Una de las aportaciones de la teoría de sistemas a los enfoques funcionales de la Administración Pública ha sido la de poder encauzar la explicación del cambio. La interrelación de la organización con su entorno y la consideración de ésta como un conjunto de subsistemas en permanente intercambio han permitido descomponer la actividad administrativa y los medios necesarios para que ésta se produzca. También es cierto que esta visión relativiza el peso de la decisión política en la actuación administrativa, ya que la decisión por sí misma no genera resultados si no es en combinación con las funciones administrativas y con los medios disponibles. Es más, podría pensarse que la decisión política no se encuentra propiamente en el “sistema Administración Pública”. Sin embargo, y utilizando una terminología sistémica clásica, la decisión política se encontraría en el subsistema administrativo, aquel que involucra “a la organización con su medio, establece objetivos, desarrolla planes de integración, estrategia y operación, mediante el diseño de la estructura y el establecimiento de los procesos de control” según Kast y Rosenzweig. Pero no se puede afirmar que sólo haya integrantes políticos en ese subsistema, sino que hay que incluir a los directivos públicos, precisamente a aquellos que realizan la función de apoyo a la decisión política. Esta requiere de una adecuada combinación de factores y funciones administrativos para que pueda adoptarse con una cierta dosis de verosimilitud y para que posteriormente pueda llevarse a cabo.
El interés del enfoque sistémico no acaba aquí para la Administración Pública. El énfasis en el entorno pone de relieve la figura central del ciudadano, no sólo como receptor de la acción administrativa y política, como público objetivo, sino como aportador, a través de la sociedad, del marco cultural de actuación de la Administración Pública. En este caso la interacción de la organización con el ciudadano presenta una doble naturaleza: condiciona el subsistema administrativo de metas y valores que es el que marca la función que la organización realiza para la sociedad; y establece los referentes de verificación finales de la acción administrativa desde el ciudadano.
Lo anterior tiene un significado transcendente para la gestión administrativa pública: la legitimidad de la Administración Pública reside en la adecuación de sus metas y valores a los referentes de verificación que el ciudadano desea para la acción administrativa y pública en general y al cumplimiento de su misión de lograr la integración y la cohesión social. Así, la acción administrativa debe ser para el ciudadano. Esta necesidad debe tener efectos en la forma en la que se realiza la gestión al informar la cultura administrativa al resto de los subsistemas y, siguiendo con nuestro enfoque, a las funciones y factores administrativos.
Sobre la cuestión anterior queda todavía una reflexión final referida a si la acción administrativa debe realizarse considerando al ciudadano en su conjunto o a éste como individuo. La respuesta hasta ahora ha consistido en considerar al ciudadano en calidad de perteneciente a una sociedad determinada y, con frecuencia, a un grupo dentro de ella. Sin embargo, una de las características del concepto de cliente, dentro de los enfoques de calidad, apunta a la individualización de la acción administrativa, a la necesidad de conseguir la satisfacción individual de los productos y servicios administrativos. Aunque no se va a entrar ahora en las connotaciones del concepto de cliente, lo cierto es que el término acierta en apuntar a la diferente oferta de la acción administrativa y a que ello genera una serie de clientes diferentes, aunque sea el mismo individuo el que reciba distintos servicios públicos de la misma Administración Pública.
A lo que no ha alcanzado el concepto de cliente es a dentro de los enfoques de calidad,señalar que tener éxito en distinguir con cierta precisión las diferentes naturalezas del individuo cuando se enfrenta a la diversa actividad de la Administración Pública. Este aspecto se verá más adelante con más detalle, aunque ahora se va a apuntar que no presentan los mismos rasgos los conceptos de usuario, contribuyente, cliente o el de ciudadano democrático. La forma que tiene el ciudadano de relacionarse con la Administración Pública es bien distinta según sea la actividad de que se trate. También son distintos los referentes de verificación que el ciudadano asigna a cada actividad, así como la importancia que concede a cada una de las actuaciones públicas, y distintas tienen que ser las medidas de reforma o modernización administrativa destinadas a mejorar la actuación de la Administración Pública en cada una de esas actividades. El público objetivo en su conjunto es el mismo, pero no para cada actividad.
Si de gestión administrativa hablamos, no es lo mismo hablar de política pública, de decisión política o de una actuación administrativa concreta. La necesidad de llamar política pública a toda actuación administrativa proviene de la concepción que requiere vincular toda actuación administrativa a la legitimidad de origen de una decisión política. Si esto es deseable desde un punto de vista teórico, la realidad nos muestra que el origen de la actuación es muy variado y que muchas veces la simple rutina explica una buena parte de la actuación administrativa. Se puede establecer, por tanto, un rango de la acción administrativa que va desde las decisiones conformadoras, las que pretenden estructurar la sociedad de una forma querida y determinada, a los actos administrativos que pueden reconducirse a una decisión política previa, aunque sea remota o ya olvidada.
El interés del enfoque sistémico no acaba aquí para la Administración Pública. El énfasis en el entorno pone de relieve la figura central del ciudadano, no sólo como receptor de la acción administrativa y política, como público objetivo, sino como aportador, a través de la sociedad, del marco cultural de actuación de la Administración Pública. En este caso la interacción de la organización con el ciudadano presenta una doble naturaleza: condiciona el subsistema administrativo de metas y valores que es el que marca la función que la organización realiza para la sociedad; y establece los referentes de verificación finales de la acción administrativa desde el ciudadano.
Lo anterior tiene un significado transcendente para la gestión administrativa pública: la legitimidad de la Administración Pública reside en la adecuación de sus metas y valores a los referentes de verificación que el ciudadano desea para la acción administrativa y pública en general y al cumplimiento de su misión de lograr la integración y la cohesión social. Así, la acción administrativa debe ser para el ciudadano. Esta necesidad debe tener efectos en la forma en la que se realiza la gestión al informar la cultura administrativa al resto de los subsistemas y, siguiendo con nuestro enfoque, a las funciones y factores administrativos.
Sobre la cuestión anterior queda todavía una reflexión final referida a si la acción administrativa debe realizarse considerando al ciudadano en su conjunto o a éste como individuo. La respuesta hasta ahora ha consistido en considerar al ciudadano en calidad de perteneciente a una sociedad determinada y, con frecuencia, a un grupo dentro de ella. Sin embargo, una de las características del concepto de cliente, dentro de los enfoques de calidad, apunta a la individualización de la acción administrativa, a la necesidad de conseguir la satisfacción individual de los productos y servicios administrativos. Aunque no se va a entrar ahora en las connotaciones del concepto de cliente, lo cierto es que el término acierta en apuntar a la diferente oferta de la acción administrativa y a que ello genera una serie de clientes diferentes, aunque sea el mismo individuo el que reciba distintos servicios públicos de la misma Administración Pública.
A lo que no ha alcanzado el concepto de cliente es a dentro de los enfoques de calidad,señalar que tener éxito en distinguir con cierta precisión las diferentes naturalezas del individuo cuando se enfrenta a la diversa actividad de la Administración Pública. Este aspecto se verá más adelante con más detalle, aunque ahora se va a apuntar que no presentan los mismos rasgos los conceptos de usuario, contribuyente, cliente o el de ciudadano democrático. La forma que tiene el ciudadano de relacionarse con la Administración Pública es bien distinta según sea la actividad de que se trate. También son distintos los referentes de verificación que el ciudadano asigna a cada actividad, así como la importancia que concede a cada una de las actuaciones públicas, y distintas tienen que ser las medidas de reforma o modernización administrativa destinadas a mejorar la actuación de la Administración Pública en cada una de esas actividades. El público objetivo en su conjunto es el mismo, pero no para cada actividad.
Si de gestión administrativa hablamos, no es lo mismo hablar de política pública, de decisión política o de una actuación administrativa concreta. La necesidad de llamar política pública a toda actuación administrativa proviene de la concepción que requiere vincular toda actuación administrativa a la legitimidad de origen de una decisión política. Si esto es deseable desde un punto de vista teórico, la realidad nos muestra que el origen de la actuación es muy variado y que muchas veces la simple rutina explica una buena parte de la actuación administrativa. Se puede establecer, por tanto, un rango de la acción administrativa que va desde las decisiones conformadoras, las que pretenden estructurar la sociedad de una forma querida y determinada, a los actos administrativos que pueden reconducirse a una decisión política previa, aunque sea remota o ya olvidada.
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