El Capítulo III de mi obra Juridicidad y organización en la Administración española, dedicado a la organización como factor jurídico, en el inició de su punto 2, realizo la reflexión que a continuación se copia, antes del desarrollo de cada uno de sus puntos. Esta reflexión también puede conectarse con la entrada sobre Principios y reglas y Administración y Justicia. Este es su contenido:
Dos cuestiones presenta la
relación de la organización con el derecho; una, la de qué parte de la
organización se presenta como derecho que obliga a la Administración , lo
que vendría a coincidir con la exposición de los principios generales que la
informan y, otra, la regulación de la organización administrativa, propiamente
dicha, que comprendería la estructura y competencias de los órganos
administrativos. Desde el punto de vista de nuestro trabajo interesa
fundamentalmente la primera cuestión y aspecto, en cuanto menos discrecional y
más inamovible y en cuanto puede regular la organización y condicionarla. En la
determinación de estos principios acudiremos principalmente a las normas
constitucionales y a las leyes de procedimiento administrativo y las de
organización general de las Administraciones públicas, fundamentalmente de la
estatal, bien por básica, bien por supletoria y, también, por la carencia de
una regulación propia de las Comunidades Autónomas con sustantividad; es decir,
con novedades importantes o principios que no tengan su raíz en los ya
diseñados por el ordenamiento jurídico estatal. En este orden y con importancia
relativa, van apareciendo, ahora, algunas leyes de desarrollo del Estatuto
Básico del empleado público que regulan principios informadores de la función
pública que se muestran también como principios de organización.
A la hora de establecer los
principios que en orden a la organización administrativa recoge nuestro
ordenamiento, es lógico que la primera norma a observar sea la Constitución Española ,
en cuanto que aquellos que ésta establezca son básicos e inamovibles. Pero, al
mismo tiempo, estimo que no deben ser considerados sólo aquellos preceptos
constitucionales dirigidos a la Administración pública, sino también todos
aquellos otros que, al establecer principios generales, delimitan fines y
actividades que deben ser cumplidos por las Administraciones públicas, en
cuanto obliguen a determinadas formas y condicionen o limiten, en consecuencia,
su organización.
Los principios que regulan la
organización de las Administraciones públicas o de la Administración
pública en general, son o constituyen, inicialmente, enumeraciones abstractas
capaces de traducirse en formas concretas de organización, capaces, a su vez, de
hacerlos eficaces o ser acordes con ellos. La dificultad del análisis que ahora
pretendemos reside en acertar a distinguir adecuadamente los principios de sus
consecuencias o de las decisiones organizativas de ellos derivadas. También hay
que señalar que estos principios no se presentan en todos los casos
directamente como organizativos, en sentido estricto, sino que son
declaraciones legales que obligan a establecer reglas que cuenten con ellos y a
fijar determinadas formas de organización, procedimientos y, consecuentemente,
estructuras; y, en conclusión, limitan la libertad o discrecionalidad de las
Administraciones públicas. Cuestión que hace que no puedan dejar de ser
considerados como jurídicos, porque, finalmente, tienen efectos de este
carácter, si bien su aplicación o no al caso concreto o a la hora de establecer
una organización, es una cuestión técnica propia de profesionales y una
cuestión de eficacia administrativa[1]. Nos evidencia lo
antedicho que la dicotomía derecho y organización se presenta aquí cargada de
paradojas y contradicciones, porque lo que son principios o técnicas de
organización han sido recogidos por el derecho, pero su oportunidad depende de
criterios profesionales, que se deben mostrar como fundamento de las decisiones
que son llamadas discrecionales, políticas o técnicas, según las ocasiones, y
que dicha muestra o exteriorización y manifestación del fundamento técnico,
como garantía de corrección de la decisión - jurídica, técnica o políticamente
-, es, finalmente, una cuestión jurídica, punto en el que insistimos más
adelante[2].
[1] Una vez más, y con anterioridad, Alejandro Nieto había llegado a esta conclusión al afirmar que: ningún principio (fenómeno) de organización
es jurídico por sí mismo y, al mismo tiempo, todos producen efectos jurídicos;
en La jerarquía administrativa, op.
cit., p 42, o cuando, más adelante, p.44, nos dice: En definitiva: la conceptuación de la jerarquía como un
<> de la organización administrativa ofrece,
pese a su aparente brillantez, todos los inconvenientes propios de la
metodología principalista. Mucho más fértil hubiera sido, a mí juicio, su
tratamiento como una técnica (principio)
de organización.
[2] De particular interés resulta las consideraciones de De Diego respecto de las relaciones
entre normas y principios recogidas por Clavero
Arévalo, en su obra ya citada Estudios
de Derecho Administrativo. p. 63, que reflejamos a continuación, por poner
de manifiesto estos aspectos de relación entre derecho y organización o técnica
y derecho: DE DIEGO se plantea el
problema fundamental de la consideración del principio como norma. Al ser
traídos los principios a la categoría de normas de Derecho, tendrán que
convenir con éstas en ser dictados de razón, convicciones jurídicas que
declaren la ordenación de una relación de la vida social. Hay principios,
agrega, que están incorporados a la ley y son normas jurídicas definentes.
Otros van en ellas implícitos y están como latentes en las disposiciones
concretas de las mismas. Tanto unos como otros tienen, a su juicio, razón de
principio y de precepto, en los primeros aparece en primer plano el carácter de
norma; en los segundos, el de principio. Es cierto, dice DE DIEGO, que el
principio habla a la razón y la norma a la voluntad, pero por ser uno (el
principio) y otra (la norma) de Derecho, ambos ligan a la voluntad y son
ordenación de la razón al bien. Sin embargo, la diferenciación entre principio
consagrado como norma y principio no formulado tiene una gran importancia, ya
que a los primeros no hay necesidad de indagarlos y sí a los segundos. La
especialidad de éstos, considerados en su aspecto de norma, consiste en ser
proposiciones abstractas cuyo grado de abstracción es superior a la ley. Su
virtud imperativa procede no tanto de si mismos cuando de la ley o precepto que
los recoge o del nexo lógico y necesario que les liga con las normas concretas de
un Derecho positivo. Su declaración no es obra de la sociedad, ni del Poder
legislativo. Es obra de la ciencia y de la técnica del jurista; de aquí que no
aparezcan formulados sino en períodos de intensa cultura y de gran desarrollo
del Derecho. Sin embargo, aunque no formulados por la sociedad ni por el Poder
legislativo, sino por el jurista, su valor no reside en éste sino en aquéllos.
Espero que la reflexión sea útil a los lectores. Para mí es esencial y repercute bastante en la jurisdicción contencioso-administrativa y en la justicia que frente a las actividades de las Administraciones públicas reciben los ciudadanos. A medida que vaya repasando el mencionado Capítulo, puede que aporte más reflexiones.
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