica la efectividad del derecho público en todos sus aspectos. Por ello en alguna ocasión he formulado las siguientes preguntas:

¿Cómo se conjuga el principio de justicia efectiva, que parece reservarse para la esfera judicial, con el papel jurídico de las Administraciones públicas y su integración en el sistema jurídico estatal? ¿Constituye una obligación de las Administraciones públicas o del legislador el organizar su acción, procedimientos y estructuras, de modo que se cumpla el derecho evitando trámites procesales o judiciales a los ciudadanos o la sobrecarga del poder judicial? ¿Quién puede responder de modo negativo?

Y vienen a cuento las preguntas, por una parte, por la pérdida de conciencia del señalado papel jurídico de la Administración como instancia previa a cualquier proceso judicial respecto del ejercicio de sus competencias y como factor de ejecución directa del Derecho y de las leyes y, por otra, por la ya comentada postura jurisprudencial sobre la discrecionalidad considerando comprendidas en la misma a determinadas actuaciones de la Administración que se revisten de carácter técnico u organizativo, y que ya ha sido comentada en otras entradas de este blog. Pero sobre todo ya que en la actualidad la eficacia de las Administraciones se presenta, desde perspectivas de la empresa privada y de la gestión de los servicios públicos, como una eficacia de resultados, hay que poner el contrapunto y evidenciar una cara más del poliedro que constituye la eficacia de las Administraciones públicas y que alcanza a la justicia como derecho fundamental. Entendiendo como justicia la realidad efectiva del Derecho.

martes, 29 de enero de 2008

LA EFICACIA EN LAS ADMINISTRACIONES PÚBLICAS



La continua referencia a la eficacia en las Administraciones públicas y la conexión que siempre presenta la misma con la comparación con la empresa y gestión privada me mueve a llevar al Blog, aun cuando sacada de contexto, parte de mi análisis de la cuestión, eliminando notas al píe de página, en mi trabajo sobre Juridicidad y organización en la Administración pública española, con el fin de suscitar la reflexión; en él, contemplando a la eficacia como principio mantenido por el artículo 103.3 de la Constitución, digo:

“Con mayor razón, en este caso que el principio tiene una utilización tan varia resulta todavía más claro que es un principio general que preside la actuación de las Administraciones públicas, sin perjuicio de que lo sea de toda la actividad política, y que simplemente, por ello, es un principio de organización o, al menos, que toda organización al establecerse o decidirse tiene como primer punto de referencia, para ello, que sea eficaz y, esto, en primer lugar significa que sea útil para cumplir los fines que la justifican.

La eficacia así, sin perjuicio de que sea un principio de aplicación al Derecho y, con él, a los actos administrativos en su concepto jurídico, le transciende y constituye uno de los elementos que conectan claramente a Política y Administración y que evidencia que ambas son actividades que constituyen un continuum y que son elementos inseparables de una misma cuestión y problema y que, en consecuencia, ambas se presentan como instituciones componentes del Poder ejecutivo del Estado moderno y democrático. Desde esta perspectiva político-administrativa, el derecho o la norma constituye un medio y no el fin inmediato, de ahí que entendamos que el principio de eficacia transciende de lo jurídico. La paradoja surge cuando la unión entre Política y Administración precisa para su eficacia de una separación técnica y de diferencia de poderes en el seno interno del Ejecutivo, lo que, ya hemos señalado, que constituye garantía jurídica y de eficacia general y que es el elemento de equilibrio entre ambas partes de dicho poder estatal ejecutivo, Gobierno y Administración.

Se justifica, así, lo que ya exponía Alejandro de Oliván cuando decía que administrando se gobierna, y nos evidencia que el punto que ahora consideramos, la eficacia de las Administraciones públicas, es también el de la eficacia política y que es elemento básico en la configuración del contenido y método de la Ciencia de la Administración y hace de ésta un elemento esencial para el buen funcionamiento de las Administraciones públicas y de la Política de cada Estado, hasta el punto que su desconsideración por los Gobiernos, por los políticos y por las Universidades, constituye un instrumento de medida de la salud pública de un Estado y su sociedad. Por lo tanto, aquí, interesa resaltar que la eficacia obliga a todas las Administraciones públicas, pero que así como sabemos qué son la jerarquía, o la descentralización o la coordinación como formas de organización, la eficacia es una cuestión mucho más compleja, pues, por un lado, lo es de toda la Administración pública como organización y, por otro, de cada actuación, plan, medida, norma, etc. concretas y que, en todo caso, exige de una actividad administrativa dirigida a dicha eficacia y que constituye una función pública, propiamente dicha y actuación profesional de los administradores públicos. Esta actividad dirigida a la eficacia pública, que es función pública y actuación profesional, es no sólo esto, sino la base de la consolidación de la Ciencia de la Administración. Baena del Alcázar resume la aportación práctica de esta ciencia cuando dice: la Ciencia de la Administración debe aportar a la ciencia política la eficacia del Estado, es decir, la satisfacción efectiva de las demandas sociales, lo que revierte a la segunda cuestión abierta a comienzo de estas páginas sobre cómo administrar. No sólo se trata de saber qué es y qué hace al más alto nivel la Administración. Se trata también de cómo se debe administrar para cumplir la última e imperiosa necesidad del Estado, la justificación por sus resultados en forma de prestaciones sociales.

De otro lado, la denominada crisis del Estado y sus factores, tales como la internacionalización de problemas y soluciones, la superación del Estado- Nación, la demanda de retroceso del Estado o las privatizaciones, etc., al hacer que muchas decisiones políticas estén condicionadas por factores externos a la política nacional, han ocasionado que la prestación de servicios como actividad administrativa y política haya adquirido preponderancia, siendo en esta prestación en donde más factible se hace la medición de la eficacia y de los resultados concretos, mientras que las actividades clásicas de garantía de intereses públicos o libertades y de policía y orden público, quedan en otro plano y su eficacia presenta frentes más problemáticos, no sólo porque siempre cabe alegar una insuficiencia en las actuaciones correspondientes, sino también porque su popularidad resulta menor y, además, su solución depende en buena parte de otros componentes sociales o de acciones en otros ordenes sociales y culturales, ofreciendo una mayor complejidad que la de la prestación de servicios públicos concretos. Y, así, resulta lógico que se haya identificado en el sector público la eficacia con la gestión privada al presentarse la prestación de servicios como el campo en que la colaboración de los particulares o de los empresarios privados se produce, admitida además por el Derecho administrativo, y constituyendo, también, una actividad de componente económico en la que las formas de organización autónomas o empresariales están permitidas. Perspectiva equivocada o incompleta, pues, principalmente, lo que se produce es una posibilidad más clara y evidente de medir los resultados. Esta identificación y la situación general antes apuntada de dificultad política y publicidad de las actividades clásicas, determinan de hecho una renuncia al estudio y análisis de la eficacia pública como tal, la cual afecta o alcanza a la satisfacción de todas las necesidades sociales, pero que tiene un objetivo principal que es la existencia de la propia sociedad de que se trate, lo que obliga, en cambio, a que las estructuras sociales formalizadas por el Derecho y los equilibrios establecidos y los fines públicos se mantengan y no se subviertan."

viernes, 25 de enero de 2008

LA EVALUACIÓN DEL DESEMPEÑO DE LOS EMPLEADOS PÚBLICOS


Uno de los considerados elementos fundamentales de la regulación del Estatuto Básico del empleado público es la evaluación del desempeño de los empleados públicos. La necesidad de que el trabajo y la actividad de los funcionarios públicos y empleados de las Administraciones públicas sea evaluado es algo con lo que nadie puede estar disconforme y que incluso los mismos empleados pueden desear, pero el verdadero problema es establecer el sistema y los procedimientos para dicha evaluación y sus consecuencias en la propia organización de las Administraciones públicas. Nunca ha habido experiencias concretas, regladas y evolucionadas en procedimientos de calificación y evaluación del trabajo realizado por los empleados públicos, por ello el establecer que debe existir un sistema es una decisión fácil, la muestra de ello es el artículo 20 del mencionado Estatuto, que no establece ninguno concreto sino, simplemente, unos principios y unos efectos, trasladando a cada Administración pública el muerto.

Tampoco es difícil configurar un sistema en teoría en norma con rango de Ley. Particularmente, lo hice en el borrador de Ley valenciana de la Función Pública, que dio lugar en el texto legal aprobado a un artículo en el que se establecían unas Juntas de Calificación por cada Departamento a efectos de valorar el rendimiento del funcionario mediante el establecimiento de una calificación motivada y comunicada, con participación sindical y que podía tenerse en cuenta a efectos de la provisión de puestos de trabajo. Sistema que nunca se llevó a efecto y que no dio lugar ni a un borrador del reglamento previsto en dicha Ley.

El problema real, es que el sistema implica un procedimiento y una organización, la intervención de los jefes inmediatos, la de los sindicatos, la pericia y conocimiento muy exacto en cada actividad y puesto de trabajo existente en una Administración pública, que son muy variados y complejos, sin perjuicio del control de permanencia, actitud, etc., limando toda subjetividad y politización. Pero, además, es que el procedimiento acaba siendo administrativo y de carácter jurídico, contradictorio y muy posiblemente con consecuencias judiciales, pues afecta a la carrera profesional, retribuciones complementarias y permanencia en el puesto. Imaginar los problemas que pueden surgir es fácil. La pendencia en la gestión de personal de las resoluciones judiciales puede ser muy importante.

Finalmente, el empleado cuenta también con inconvenientes, pues debe probar la subjetividad de la Administración, en su caso, la inadecuada valoración, etc. y puede también depender de una jurisdicción contencioso administrativa que rehuirá en buena parte los asuntos técnicos considerándolos como tales y no entrando a sustituir la valoración de las Administraciones públicas, salvo que con mucha claridad se contravengan los principios de transparencia, objetividad, imparcialidad, no discriminación, audiencia y motivación.

El Estatuto ha dejado un buen problema a las Comunidades Autónomas, sin perjuicio de la necesidad de establecer un sistema, pero lo ha convertido en un problema político, pues las Leyes de desarrollo del Estatuto lo son, y porque no hay experiencias válidas en la materia con las repercusiones que se da en la actualidad al sistema.

domingo, 20 de enero de 2008

LOS POLÍTICOS Y EL MÉRITO Y LA CAPACIDAD.


La designación del D. Manuel Pizarro como número dos de las listas del PP para Madrid, ha promovido un río de comentarios en todos los sentidos, pero lo traigo a colación al efecto de reflexionar en torno a la necesidad o no de que los políticos sean designados atendiendo a sus méritos y capacidad en relación, como es natural, con el puesto o cargo a desempeñar.

Lo primero que creo que hay que poner de relieve es que los políticos no son una categoría única o monolítica, sino que en realidad son clasificables en distintos tipos. Podemos hacer referencia a políticos de partido o al político profesional; también se puede considerar la existencia de los denominados políticos híbridos o funcionarios o técnicos de la Administración pública que acceden a cargos políticos. Ello promueve que podamos hacer una diferencia entre cargos públicos y otros puestos políticos, entendiendo a los primeros como aquellos cargos que forman parte de la organización de las Administraciones públicas y que se configuran como verdaderos órganos administrativos o como componentes de los mismos y que han de dirigir la correspondiente Administración, gobernando o administrando. Se distinguirían claramente, sin perjuicio de que puedan formar parte de los parlamentos u órganos legislativos, de los representantes populares en dichos órganos como diputados de los mismos. Aún cabe que en los que ocupan cargos públicos hagamos o marquemos diferencia entre los que ocupan dichos cargos en la Administración estatal o en la Administración local, considerando que éstos, caracterizados, sin perjuicio del Alcalde, por los concejales y cargos similares, proceden de un proceso electoral; es decir son elegidos y no nombrados y unos se integran en la Administración correspondiente como dirigentes y otros simplemente en los órganos de gobierno como oposición.

En la configuración actual del acceso a “lo público” la Constitución de 1978 solamente se refiere a la aplicación del mérito y la capacidad en el acceso a la función pública, en su regulación estatutaria; es decir sólo hace referencia respecto de los funcionarios públicos. El resto de lo que se puede considerar como función pública o cargos públicos, simplemente, de acuerdo con el artículo 22, tienen derecho de acceso a los mismos en condiciones de igualdad con los requisitos que marquen las leyes. No ha habido ningún otro condicionante, salvo el muy general que en determinados cargos públicos marca la Ley 6/1997 de Organización y Funcionamiento de la Administración del Estado, para los denominados cargos directivos (subsecretarios, Secretarios Generales, Secretarios Generales administrativos y Directores Generales) que según la Ley deben de nombrarse de acuerdo a criterios de competencia profesional y experiencia; si bien en la práctica el que se haga referencia a criterios y no a sistemas o procedimientos de mérito y capacidad, ha otorgado un amplísimo margen de discrecionalidad que resta realidad o eficacia al pretendido mérito y capacidad. Hay que significar que el artículo 40 de la Constitución de 1931 en cambio no dejaba a la Ley la decisión, sino que ella misma establecía que Todos los españoles, sin distinción de sexo, son admisibles a los empleos y cargos públicos según su mérito ya capacidad…; luego sí consideraba el sistema de mérito y capacidad en cargos públicos.

En resumen, la realidad nos muestra que, sólo en la Administración General del Estado la Ley se ocupa del mérito y capacidad en cargos públicos, siendo así que en ella y en las Comunidades Autónomas y en algunos de la Administración local van a ser titulares de órganos administrativos y a dirigir a las Administraciones públicas y sus funcionarios y es lógico que conozcan el medio en que trabajan.

En cambio en la participación en los asuntos públicos hemos de considerar comprendida, principalmente, la de contribuir a configurar y adoptar las políticas públicas o decisiones políticas más importantes y en esa tarea y según el nivel político territorial correspondiente las exigencias no pueden ser las mismas que en los cargos públicos que ejercen funciones públicas propiamente dichas o dictan resoluciones administrativas. Para dicha participación más general es lógico que prime más la pertenencia o militancia a un partido político o la relevancia o consideración social del posible candidato y su posibilidad de conseguir votos, más que su experiencia concreta en administración pública. Por el contrario la Administración municipal puede ser un campo importante de formación de los políticos y de su adquisición de mérito y capacidad.

La repercusión de la designación del Sr. Pizarro revela hasta qué punto la política española está necesitada de la aparición de profesionales que desde el sector privado se incorporen a los niveles claramente políticos de las Administraciones públicas en los que se configuran nuestras políticas generales y que den frescura a un sistema ampliamente formado por políticos de partido o profesionales de la política, burocratizados y politizadores de la parte técnica de dichas Administraciones.

sábado, 12 de enero de 2008

Artículo de Joaquín Herrera del Rey

Reproduzco un artículo de Joaquín Herrera del Rey, publicado en el Diario de Sevilla. Joaquín Herrera es Presidente de la Asociación Juristas contra el ruido.
Las administraciones no tutelan al ciudadano frente al ruido.

El que espere que la Administración le vaya a solucionar un problema de contaminación acústica, eficazmente, sin ir a los Tribunales, ha vuelto a creer en los Reyes Magos, lo cual también tiene su encanto. Y eso, a pesar de que el Consejo de Ministros ha aprobado recientemente, el pasado octubre, dos decretos de protección contra el ruido. Las normas actuales públicas sobre ruido pivotan sobre cinco principios básicos que alejan por completo a los vecinos del "concepto ruido" que tiene nuestro legislador.

En un primer principio se exceptúa el ruido vecinal. La Administración pública se ha dedicado a dar normas a futuro para las infraestructuras sin que la Ley del ruido de 2003 todavía haya tenido ninguna aplicación práctica y pragmática. El ruido común no se regula. En lugar de potenciar la Ley de Bases de Régimen Local para tratar el ruido que realmente preocupa. Lo único que se trata es el ruido de las infraestructuras, no lo que la mayoría de los mortales entendemos por ruido.

España es el único país con dos condenas al Gobierno por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos por ruido y parece que el "ruido" que realmente afecta a los vecinos no va con el reino de España. La opción preventiva del Gobierno es mapas de ruido y planes de acción. No se exterioriza que esto hasta el momento ha sido un absoluto fracaso; no se perfila un cambio de criterio. Por ejemplo los mapas de ruido de las grandes ciudades que se tenían que haber entregado en junio del 2007 aún no se han finalizado y no recogen el problema del ruido del ocio (la movida se mueve): bastará el cambio de una dirección en el sentido del tráfico o un nuevo semáforo para que el mapa sea inservible. Mientras que no haya mapas no hay planes de acción; es decir, no se hace nada.

Un tercer razonamiento radica en el hecho de que para las administraciones no hay ruido sin medición y medición siempre con sonómetros de tipo 1 (los más costosos y complicados) y con nuevos índices modificativos de los anteriores. Es más que evidente que hay ruido aunque no se mida. Es decir, mientras que la victima no consiga que se mida, y eso ni es fácil ni rápido ni barato, tendrá que seguir soportando el ruido.

Si el Ayuntamiento decide abierta u ocultamente no medir (al crearse pruebas, contra sí mismo, de su incompetencia) las comunidades autónomas tampoco lo hacen .La coordinación y servicio al ciudadano en esta materia es inexistente. La eficacia inoperante. La medición se ha convertido en un obstáculo más para las victimas y un amparo para los contaminadores.

Otro de los principios en que se basa la legislación es la liturgia y adoración al decibelio, a la medición y a los mapas acústicos. Pero, ¿se puede medir según el Decreto Andaluz sin considerar los nuevos índices del Reglamento Estatal? Desde luego vibraciones no. ¿Como se coordina la Ley de Gestión integral de Contaminación Andaluza con la nueva normativa estatal?

Mediciones y mapas son diagnósticos no soluciones. Dependerá de lo bien que se haga y de quien pague dicha prueba. Del espíritu y finalidad para que se haga. De su adaptabilidad a las nuevas circunstancias. De su rigor. Si lo que se pretende con la medición es conseguir la licencia o realmente comprobar si las obras de insonorización se han hecho y están bien hechas. Y que después efectivamente se tomen las medidas correctoras eficaces.

Antes de medir, como requisito sine qua non, nosotros entendemos que habría que comprobar si el foco emisor cumple la normativa (urbanística ambiental y de seguridad) y las mejores técnicas disponibles ¿Para que molestar a las victimas antes?

La virtualidad práctica de las comprobaciones in situ del código técnico no han quedado definidas en estas normas. Desde luego si siguen siendo los técnicos, de las propias obras o actividades, los que midan en lugar de funcionarios será como si los asesores fiscales comprueban las rentas de sus clientes. Y todo parece indicar que será así.

Pero al final, todo queda en manos de los ayuntamientos. El problema real, el ruido que preocupa, es el ayuntamiento quien tiene que resolverlo (ocio, botellón, tráfico, actividades, ferias, bandas, ruido industrial o comercial, aires acondicionados etcétera). El Ministerio da normas sobre ruido de infraestructuras, la comunidad otras normas adicionales y el ayuntamiento tiene que cumplirlas y no lo hace. Indudablemente falta decisión política y a veces medios para hacerlo. Esta es la muy triste realidad para el administrado.

Por ejemplo, frente a la obligación de resolver de las delegaciones de medio ambiente, los ayuntamientos consideran que tienen el derecho a no contestar, ni contestan a las denuncias, ni a las solicitudes ni a los procedimientos de responsabilidad patrimonial. Y si pueden ni informan ni muestran los expedientes. Eso de la eficacia y el servicio a los ciudadanos de buena fe queda para otros…. En unos ayuntamientos hay operaciones Guateques…, en otros el ambiente es sobrecogedor y en los más ni se reciben ni se escuchan a los vecinos con receptividad. La LEY 27/2006, de 18 de julio, por la que se regulan los derechos de acceso a la información, de participación pública y de acceso a la justicia en materia de medio ambiente es ignorada supinamente por los ayuntamientos.

viernes, 11 de enero de 2008

LAS POLÍTICAS PÚBLICAS Y EL DERECHO


El enunciado que preside esta reflexión puede comprender muchos aspectos y no elimino la posibilidad de utilizarlo en más de una ocasión. Pero el objeto de la actual no es tanto poner en evidencia que la mayoría de las políticas públicas se formalizan como una norma jurídica u obedecen a cumplimientos y ejecuciones del derecho y de las leyes, como manifestar que el estudio de las políticas públicas se ha conformado, básicamente desde el punto de vista de las disciplinas de la ciencia política y que ello ha implicado o implica que las bases y las repercusiones jurídicas no se manifiesten.
Las políticas públicas constituye, podíamos decir, un ámbito de modernidad utilizado por todo diletante de la Política y de la Administración, cuando no un factor de la llamada “colaboración” del sector privado o de los departamentos universitarios con la Administración pública (en realidad con sus gobiernos) y una fuente de ingresos, por tanto para aquéllos (sector y departamentos). Pero lo que resulta importante, desde ese signo de modernidad es que la cuestión “vende” o “viste” mucho, lo que no quiere decir que no sea de tener en cuenta y necesaria, sino que las políticas públicas pueden acabar siendo en si mismas una política de imagen y de apariencia y un eludir los difíciles problemas que la administración pública plantea diariamente.
Desde mi punto de vista la política pública más importante es la de la eficacia del Derecho promulgado, en cuanto éste tiene que ser el reflejo de las políticas públicas formalizadas y aprobadas por los sistemas democráticos y de participación exigidos en un Estado de Derecho, decidiendo al mismo tiempo el campo reservado a la acción del reglamento o de la simple acción administrativa. Por ello, cuando la política pública se convierte en un instrumento de conformar todo interés afectado por una determinada materia, pensando en el voto del sector o sectores afectados, acaba desligándose del Derecho y contradiciéndolo de un modo u otro y deja de ser tal política pública para ser otra cosa que no me atrevo calificar y se refugia en el tiempo político y en la lentitud de la Justicia, de tal modo que el que venga detrás apechugará con el muerto correspondiente.
En la medida que escribo surge como efecto paradigmático la sentencia sobre el teatro romano de Sagunto, fruto de una política pública que contraviniendo la legislación correspondiente se mostraba como signo de cultura, modernidad y practicidad. Lo normal, tendría que haber sido no actuar o realizar una política contraria a Derecho, sino, en su caso y si era posible y adecuado, realizar la política de cambiar el Derecho correspondiente.

domingo, 6 de enero de 2008

TRIBUNALES, ADMINISTRACIÓN Y EJECUCIÓN DE SENTENCIAS


Desde hace años, prácticamente desde mis inicios en el estudio del Derecho administrativo, he visto planteada la cuestión de la ejecución de las sentencias, cuando en ella tiene que intervenir la Administración pública y acudo a la actual afirmación constitucional de que el ejercicio de la potestad jurisdiccional, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado corresponde a los Juzgados y Tribunales, la cual ha venido manifestada de siempre en las leyes de la jurisdicción contencioso administrativa, y que ha sido objeto de múltiples análisis doctrinales, llegándose a mantener que el contenido del acto administrativo que viniere a ejecutar una sentencia, podría incluso estar predeterminado o redactado por ésta.
Sin embargo, en mi condición de funcionario siempre fui consciente de que la tarea de juzgar no lo es siempre sobre un acto administrativo escrito, sino en una buena parte respecto de silencios e inactuaciones administrativas o inmotivaciones absolutas de decisiones o resoluciones que se ven protegidas por extensos expedientes llenos de papeles y trámites la mayor parte de las veces técnicos. Por ello, dados estos casos, se me ha hecho siempre difícil estimar la manera en que los tribunales podían hacer ejecutar la sentencia o incluso determinar el contenido de ésta, cuando los fundamentos jurídicos se ocultan o no existen. Son estos, la mayor parte de las veces, casos que se resuelven judicialmente, desde un punto de vista formal, pero casi nunca materialmente y que finalizan en el regreso a la Administración del expediente con retroacción de actuaciones o para que se dicte nueva resolución, motivada. Previamente la Administración, avisada ya, complica el expediente y remite todo papel que se relaciona con el asunto, de modo que lo voluminoso del mismo complica la vida de abogados contrarios y jueces y se pierdan en el marasmo de papeles. He visto sonrisas significativas por parte de los funcionarios cuando dicha actuación tendenciosa se produce.
Resulta evidente que hacer ejecutar lo juzgado consiste muchas veces de nuevo en una actuación administrativa material, aun cuando el artículo 17.3 de la Constitución lo considere como una manifestación de la potestad jurisdiccional; de modo que la Administración comienza a hacer y considerar necesario hacer lo que nunca hizo en el expediente y lo reconstruye a su conveniencia, empleando todo el tiempo que le viene en gana. Y la consecuencia de ello es una gran tomadura de pelo y una significativa ineficacia del derecho y de la justicia, cuando no un ejercicio de prevaricación indudable de los funcionarios públicos, que nadie parece dispuesto a atajar. Puedes tardar un buen número de años para que la Justicia determine la contrariedad a Derecho de una actuación administrativa, pero puedes ver que nunca se dicta ni la sentencia ni el acto de ejecución que determine el derecho existente o que debió otorgarse en su momento. Y esto resulta una responsabilidad de Estado, y la inejecución jurisdiccional lo es, en particular, del poder judicial, que no ha sabido convertir en potestad jurisdiccional la ejecución de sentencias, por muchas razones que sería muy fuerte enumerar porque pueden dar vergüenza, pero sobre todo por falta del ejercicio de la autoridad que el ordenamiento jurídico les otorga en este campo, en el que los funcionarios deben entenderse bajo sus órdenes y sometidos en caso de incumplimiento a las multas y responsabilidades correspondientes.
Pero lo cierto es que en muchos casos ello significa bajar al ruedo y enfrentarse con el toro, sustituir a la Administración de una forma u otra y entrar en las covachuelas. Surge o aparece en el fondo la clásica postura de que son cosas distintas administrar y juzgar y pretendiendo circunscribirse únicamente a lo segundo, en estos casos, se disminuye la potestad jurisdiccional y se finaliza no juzgando en la realizad y, paradójicamente, se acaban adoptando criterios burocráticos y funcionariales.
Mientras, los interesados y sus defensores quedan impotentes, tratados injustamente por todas partes y su indignación sube enteros. Se desea entonces que los causantes de la situación se vean en situación similar y que sepan lo que vale un peine. En estos casos yo recuerdo la reflexión de Ihering de que nadie puede saber lo que es el Derecho, aunque tenga todo el corpus iuris en la cabeza, si previamente no ha sufrido en sus propias carnes la injusticia. Pero, también, hoy, ante la rabia e impotencia que se siente en estos casos, recuerdo al poeta Blas de Otero y pienso me queda la palabra. Me siento y escribo.

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