En mi vida profesional como funcionario he tenido siempre claro que la Administración pública forma parte no sólo del sistema institucional político, sino del sistema jurídico y que una gran parte del derecho público depende de una buena Administración pública como poder y garante de la legalidad, hasta tal punto que el Poder judicial en la parte contencioso administrativa que juzga los actos administrativos, a su vez, depende en gran medida de los antecedentes o expedientes previos sustanciados en la Administración, sin perjuicio de que en el proceso judicial todo pueda plantearse de nuevo, corrigiendo si cabe las carencias en vía administrativa. No ocurre siempre así y, por ello, muchas veces, me ha llamado la atención como asuntos claramente contrarios a derecho y actuaciones irregulares en la Administración pública, no eran sancionadas en la vía judicial.
El por qué ocurra así tiene un buen número de razones y complicadas de explicar desde el punto de vista técnico, pero me voy a centrar en algunas que cada día me resultan más evidentes. Una es que la jurisdicción contencioso administrativa es una jurisdicción especializada que requiere un buen conocimiento del Derecho administrativo, de sus principios generales, más que de sus normas concretas, hoy casi inabarcables, pero en cambio los especialistas son escasos y cada día, desde la puesta en marcha de los Juzgados administrativos, existen más nombramientos temporales o interinos. Otra es que la especialización debe extenderse al conocimiento de la Administración pública como organización y su funcionamiento. Aún recuerdo una lejana conversación en el tiempo con un magistrado especializado que me decía que mi concepto de la Administración era peor que el que tenían en la Justicia y no había otra razón para ello que dicho conocimiento o experiencia por mi parte. Una tercera razón es el predominio del derecho civil, como derecho general y común, en la formación académica y en la formación judicial, hasta el punto de que el proceso se considera como un enfrentamiento entre intereses de parte. Esta visión civilista, considerando primero el interés del demandante, su petición, hace que se valore ésta ante todo y que, de otro lado, no se contemple como interés público el cumplimiento estricto de la legalidad, sino la proporción o no de lo solicitado con respecto a unos intereses generales que configuramos subjetivamente y que automáticamente comparamos con otras situaciones conocidas. Surge así el prejuicio y con él, la decisión se prefigura prácticamente, de tal manera que resultan baldíos los esfuerzos en hacer ver que existe un interés público prevalente que se quebranta y que hay que defender ante todo y que está por encima de la situación concreta y su valor.
Todas estas razones influyen en que se predetermine y prejuzgue que la Administración sabe bien lo que hace o que los demandantes se exceden en sus pretensiones, queriendo sacar provecho del propio funcionamiento deficiente de la Administración. Los que, como yo hemos trabajado durante mucho tiempo en todos los ámbitos de la Administración, también pensamos en ocasiones de este modo, pero en cambio somos más conscientes del abuso en la actuación administrativa y política, de las desviaciones de poder y de la máquina aplastante que puede llegar a ser, sobre todo consciente primero de la lentitud judicial y amparada en ella y en la dificultad de que sus planteamientos ante la Justicia puedan ser adecuadamente controvertidos o sustituidos en su caso por los magistrados.
Aún a pesar de extenderme demasiado, voy a reflejar una amplia parte del Texto de la Exposición de Motivos de la Ley Reguladora de la Jurisdicción Contencioso administrativa de 27 de diciembre de 1956, franquista, pero de gran calidad técnica y que salvo por la aparición del poder autonómico, hubiere podido, desde mi punto de vista, subsistir. Y sobre todo la mencionada Exposición de Motivos, aún debía formar parte de nuestro Derecho. Pues bien, en el punto II de la misma nos dice:
La Jurisdicción Contencioso-Administrativa no debe entenderse ni desarrollarse como si estuviere instituida para establecer, sí, garantías de los derechos e intereses de los administrados, pero con menos grado de intensidad que cuando los derechos e intereses individuales son de naturaleza distinta y están bajo la tutela de otras Jurisdicciones. Si la Jurisdicción Contencioso-Administrativa tiene razón de ser, lo es precisamente en cuanto, por su organización, sus decisiones ofrecen unas probabilidades de acierto, de ser eficaz garantía de las situaciones jurídicas, de encarnar la Justicia, superiores a las que se ofrecerían si las mismas cuestiones se sometieran a otra Jurisdicción.
En verdad, únicamente a través de la Justicia, a través de la observancia de las normas y principios de Derecho, es posible organizar la Sociedad y llevar a cabo la empresa de la Administración del Estado moderno.
En la complejidad y extensión de éstas normas, subordinadas entre sí jerárquicamente, proclaman y definen cuál es el contenido del interés público en todas y cada una de sus manifestaciones.
El acatamiento y cumplimiento de las normas se impone, por ende, cualquiera que sea el criterio subjetivo de las autoridades y funcionarios, como base de la existencia de un orden social y de la unidad de la acción administrativa.
Los principios de unidad y de orden quiebran, ciertamente, cuando, bajo el pretexto de interés público, se pretende sustituir lo dispuesto en el ordenamiento jurídico por el sentimiento que del bien común tenga en cada caso el titular de la función, el imperio del Derecho por la arbitrariedad.
Y así, la necesidad de una Jurisdicción Contencioso- Administrativa eficaz transciende de la órbita de lo individual y alcanza el ámbito colectivo. Porque las infracciones administrativas se muestran realmente no tan sólo como una lesión de las situaciones de los administrados, sino como un entorpecimiento a la buena y recta administración. Y de ahí la certeza del aserto de que cuando la Jurisdicción Contencioso-Administrativa anula los actos ilegítimos de la Administración, no tan sólo no menoscaba su prestigio y eficacia, sino que, por el contrario, coopera al mejor desenvolvimiento de las funciones administrativas y afirma y cimienta la autoridad pública.
¡Qué visión más progresista!, frente a la decimonónica separación estricta entre Justicia y Administración del modelo francés del Conseil d´Etat, que fomenta la actual politización.
¿Qué decir? Sólo se me ocurre que vivan estos principios, que resuciten, que se apliquen.
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