lunes, 3 de diciembre de 2012

LEY, REGLAMENTO Y POLÍTICAS PÚBLICAS IV

En la triple relación establecida en el título de las últimas entradas falta por hacer una referencia más detallada a las políticas públicas. De lo que considera Baena del Alcázar la noción de política pública ya he ofrecido información en este blog, pero para distinguir las políticas públicas que interesan a efectos de conocer cómo se administra, hemos de considerar que la decisión política que se adopte sea conformadora; es decir, trate de producir un efecto o cambio en la sociedad, que sea, al menos en aquella en la que se establece, innovadora y, sobre todo, que cuente con los medios y recursos que permitan su eficacia y realidad. De este modo, se reduce, el campo de las decisiones políticas que analizar o estudiar.

Pues, bien, si esta es la noción de política pública que nos interesa, en el estudio de su adopción, hay que atender a cómo se formaliza; es decir, a cómo se nos manifiesta esta política pública hacía el exterior y la importancia que tiene esta formalización, para el seguimiento y control de la decisión o política correspondiente. En consecuencia, lo normal es que la política se formalice bien como una ley, en cuyo caso esta formalización es obra del parlamento y significa, también, la aprobación de la política o, en su caso, su cambio o modificación, o bien se haga a través de un reglamento, en cuyo caso es el Gobierno o uno de sus miembros quien aprueba; debiendo tenerse en cuenta en este caso si se invade o no la reserva de ley, de la que ya hemos escrito. Por tanto, podemos decir que si la política pública se refiere a una de las materias en la que existe una reserva constitucional o legal en favor de la ley, es preciso que sea una norma de este rango la que la formalice y regule, bien porque la Constitución lo exige, bien porque está establecida la reserva en una ley anterior que hay que respetar, sea para cumplirla, sea para eliminar la reserva para los futuros cambios de la política formalizada. En resumen, las políticas públicas pueden ser leyes o reglamentos y no voy ahora a referirme a las consecuencias de que una política pública sea modificada en el parlamento.

No obstante, si bien esto es lo normal y lo que exige un sistema jurídico y racional y el seguimiento y control de la acción de gobierno, la realidad nos puede mostrar que hay decisiones o políticas públicas importantes que no adoptan la forma que corresponde a su importancia y se formalizan por norma de rango menor al que sería lógico (de ahí que le reserva de ley deba tenerse en cuenta), si bien, en consecuencia, se publican y pueden controlarse. Pero también existen casos en que no se formalizan ni se publican, con lo que la percepción de su existencia se hace más difícil y la acción de su ejecución es menos controlable, siendo los actos y los hechos los que pueden darnos muestras de la existencia de tal política pública. Pero sea como sea, lo que sí es necesario para la efectividad de toda política que no sea mera propaganda o cínica y falsa, es que los recursos económicos y de todo tipo se recojan en los presupuestos generales correspondientes; de ahí, que las leyes de presupuestos puedan constituir un sistema de formalización de políticas públicas, sin mostrar una verdadera regulación y sí, simplemente, una dotación económica que permite o facilita la acción. Leyes, estas, las presupuestarias que por su complejidad no permiten con facilidad un control pormenorizado y que constituyen, por dicha razón un medio cómodo de evitar conflictos al poder ejecutivo. Por eso, en la entrada referida a los presupuestos y la racionalidad, pedía que se avanzara más en el control de estas leyes, lo que exige de una actividad parlamentaria y de oposición clara y de una Administración objetiva, técnica, imparcial y más independiente.

Pero en la relación entre políticas públicas y la ley, quiero evidenciar otro hecho que tiene clara influencia en las posibilidades de control o no del poder ejecutivo o de la configuración o no de espacios discrecionales y que el ámbito jurisdiccional, por tanto, no controla tanto, sobre todo en cuanto no analice los principios generales o subyacentes en la totalidad del ordenamiento jurídico, lo que exige una mayor capacidad de relación de normas y conceptos en el controlador o juzgador. El hecho se evidencia, por ejemplo al leer a Habermas, en Derecho y moral, página 538 del libro Facticidad y Validez, tratando de la concepción de la racionalidad del derecho por parte de Max Weber,  y cuando dice:

Y tercero, la vinculación de la justicia y la Administración a la ley garantiza una aplicación de ésta susceptible de cálculo, atenida a reglas procedimentales, y asimismo una implementación fiable de esas leyes. Las desviaciones respecto de este modelo liberal pueden entenderse entonces como merma de las cualidades formales del derecho. La ola de juridificación ligada al Estado social convierte en insostenible la imagen clásica del sistema de derecho privado, la idea de una clara separación entre derecho privado y público, así como la  jerarquía de norma fundamental y ley simple. También se hace añicos la ficción de un sistema jurídico bien ordenado. La unidad de las normas jurídicas en conjunto sólo se abre de caso a caso a una precomprensión que como tal no está objetivada en el texto de las leyes (a pie de página: C.Teubner). Pues, en efecto, programas jurídicos orientados a obtener determinados objetivos vienen a sustituir la regla de las formas jurídicas anteriores en la medida en que la actividad legislativa pasa a programar intervenciones políticas tendentes a cumplir tareas de configuración, planificación o redistribución social, cuyos efectos son difícilmente pronosticables. Tanto materias demasiado concretas como objetivos demasiado abstractos tienen entrada en el lenguaje de la ley. Y lo que antes eran rasgos y elementos externos al derecho encuentran cabida, cada vez con más abundancia, en las determinaciones y disposiciones jurídicas. Este "ascenso de los objetivos o fines en el derecho" (Ihering) viene, finalmente, a aflojar la vinculación de la justicia y la Administración a la ley, que antaño se consideró aproblemática. Los tribunales han de habérselas con cláusulas de tipo general y simultáneamente con un mayor espectro de variación de los contextos, a la vez que han de hacer justicia a una interdependencia cada vez mayor de proposiciones jurídicas desordenadas. Y otro tanto cabría decir de la actuación "situativa" a que se ve obligada la Administración.

Cuando antaño a las cualidades formales del derecho se las veía caracterizadas por la sistematización del corpus jurídico, por la forma de la ley abstracta y general y por procedimientos estrictos que restringían la discrecionalidad de jueces y funcionarios, esta manera de ver las cosas tenía sin duda su origen en una fuerte estilización; pese a lo cual, los cambios que se produjeron en el sistema jurídico al ponerse en marcha el Estado social, tuvieron que representar un shock para la autocomprensión liberal del derecho. En este aspecto cabe hablar sin más, por lo menos en un sentido descriptivo, de una "materialización" del derecho.

Nada mejor que lo antedicho para acabar con la entrada y el tema, sin perjuicio de las muchas cuestiones que surgen de todo lo antedicho.

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