Ya me he ocupado en el blog de los límites a las potestades, en especial de con referencia a la potestad de de organización, pero la entrada en la que comentaba el asunto de la suspensión del aval otorgado por la Generalidad valenciana a la Fundación del Valencia CF, sociedad deportiva, en la que me refería a la desviación de poder me ha hecho recordar la concepción de las potestades que mantengo, según la cual éstas no se otorgan para limitar derechos subjetivos por la Administración pública ante la existencia de intereses públicos superiores, sino que también se otorgan para garantizar éstos en el seno de la administración y gestión pública, normalmente como funciones públicas y trámites que doctrinalmente vienen siendo calificadas como potestades ad intra. Me ha parecido conveniente, como complemento a las dos entradas enlazadas antes, reproducir lo que tengo dicho respecto de los límites a las potestades en general, en el punto A) del 3.4, del Capítulo II de mi obra sobre Juridicidad y organización. Esto es lo que digo en ella:
[Sin embargo, como cabe deducir del
análisis que con posterioridad se realiza del concepto de función pública, la
defensa de determinados intereses generales declarados en la Constitución y en
las leyes depende del establecimiento por el legislador de procedimientos y
trámites concretos con dicha finalidad y de la configuración de actos de
trámite preceptivos que cabe configurar como poderes o potestades pero “ad
intra”, como ya hemos manifestado. Y, en este sentido, y dada la dependencia de
los funcionarios respecto del nivel político, no resulta plenamente
satisfactoria una concepción de la potestad organizatoria por la cual el poder
legislativo considerara competencia del reglamento y, por tanto, del poder
ejecutivo el establecimiento de estas garantías procedimentales que en realidad
lo son de intereses que corresponde salvaguardar a la Ley, pues, tal como hemos
dicho, si ésta no lo hace y el reglamento tampoco, los intereses públicos no
quedan salvaguardados.
Se produce, pues, en cierto modo una
paradoja ya que en virtud de poner de manifiesto que la Administración no puede
limitar derechos subjetivos si no le habilita la Ley, por generalización se
puede llegar a exigir siempre de una Ley para cualquier actuación de la
Administración, incluso cuando se actúa en defensa de derechos subjetivos o
fundamentales y, en cambio, se puede considerar normal, al no afectar directamente
a derechos subjetivos, que la protección de intereses generales no sea una
reserva de ley, ya que la Administración sí está legitimada para defenderlos
con carácter general o dicho, de otro modo, porque constituyendo su competencia
esencial y su razón de ser, no necesita habilitación salvo cuando limita
derechos subjetivos. De este modo, si el poder legislativo renuncia al diseño
legal de garantías y el poder ejecutivo no las establece, los intereses
generales pueden quedar sin efecto. Y, finalmente, el poder judicial no tendría
más asidero legal para defender dichos intereses que la abstracción de la
Constitución para determinar si existe una actuación contraria a Derecho, tal
como ya hemos apuntado anteriormente, con el agravante de que en la mayor parte
de los casos se trataría de juzgar una inactividad o falta de actuación
concreta y, además, normalmente, de carácter normativo o regulador. En
definitiva, de lo dicho, hay que concluir que corresponde a la Ley o constituye
una reserva de ley, la atribución de potestades o garantías a favor de la
Administración frente a la otra parte del Poder ejecutivo, pero sin que pueda
considerarse, en el sentido tradicional de la reserva de ley, como una
exclusividad competencial del legislativo en la materia que elimine la
posibilidad de reglamentación, sino como la fijación de una obligación de la
Ley en evitación de una desregulación y una ausencia de defensa de los intereses
públicos o generales y como una medida de equilibrio entre las competencias de
las dos partes del Poder ejecutivo.
Cuando, por el contrario, el reglamento pueda diseñar una organización que no
satisfaga las garantías a favor de una actuación legal de la Administración o
favorable a los intereses públicos, si de la norma con rango de ley no se
deduce un precepto en el que apoyar la contrariedad a derecho, sólo queda, como
se ha reiterado, el apoyo en la Constitución y el análisis de la decisión para determinar
su posible inconstitucionalidad. Sólo el acudir a este tipo de solución permite
que la falta de regulación o disposición por el legislador parlamentario
evitara que el reglamento pueda establecer las garantías, pero también permite
controlar la regulación orgánica por reglamento si tampoco las define o bien
las contraría. En todo caso, si es el reglamento el que establece las
garantías, no establecidas por el legislador, y lo hace conforme al
cumplimiento de fines perseguidos en el ordenamiento jurídico, esta actuación
no puede considerarse contraria a Derecho.
Finalmente, por lo que se refiere a la
efectividad y protección de derechos fundamentales no sólo son posibles
potestades por vía reglamentaria, sino que en mi opinión es posible la acción
directa en cumplimiento o aplicación de la Constitución como norma.
En definitiva, la existencia o no de un
límite en el ordenamiento jurídico para el ejercicio de potestades
administrativas depende en mucho de la formación del sujeto que ha de realizar
la apreciación y del sentido que otorgue al ordenamiento jurídico.
Adentrándonos de modo más concreto en los
límites de las potestades administrativas, la doctrina ha venido fijándolos en
dos sentidos básicamente; uno, en orden a determinar si la potestad y
competencia ejercidas en limitación de un derecho subjetivo lo han sido con
fundamento o no y, otro, en cuanto a poner freno a la discrecionalidad y
arbitrariedad de las Administraciones públicas, lo que conlleva el determinar
los límites de la potestad organizatoria.
En el primer aspecto, toda potestad
requiere que se ajuste al fin para el cual ha sido otorgada, sin que se
produzcan, pues, desviaciones de poder. Como toda potestad de carácter
limitativo el ajuste al fin determina, a su vez, que los hechos que
desencadenan su ejercicio sean también los previstos normativamente y hayan
acaecido en la realidad y, finalmente, se requiere que la ejerza el órgano
competente para ello; siempre con las matizaciones que el ordenamiento jurídico
ofrece en torno a la incompetencia como vicio productor o no de una nulidad de
pleno derecho. En íntima conexión con todo lo antedicho, también se exige que
se haya seguido el procedimiento administrativo establecido en cuanto a sus
requisitos esenciales. En este sentido, la derogada Ley Reguladora de la
Jurisdicción contencioso - administrativa en su exposición de motivos
evidenciaba su ánimo de reducir al máximo los actos de naturaleza
administrativa que no se sometieran a la jurisdicción contencioso -
administrativa y respecto de la discrecionalidad decía concretamente lo
siguiente: Al relacionar los actos
excluidos de fiscalización contencioso - administrativa, la Ley no menciona los
actos discrecionales. La razón estriba en que, como la misma jurisprudencia ha
proclamado, la discrecionalidad no puede referirse a la totalidad de los
elementos de un acto, a un acto en bloque, ni tiene su origen en la
inexistencia de normas aplicables al supuesto de hecho, ni es un " prius" respecto de la cuestión de fondo de la legitimidad o ilegitimidad del
acto.
La
discrecionalidad, por el contrario, ha de referirse siempre a alguno o algunos
de los elementos del acto, con lo que es evidente la admisibilidad de la
impugnación jurisdiccional en cuanto a los demás elementos…
Fin, hechos, competencia y procedimiento,
pues, se configuran como presupuestos esenciales para el ejercicio de toda
potestad administrativa, pero en especial constituyen los elementos reglados
por los que toda potestad o actividad discrecional puede ser controlada. Sin
embargo, de la citada exposición de motivos de la Ley Reguladora de la
Jurisdicción contencioso - administrativa de 1956, también queda claro que el
límite principal es el ajuste o no a Derecho del acto y así nos decía: La discrecionalidad, en suma, justifica la
improcedencia, no la inadmisibilidad, de las pretensiones de anulación; y
aquélla no en tanto el acto es discrecional, sino en cuanto por delegar el
Ordenamiento jurídico en la Administración la configuración según el interés público del elemento
del acto de que se trata y haber
efectuado el órgano con arreglo a Derecho, el acto impugnado es legítimo.
Vemos, pues, que el interés público, cuya
configuración se encomienda a la Administración, es la primera razón de que
aparezca la pretendida discrecionalidad; es decir, constituye el primer
fundamento; pero ello no supone que dicha configuración no deba realizarse
conforme a Derecho; o sea, teniendo en cuenta todos los principios técnicos o
generales que, recogidos por las normas, condicionan o limitan la actividad
administrativa.
El límite propio y natural de la
actividad discrecional es que se cumpla el interés público que se persigue;
interés público que por razones técnicas precisa de una apreciación de la
Administración y sólo cuando resulte que el interés público se cumple o cuando
técnicamente no pueda contestarse la apreciación realizada, hay que considerar
que no puede discutirse la decisión administrativa. Lo que ocurre es que así
como en el derecho privado las apreciaciones técnicas o peritajes resultan de
actividades profesionales corrientes en la sociedad, en la administración
pública, la apreciación técnica puede ser, además, propia y singular del campo
público, de modo que el peritaje debería ser realizado por un especialista en
la gestión administrativa pública, que como funcionario no suele o no puede
acudir al proceso judicial como perito; cuando, además, puede ser que el
establecimiento del criterio técnico o del procedimiento para su especificación
y manifestación también sea labor funcionarial a través de la proyección de
reglamentos o trámites concretos de procedimientos administrativos. Es así como
el juez que en el ámbito civil no tiene inconveniente en juzgar con fundamento
en criterios técnicos de profesionales o peritos no juristas, sí los tiene
respecto de actos administrativos de raíz técnica, creyendo que de sustituir su
criterio administraría y no juzgaría o, simplemente, porque no puede alcanzar a
descubrir el criterio técnico que no ha definido el legislador.
La solución a este problema viene
establecida en Derecho administrativo por las normas de procedimiento y por el
concepto estricto de la función pública que en otro punto analizaremos, por los
cuales el peritaje se traduce en el informe técnico y en las propuestas de
resolución que deben obrar en los expedientes administrativos y fundamentar las
resoluciones y actos administrativos, sin perjuicio de la posibilidad de
regular mediante reglamentos administrativos los procedimientos técnicos o
garantías correspondientes. En todo caso, la motivación de la decisión o del
acto administrativo discrecional exigida hoy por la legislación de
procedimiento administrativo constituye una obligación basada en la garantía de
acierto y de la satisfacción de los intereses públicos. Tampoco hay que
olvidar, pues, lo ya dicho respecto de la obligación del Poder legislativo de
velar por el establecimiento de las garantías a favor de los intereses públicos
mediante la fijación o exigencia de procedimientos o trámites para ello, lo
que, en el fondo constituye una atribución de poder en uno de los elementos del
Poder ejecutivo que es la Administración y una limitación del poder del otro,
constituido por los órganos de gobierno.]
Motivado por la entrada referida a la desviación de poder, añado a lo expuesto:
"Pero hoy es cierto que estimo que se ha abierto una brecha en los límites
a las potestades discrecionales, pues existe un calculado sistema de legislar
en forma demasiado abstracta y general, otorgando a las Administraciones
públicas, sobre todo en algunos campos de la subvención o de actos que se
consideran como sujetos al derecho privado, un margen aparentemente muy amplio
de actuación y discrecionalidad, y considerando que la ley que ampara la
actuación es la de los presupuestos públicos anuales correspondientes y los
créditos generales destinados a esas actividades, bien de subvención, bien de
aval o bien de financiación, por ejemplo. En estos casos en los que la
corrupción ha irrumpido con fuerza es donde ha de ser riguroso el establecimiento
de una reserva de ley, de la clara determinación del fin público e interés
público que en cada caso se sigue y de los procedimientos y garantías a seguir;
de modo que la acción sea controlable y, en su caso, exigibles las
responsabilidades correspondientes. Por tanto no se puede considerar cumplida
la reserva de ley con la simple inclusión de créditos globales en la ley de
presupuestos o listados de los beneficiarios sin apoyo en la autorización de
una ley especial para ello, que motive y establezca la existencia del interés público
que justifica la dotación y el gasto. Los valencianos tenemos reciente, aun
cuando sea en primera instancia judicial, el ejemplo de la suspensión de un
aval concedido por un organismo público
(instituto financiero) a una fundación de un club de futbol para adquisición de
acciones de dicho club; cuestión que provoca la reflexión en torno al interés
público existente y fin público al que acudir como justificante de la acción.
Hoy la crisis económica hace más evidentes las alegrías con que se actúa y las
discrecionalidades que conducen a la desviación de poder."
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