lunes, 23 de septiembre de 2013

MÁS ACERCA DE LOS LÍMITES A LAS POTESTADES DISCRECIONALES



Ya me he ocupado en el blog de los límites a las potestades, en especial de con referencia a la potestad de de organización, pero la entrada en la que comentaba el asunto de la suspensión del aval otorgado por la Generalidad valenciana a la Fundación del Valencia CF, sociedad deportiva, en la que me refería a la desviación de poder me ha hecho recordar la concepción de las potestades que mantengo, según la cual éstas no se otorgan para limitar derechos subjetivos por la Administración pública ante la existencia de intereses públicos superiores, sino que también se otorgan para garantizar éstos en el seno de la administración y gestión pública, normalmente como funciones públicas y trámites que doctrinalmente vienen siendo calificadas como potestades ad intra. Me ha parecido conveniente, como complemento a las dos entradas enlazadas antes, reproducir lo que tengo dicho respecto de los límites a las potestades en general, en el punto A) del 3.4, del Capítulo II de mi obra sobre Juridicidad y organización. Esto es lo que digo en ella:



[Sin embargo, como cabe deducir del análisis que con posterioridad se realiza del concepto de función pública, la defensa de determinados intereses generales declarados en la Constitución y en las leyes depende del establecimiento por el legislador de procedimientos y trámites concretos con dicha finalidad y de la configuración de actos de trámite preceptivos que cabe configurar como poderes o potestades pero “ad intra”, como ya hemos manifestado. Y, en este sentido, y dada la dependencia de los funcionarios respecto del nivel político, no resulta plenamente satisfactoria una concepción de la potestad organizatoria por la cual el poder legislativo considerara competencia del reglamento y, por tanto, del poder ejecutivo el establecimiento de estas garantías procedimentales que en realidad lo son de intereses que corresponde salvaguardar a la Ley, pues, tal como hemos dicho, si ésta no lo hace y el reglamento tampoco, los intereses públicos no quedan salvaguardados.



Se produce, pues, en cierto modo una paradoja ya que en virtud de poner de manifiesto que la Administración no puede limitar derechos subjetivos si no le habilita la Ley, por generalización se puede llegar a exigir siempre de una Ley para cualquier actuación de la Administración, incluso cuando se actúa en defensa de derechos subjetivos o fundamentales y, en cambio, se puede considerar normal, al no afectar directamente a derechos subjetivos, que la protección de intereses generales no sea una reserva de ley, ya que la Administración sí está legitimada para defenderlos con carácter general o dicho, de otro modo, porque constituyendo su competencia esencial y su razón de ser, no necesita habilitación salvo cuando limita derechos subjetivos. De este modo, si el poder legislativo renuncia al diseño legal de garantías y el poder ejecutivo no las establece, los intereses generales pueden quedar sin efecto. Y, finalmente, el poder judicial no tendría más asidero legal para defender dichos intereses que la abstracción de la Constitución para determinar si existe una actuación contraria a Derecho, tal como ya hemos apuntado anteriormente, con el agravante de que en la mayor parte de los casos se trataría de juzgar una inactividad o falta de actuación concreta y, además, normalmente, de carácter normativo o regulador. En definitiva, de lo dicho, hay que concluir que corresponde a la Ley o constituye una reserva de ley, la atribución de potestades o garantías a favor de la Administración frente a la otra parte del Poder ejecutivo, pero sin que pueda considerarse, en el sentido tradicional de la reserva de ley, como una exclusividad competencial del legislativo en la materia que elimine la posibilidad de reglamentación, sino como la fijación de una obligación de la Ley en evitación de una desregulación y una ausencia de defensa de los intereses públicos o generales y como una medida de equilibrio entre las competencias de las dos partes del Poder ejecutivo.

 Cuando, por el contrario, el reglamento pueda diseñar una organización que no satisfaga las garantías a favor de una actuación legal de la Administración o favorable a los intereses públicos, si de la norma con rango de ley no se deduce un precepto en el que apoyar la contrariedad a derecho, sólo queda, como se ha reiterado, el apoyo en la Constitución y el análisis de la decisión para determinar su posible inconstitucionalidad. Sólo el acudir a este tipo de solución permite que la falta de regulación o disposición por el legislador parlamentario evitara que el reglamento pueda establecer las garantías, pero también permite controlar la regulación orgánica por reglamento si tampoco las define o bien las contraría. En todo caso, si es el reglamento el que establece las garantías, no establecidas por el legislador, y lo hace conforme al cumplimiento de fines perseguidos en el ordenamiento jurídico, esta actuación no puede considerarse contraria a Derecho.

Finalmente, por lo que se refiere a la efectividad y protección de derechos fundamentales no sólo son posibles potestades por vía reglamentaria, sino que en mi opinión es posible la acción directa en cumplimiento o aplicación de la Constitución como norma.

En definitiva, la existencia o no de un límite en el ordenamiento jurídico para el ejercicio de potestades administrativas depende en mucho de la formación del sujeto que ha de realizar la apreciación y del sentido que otorgue al ordenamiento jurídico.

Adentrándonos de modo más concreto en los límites de las potestades administrativas, la doctrina ha venido fijándolos en dos sentidos básicamente; uno, en orden a determinar si la potestad y competencia ejercidas en limitación de un derecho subjetivo lo han sido con fundamento o no y, otro, en cuanto a poner freno a la discrecionalidad y arbitrariedad de las Administraciones públicas, lo que conlleva el determinar los límites de la potestad organizatoria.

En el primer aspecto, toda potestad requiere que se ajuste al fin para el cual ha sido otorgada, sin que se produzcan, pues, desviaciones de poder. Como toda potestad de carácter limitativo el ajuste al fin determina, a su vez, que los hechos que desencadenan su ejercicio sean también los previstos normativamente y hayan acaecido en la realidad y, finalmente, se requiere que la ejerza el órgano competente para ello; siempre con las matizaciones que el ordenamiento jurídico ofrece en torno a la incompetencia como vicio productor o no de una nulidad de pleno derecho. En íntima conexión con todo lo antedicho, también se exige que se haya seguido el procedimiento administrativo establecido en cuanto a sus requisitos esenciales. En este sentido, la derogada Ley Reguladora de la Jurisdicción contencioso - administrativa en su exposición de motivos evidenciaba su ánimo de reducir al máximo los actos de naturaleza administrativa que no se sometieran a la jurisdicción contencioso - administrativa y respecto de la discrecionalidad decía concretamente lo siguiente: Al relacionar los actos excluidos de fiscalización contencioso - administrativa, la Ley no menciona los actos discrecionales. La razón estriba en que, como la misma jurisprudencia ha proclamado, la discrecionalidad no puede referirse a la totalidad de los elementos de un acto, a un acto en bloque, ni tiene su origen en la inexistencia de normas aplicables al supuesto de hecho, ni es un " prius" respecto de la cuestión de fondo de la legitimidad o ilegitimidad del acto.
La discrecionalidad, por el contrario, ha de referirse siempre a alguno o algunos de los elementos del acto, con lo que es evidente la admisibilidad de la impugnación jurisdiccional en cuanto a los demás elementos…

Fin, hechos, competencia y procedimiento, pues, se configuran como presupuestos esenciales para el ejercicio de toda potestad administrativa, pero en especial constituyen los elementos reglados por los que toda potestad o actividad discrecional puede ser controlada. Sin embargo, de la citada exposición de motivos de la Ley Reguladora de la Jurisdicción contencioso - administrativa de 1956, también queda claro que el límite principal es el ajuste o no a Derecho del acto y así nos decía: La discrecionalidad, en suma, justifica la improcedencia, no la inadmisibilidad, de las pretensiones de anulación; y aquélla no en tanto el acto es discrecional, sino en cuanto por delegar el Ordenamiento jurídico en la Administración la configuración según el interés público del elemento del acto de que se trata y haber efectuado el órgano con arreglo a Derecho, el acto impugnado es legítimo.

Vemos, pues, que el interés público, cuya configuración se encomienda a la Administración, es la primera razón de que aparezca la pretendida discrecionalidad; es decir, constituye el primer fundamento; pero ello no supone que dicha configuración no deba realizarse conforme a Derecho; o sea, teniendo en cuenta todos los principios técnicos o generales que, recogidos por las normas, condicionan o limitan la actividad administrativa.

El límite propio y natural de la actividad discrecional es que se cumpla el interés público que se persigue; interés público que por razones técnicas precisa de una apreciación de la Administración y sólo cuando resulte que el interés público se cumple o cuando técnicamente no pueda contestarse la apreciación realizada, hay que considerar que no puede discutirse la decisión administrativa. Lo que ocurre es que así como en el derecho privado las apreciaciones técnicas o peritajes resultan de actividades profesionales corrientes en la sociedad, en la administración pública, la apreciación técnica puede ser, además, propia y singular del campo público, de modo que el peritaje debería ser realizado por un especialista en la gestión administrativa pública, que como funcionario no suele o no puede acudir al proceso judicial como perito; cuando, además, puede ser que el establecimiento del criterio técnico o del procedimiento para su especificación y manifestación también sea labor funcionarial a través de la proyección de reglamentos o trámites concretos de procedimientos administrativos. Es así como el juez que en el ámbito civil no tiene inconveniente en juzgar con fundamento en criterios técnicos de profesionales o peritos no juristas, sí los tiene respecto de actos administrativos de raíz técnica, creyendo que de sustituir su criterio administraría y no juzgaría o, simplemente, porque no puede alcanzar a descubrir el criterio técnico que no ha definido el legislador.

La solución a este problema viene establecida en Derecho administrativo por las normas de procedimiento y por el concepto estricto de la función pública que en otro punto analizaremos, por los cuales el peritaje se traduce en el informe técnico y en las propuestas de resolución que deben obrar en los expedientes administrativos y fundamentar las resoluciones y actos administrativos, sin perjuicio de la posibilidad de regular mediante reglamentos administrativos los procedimientos técnicos o garantías correspondientes. En todo caso, la motivación de la decisión o del acto administrativo discrecional exigida hoy por la legislación de procedimiento administrativo constituye una obligación basada en la garantía de acierto y de la satisfacción de los intereses públicos. Tampoco hay que olvidar, pues, lo ya dicho respecto de la obligación del Poder legislativo de velar por el establecimiento de las garantías a favor de los intereses públicos mediante la fijación o exigencia de procedimientos o trámites para ello, lo que, en el fondo constituye una atribución de poder en uno de los elementos del Poder ejecutivo que es la Administración y una limitación del poder del otro, constituido por los órganos de gobierno.]


Motivado por la entrada referida a la desviación de poder, añado a lo expuesto:


"Pero hoy es cierto que estimo que se ha abierto una brecha en los límites a las potestades discrecionales, pues existe un calculado sistema de legislar en forma demasiado abstracta y general, otorgando a las Administraciones públicas, sobre todo en algunos campos de la subvención o de actos que se consideran como sujetos al derecho privado, un margen aparentemente muy amplio de actuación y discrecionalidad, y considerando que la ley que ampara la actuación es la de los presupuestos públicos anuales correspondientes y los créditos generales destinados a esas actividades, bien de subvención, bien de aval o bien de financiación, por ejemplo. En estos casos en los que la corrupción ha irrumpido con fuerza es donde ha de ser riguroso el establecimiento de una reserva de ley, de la clara determinación del fin público e interés público que en cada caso se sigue y de los procedimientos y garantías a seguir; de modo que la acción sea controlable y, en su caso, exigibles las responsabilidades correspondientes. Por tanto no se puede considerar cumplida la reserva de ley con la simple inclusión de créditos globales en la ley de presupuestos o listados de los beneficiarios sin apoyo en la autorización de una ley especial para ello, que motive y establezca la existencia del interés público que justifica la dotación y el gasto. Los valencianos tenemos reciente, aun cuando sea en primera instancia judicial, el ejemplo de la suspensión de un aval  concedido por un organismo público (instituto financiero) a una fundación de un club de futbol para adquisición de acciones de dicho club; cuestión que provoca la reflexión en torno al interés público existente y fin público al que acudir como justificante de la acción. Hoy la crisis económica hace más evidentes las alegrías con que se actúa y las discrecionalidades que conducen a la desviación de poder."



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