En la anterior entrada me referí a la dependencia del derecho del poder ejecutivo, administración pública y poder judicial. Esta dependencia pues lo es también respecto de cada sujeto, en cuanto sus derechos y su personalidad depende de la acción de estos poderes, pero inicialmente y para mayor eficacia de la acción política y administrativa. Que seamos dependientes de ello y que, a su vez, todo lo que como personas nos es necesario y fundamentalmente nuestra libertad, por tanto, dependa de esa acción, es el hecho que concede una transcendencia especial a la inactividad política y administrativa y la inhibición consiguiente del poder judicial cuando se limita a decisiones abstractas y carentes de efectos directos. Reflexionemos al respecto.
En este sentido, hay que considerar el valor y eficacia de las declaraciones abstractas y de carácter universal que contiene nuestro ordenamiento jurídico, principalmente nuestra Constitución, de la que cualquier estudioso del derecho sabe que es una norma de directa aplicación. Así como en virtud del reconocimiento forzoso que realiza, en su artículo 10, de la dignidad humana de la persona, de los derechos inviolables que le son inherentes, del libre desarrollo de la personalidad y de la Declaración Universal de Derechos humanos, etc., todo ello se convierte también en normas de aplicación tanto directa como indirecta; en el primer caso, en cuanto, a la hora de decidir, nuestros poderes públicos han de partir de una interpretación conforme a todo este ordenamiento. Por tanto, cualquier resolución que ignora la dignidad de las personas o afecta a su personalidad como tal- la cual implica su capacidad jurídica y la eficacia y realidad del derecho abstracto como derecho subjetivo o, aún más, como derecho fundamental- es un antijurídico pleno y más cuando el poder judicial se inhibe de tomar una resolución eficaz y directa trasladando la resolución al poder administrativo y estableciendo un período temporal inactivo en el que el derecho no existe y la dignidad y la personalidad quedan seriamente afectadas, hasta el punto de que el afectado puede que, cuando llegue el reconocimiento de su derecho, ya no sea persona sino simple sujeto fenecido.
En consecuencia, estas declaraciones abstractas y fundamentales, aún cuando sujetas a la interpretación y a resolución motivada, son la raíz del ordenamiento jurídico al que informan directamente y de no considerarse no hay democracia, ni división o separación de poderes, ni ordenamiento por tanto. La inactividad pues es pecado mortal para la democracia y negación de las personas y de la personalidad y las hace esclavas de un poder bastardo negando la libertad y sus contenidos, que son derechos y capacidades, si lo contemplamos desde el derecho y no como factores personales físicos o de carácter. Y la responsabilidad mayor en esta situación o en su corrección corresponde al poder judicial que no puede refugiarse en una anacrónica doctrina francesa de la separación entre Administración y Justicia, que no se corresponde para nada ya con el ordenamiento jurídico actual español, como nos evidencia el artículo 10 citado, y a cuyo imperio es el único que somete constitucionalmente a la justicia o poder judicial.
Si la inactividad existe es por inhibición de este poder y por un sentido de la ley sólo como derecho subjetivo; cuando la realidad es que éste se considera como el factor desencadenante de la acción judicial. Y al hacer mención de este derecho subjetivo que es el derecho objetivo personalizado en cada uno de nosotros y, como tal, cabe considerar una propiedad, resulta que hay que reflexionar también en el alcance actual de la personalidad y con ella de la propiedad, como conceptos generales y abstractos que han de tener su determinación en cada uno de nosotros.
Los clásicos de la filosofía del derecho, el liberalismo y resto filosofías y doctrinas, han venido relacionando directamente la personalidad con la capacidad jurídica y, con ello, con la propiedad que se considera el factor principal de la libertad. Igualmente, de estas bases y de la propiedad, desde el derecho romano, surge el concepto del derecho real o sobre las cosas. Pienso que esta cosificación, esta reconducción a lo particular y subjetivo y su peso económico, ha hecho que el derecho objetivo y los derechos fundamentales y conceptos como libertad, dignidad, el desarrollo de la personalidad queden en simples declaraciones y meras posibilidades, cuya concreción sólo reside en el derecho subjetivo, en el reconocimiento por actos jurídicos. En el mundo que nos presenta el derecho civil, ya que hemos dividido el derecho en público y privado, la libertad dependería de nuestros propios y personales actos y de los que se dan en la relación con otras personas (contratos, por ejemplo) que sólo en caso de conflicto con terceros llegan al poder judicial; salvo que con el avance de la socialización se produzcan regulaciones jurídicas de la actividad correspondiente y derecho administrativo en consecuencia. Con lo que la eficacia del derecho depende de la Administración y de no incumplir las normas que contienen prohibiciones basadas en el interés general.
Con ello, la inactividad administrativa es incumplimiento del ordenamiento más propio, del que se genera en el seno de la Administración pública, y afecta a que lo prohibido precisamente es acción antijurídica y, cuando lo prohibido es una acción continuada que no tiene represión, la convivencia se ve afectada directamente y el sujeto que la sufre se ve afectado en su dignidad y su derecho. Por ello, el derecho en general, el abstracto, y su eficacia, hay que considerarlo algo más que una mera posibilidad y como una propiedad exigible, si no real, de modo que la propiedad no afecta sólo a la cosa, sino a los valores intangibles, que lo son en cuanto fundamentales y plenamente exigibles y que sólo con la actividad pública se hacen realidad. Por ello el derecho subjetivo no puede ser el único desencadenante del proceso judicial, la acción pública sería más apropiada. Para ello hay que descartar el temor al exceso en reclamaciones y en su adecuación o no a derecho; pues el tiempo haría que esa acción pública y las resoluciones judiciales apropiadas acabarán con la ilegalidad y redujeran las reclamaciones. Si la Administración pública cumple la legalidad, la actividad judicial se vería reducida. Es así, con todo, como de lo particular llegaríamos a lo universal.
La actividad política y la del resto de poderes públicos está obligada a hacer efectivo todo ese derecho y el único poder que puede sancionar la infectividad o inactividad de la ley y de la Constitución es el poder judicial, sin perjuicio del constitucional, que dada su configuración y procedimientos es más bien factor de ineficacia del derecho en la persona y poder meramente declarativo en el terreno político más propio de los intereses de los partidos políticos.
Ya me he extendido bastante, sólo queda esperar que provoque alguna reflexión positiva, dentro de las limitaciones de este blog.
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