miércoles, 16 de diciembre de 2020

LA COMPETENCIA EN LA DISTINCIÓN ENTRE GOBIERNO Y ADINISTRACIÓN.

 Sigo exponiendo lo escrito sobre la competencia en mi trabajo Juridicidad y organización en la Administración española.

A) La competencia elemento en la distinción entre Gobierno o Política y Administración.

 

Que el Poder ejecutivo o los poderes ejecutivos se componen de dos instituciones u organizaciones que son el Gobierno y las Administraciones públicas es harto sabido y parece una obviedad que tengamos que recordarlo; no obstante, sí hay aspectos de esta cuestión que es preciso abordar y que, además, repercuten en otros muchos puntos que se tratan en el Derecho administrativo, tales como el concepto de acto administrativo, el de acto político e, incluso, el de Administración pública; este último aspecto ya ha sido apuntado en el momento inicial de este trabajo al señalar la necesidad de una revisión del concepto a la vista de la impugnabilidad de determinados actos de administración de los poderes legislativo y judicial.

 

En este orden, parece preciso explicar, en primer lugar, que el poder de las instituciones públicas se presenta como resultado de una cesión por parte de los ciudadanos o del pueblo; de ahí, que todo otorgamiento de potestades a las Administraciones públicas se configura como una reserva de ley, del mismo modo que la configuración del poder del Estado constituiría una reserva en favor de la Constitución o una competencia del poder constituyente; sin perjuicio de lo ya dicho respecto de la atribución de potestades por reglamentos en competencias no limitativas. Esta base, teórica o no, constituye hoy un dogma que conduce a una estructura formal concreta del Estado tanto en su organización como en los procedimientos que determinan la atribución del poder a las distintas instituciones que lo componen. Por ello, o como consecuencia, el ordenamiento jurídico administrativo nos ofrece una concreción del poder por la cual aquellas decisiones concretas que corresponden al Poder ejecutivo en general, se reparten, entre sus componentes (Gobierno y Administración), atendiendo a su mayor o menor relación con la repercusión en los derechos de los ciudadanos, con la sujeción general o especial o con su carácter político o meramente organizativo. Y esto es así, también, como resultado de que la estructura de poder es una cuestión política en su primer estadio, propia del Derecho constitucional y de análisis en la Teoría del Estado, pero que en la segunda fase, la del ejercicio del poder, presenta aspectos no sólo políticos sino también de administración pública y obliga a distinguir al poder, o la Política, de la Administración. Dado que tanto en el Poder legislativo como en el judicial, sus administraciones no se configuran constitucionalmente como poderes sino como organizaciones de apoyo o asistenciales, nos interesa la cuestión sólo respecto del Poder ejecutivo.

 

En el seno de este poder, la Constitución española en su artículo 99 nos muestra al Gobierno, inicialmente, como resultado de un proceso o procedimiento político ligado a las elecciones generales; de modo que el Rey propone, previa consulta con los representantes designados por los grupos políticos, un candidato y al cual, una vez se le ha otorgado la confianza parlamentaria, se le nombra Presidente por el Rey, y queda habilitado por la propia Constitución, en su artículo 100, para componer el Gobierno o nombrar al resto de sus miembros. De este modo, el Gobierno se presenta como vinculado a la voluntad popular o a la de sus representantes y, como consecuencia de ello, las competencias que determinan ejercicio de poder que repercute en los derechos de los ciudadanos o que son ejercicio de potestades se atribuyen al Gobierno o a sus componentes, teniendo en cuenta la importancia o repercusión de la materia e, incluso, sus efectos respecto de la generalidad o no de los ciudadanos o en organizaciones territoriales o corporativas y profesionales, por ejemplo. Este proceso político y su raíz u origen en procesos electorales se concibe como un hecho legitimador del poder.

 

Del mismo modo y por la misma razón, las competencias en el seno de la Administración pública se reparten en los órganos políticos, normalmente en las Direcciones Generales, o en los meramente administrativos, atendiendo a que a los primeros corresponden los actos administrativos o decisiones que implican ejercicio de poder y que no están atribuidos al Gobierno o a sus miembros, mientras que los actos administrativos que presentan una decisión o manifestación técnica son propios de los órganos administrativos desempeñados por funcionarios o propios de éstos, simplemente. Es por ello que la potestad reglamentaria se atribuye por la Constitución al Gobierno, sin perjuicio que las normas reglamentarias de rango inferior y de competencia no general sino relativa a materia correspondiente a un sólo ministerio, por ejemplo, de la Administración estatal, correspondan a sus titulares y, a la vez, miembros del Gobierno.

 

La misma reflexión y el mismo proceso corresponden respecto de los gobiernos y Administraciones públicas territoriales (Comunidades Autónomas y entes locales) Pero también todo tipo de organización reserva sus decisiones de poder y las que les obligan frente a terceros a sus órganos ejecutivos, tal como se deduce también del ordenamiento jurídico privado.

 

En general, pues, el poder, la decisión, se vincula a la parte política del Poder ejecutivo, que es temporal, de libre nombramiento y cese, y las decisiones más ordenadas, sin ámbito discrecional, regladas, en una palabra, y técnicas, corresponden a los funcionarios especialistas, seleccionados por mérito y capacidad y permanentes. De este modo, Política y Administración o Gobierno y Administración pública, se matizan y diferencian, pero, igualmente se complementan y en ello juega un papel primordial la competencia y, por ello, ésta adquiere sentido jurídico y alcanza la categoría de concepto propio del Derecho administrativo.

 

Independientemente, pues, de los clásicos argumentos para distinguir el Gobierno de la Administración, en los que se resalta la dirección y mando que corresponde al primero y la calidad de aparato técnico de la segunda, que ya ponen de manifiesto que el poder caracteriza al Gobierno, se manifiesta que las cuestiones que se acaban de exponer presentan la distinción desde el punto de vista jurídico y desde el político y revelan que es la competencia uno de los instrumentos que permiten apreciar los matices de la diferencia; sobre todo en cuanto pone de relieve que toda decisión importante que no está reservada a la ley, corresponde al Gobierno o parte política del Poder ejecutivo. La competencia decisoria aparece como el real ejercicio del poder, mientras que la técnica se muestra más bien como garantía o, en su caso, como función pública o administrativa. Otra cosa es que dicha garantía se convierta, por el hecho de serlo y por constituir la competencia técnica una exigencia en un procedimiento, en un condicionamiento de la resolución y en una obligación de motivar en contra si no se asume y que este aspecto, en su caso, de obstáculo a superar le otorgue sentido o apariencia, o, incluso, carácter de poder. En un sentido abstracto y general el poder radica en el Derecho[1]. La distinta competencia de políticos y funcionarios y la diferente característica de sus actos y del poder que encierran, en virtud de la previsión legal o del Derecho, constituye el sistema de equilibrio entre Gobierno y Administración, es decir del Poder ejecutivo.

 

En el fondo de lo que acabamos de exponer, existe una reserva competencial en favor de los órganos políticos de la organización administrativa, que comprende las normas reglamentarias y las resoluciones administrativas importantes o con trascendencia para los ciudadanos. Reserva que puede ser modificada por razones organizativas, en principio, pero sólo de modo formal, sin que la competencia se convierta en propia del órgano que la recibe, sin que se convierta en titular de la misma; así el ordenamiento jurídico permite la delegación de competencias y las encomiendas de gestión; en el primer caso sí se delega la producción de efectos jurídicos hacia el exterior de la organización, mientras que en el segundo no se atribuye la competencia de dictar actos o resoluciones jurídicas, sino meras funciones administrativas o actividades materiales. Aquí, pues, aparece ya una distinción entre gestión (organización) y autoridad (derecho)

 

También en este orden, el ordenamiento jurídico vigente ha permitido una figura nueva que se conoce como la delegación de firma de resoluciones y actos administrativos por sus titulares en los titulares de los órganos o unidades administrativas que de ellos dependan, sin que ello altere la competencia. Esta figura, absurda, desde mi punto de vista, tal como la exponía la legislación de procedimiento administrativo en el artículo 16 de la Ley 30/1992, que persiste en la vigente 40/2015 de Régimen jurídico del Sector Público, pone de manifiesto uno de los puntos de roce entre las necesidades organizativas y la formalidad jurídica y trata de solucionar la excesiva carga que produce la acumulación de competencias resolutorias en los órganos administrativos de nivel político, pero sin acudir a la desconcentración de competencias de modo definitivo en los órganos que realmente las ejercen. En el caso de la delegación de competencias, es evidente que esto es así, pero en el caso de la delegación de firma, se huye de delegar la competencia, al menos formalmente, y se dice que se delega lo que es una simple operación material, por tanto. Se marca así, a mi modo de ver, una diferencia en ambas figuras, en la delegación de competencias se delega la decisión, mientras que en la delegación de firma no. En el segundo caso, pues, el ordenamiento jurídico parece mantener que se firma una decisión adoptada por el órgano competente para resolver[2].

 

Técnicamente la Ley 30/1992 no acertó, como lógicamente tampoco hace la 40/2015, y se ha producido una confusión, al mismo tiempo que pone de relieve que la firma de las resoluciones es una mera formalidad, pero, todavía más, en cierto modo, ha consagrado una corruptela, aquella que conducía a que muchos órganos no firmaban sus resoluciones, utilizándose fórmulas de autorización, orden o delegación, de modo que firmaban otros órganos dependientes del competente para resolver y, con ello, también evidencia que las decisiones de los órganos de nivel político, en ciertas materias o cuestiones, consisten en una mera firma, sin que conozcan o les interese todo el alcance de lo que resuelven. Lo lógico, pues parece ser que se ajustase la organización administrativa a la realidad y que los órganos administrativos que realmente preparan las decisiones que otros firman, pudieran adoptarlas de modo que los principios de desconcentración y descentralización administrativa fueran efectivos. Ello no resulta posible, porque, aun cuando nuestro ordenamiento jurídico no lo expone con claridad, lo impide la reserva existente, en favor del nivel político, de las decisiones y actos administrativos con trascendencia importante en lo interno y en lo externo; es decir, del poder; poder jurídico propiamente dicho. De ahí estas fórmulas complicadas de cambios temporales de la competencia que permite el ordenamiento jurídico. De otro lado, el responsable es quien decide, de ahí que la competencia nos ofrezca una conexión directa con la responsabilidad. Cuestión esta que, también y como contrapartida, produce disfunciones en cuanto los cargos políticos, para eludir responsabilidades, soliciten informes no preceptivos o traten de que en el expediente existan opiniones técnicas favorables a una postura política concreta; lo que, cuando se trata de opiniones jurídicas no preceptivas, produce la excesiva juridificación de procedimientos. Pero también se puede producir el fenómeno contrario que el funcionario ponga a la firma del político meros informes u opiniones técnicas, ocultando su intervención en ellos.

 

No obstante, por lo que se refiere a la delegación de firma, que constituye un elemento perturbador de este sistema tradicional, por el que, respetando el orden formal, se realiza un ajuste organizativo más real, hay que resaltar que la práctica administrativa y el ordenamiento permiten soluciones que, de ser aplicadas correctamente, hacen inútil la figura. Puesto que ella no supone o implica una decisión, debe considerarse apropiada en el caso en que hay que firmar un número importante de resoluciones del mismo contenido. En estos casos, la Ley 39/2015, del Procedimiento común de las Administraciones públicas contiene soluciones tales como la que permite el artículo 36, que contempla la adopción verbal de decisiones, en cuyo caso, dice que la constancia escrita del acto se efectuará y firmará por el órgano inferior o funcionario que la reciba oralmente, expresando en la comunicación del mismo de la autoridad que procede. Es lo que los funcionarios han conocido siempre como traslado o comunicación de resoluciones, bien sea con la fórmula de la decisión verbal, bien con la de firmar el órgano competente, una única resolución comprensiva de todas las personas a las que afecta, solución también prevista en dicho artículo 36.

 

En resumen, existe un factor jurídico de raíz política que marca límites en la competencia resolutoria y decisoria de la parte del Poder ejecutivo que se conoce como Administración y que determina unas pautas en la organización o reparto de competencias en la estructura y unos sistemas de cambio temporal de aquéllas que manteniendo el reparto formal permiten una mayor efectividad y celeridad.

 

De este modo, pues, resulta que el factor estructural de la Administración pública es un elemento jurídico, pero quedan por examinar los efectos jurídicos hacia el exterior que tiene el factor de la competencia y sus grados si cabe.

 

Pero el sistema de la actuación relativa al procedimiento administrativo, en lo que antes era objeto de una sola ley, hoy se separa en dos leyes la 39/2015 del Procedimiento administrativo común de las Administraciones públicas y la 40/2015 del Régimen Jurídico del Sector Público, y siendo ambas de aplicación común a las distintas Administraciones públicas, cabe preguntarse cuál es la razón de las separaciones habidas, sin más respuesta que la que nos ofrecen sus exposiciones de motivos y sus primeros artículos descriptivos de su objeto. El caso es que ambas declaran regular aspectos jurídicos, pero creo que la segunda, la ley 40, contiene aspectos más organizativos y al hacerlo lo que nos muestra es parte del derecho de la organización administrativa española; obliga pues a sus órganos sin perjuicio de que su incumplimiento pueda afectar a la validez de las actuaciones administrativas.



[1] En estos párrafos pretendemos resaltar la existencia de una postura que entiende justificada la legitimación de los políticos y que, como contrapunto, parece deslegitimar a los funcionarios, al mismo tiempo que queremos resaltar que la legitimación en realidad es una consecuencia de las decisiones y atribuciones realizadas por la Ley. En este orden es muy aclaradora la postura de Baena del Alcázar, Mariano, mostrada en su Curso de Ciencia de la Administración. Volumen I. Edit. Tecnos. Madrid 1999; p. 294, cuando manifiesta lo siguiente: Desde luego hay que partir del principio de mérito y capacidad que en las democracias occidentales viene impuesto por el sistema político. Cuando así es el principio constituye de por sí un título de legitimidad, aunque legitimidad distinta de la basada en la confianza política. Rara vez se advierte que en la dialéctica ahora en estudio lo que se produce es una tensión entre dos legitimidades igualmente constitucionales.

En torno a la importancia de las actuaciones técnicas en los expedientes administrativos o decisiones en general, que hemos tratado de poner de relieve, y que desde nuestro punto de vista se traducen en una forma de poder, son también significativas las afirmaciones de Baena en la obra citada, cuando dice: p. 276. Ahora bien, desde la perspectiva de la Ciencia de la Administración lo que importa, sobre todo, es que las demás tareas que se realizan para obtener el equilibrio y la integración (del modo específico que se desprende de la decisión política y sus consecuencias) son lo que llamamos las funciones administrativas. Estas tareas se encaminan principalmente a hacer posible la decisión política, por lo que deben articularse en torno a ella. De su adecuada ejecución depende que se obtenga la eficacia, o cumplimiento de los fines de la decisión política, y la eficiencia, que implica la ejecución a costes tolerables, debiendo referirse ambas a la decisión política; o cuando, con posterioridad en la p. 284, en el mismo sentido afirma: En todo caso se impone un desplazamiento de la atención hacia la eficacia de la decisión conformadora que requiere un funcionamiento correcto de la Administración, para concluir más adelante diciendo No se trata como cuestión candente, de que se lleve a cabo de modo más rápido la tramitación de ciertos documentos ( con ser esto deseable) sino de que se hagan las previsiones adecuadas para que se presten correctamente los servicios.

 

[2] En este sentido se manifiesta Luis Cosculluela Montaner en su Manual de Derecho Administrativo.- Edit. Civitas. Madrid 1997, p. 183.Por mi parte, he reflejado esta postura en Lecciones de Derecho Administrativo I.-Edit. Fundación Universitaria San Pablo C.E.U.- Valencia 1995.- p. 98 y en la edición ampliada de 1998, ya citada, p. 102.

 

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