Mis lectores se habrán apercibido que cada día más tengo la idea de que la Administración pública como tal no existe en la realidad, sobre todo desde los aspectos jurídicos y de defensa de los intereses generales y de que también cada día más está presente una clara patrimonialización de la misma por la clase política, sin perjuicio de la que pueda existir por los funcionarios. Que el hecho no es nuevo también se expone al recoger el pensamiento burocrático del siglo XIX, por ello continúo con la exposición de lo que Alejandro Nieto en su libro La Burocracia I El pensamiento burocrático, refleja de las ideas atribuidas a Lorenzo Domínguez. Así, tras manifestar lo que hemos recogido en El pensamiento burocrático III, Nieto (págs. 237 -239) sigue escribiendo:
“Aceptados estos principios, sus corolarios han de resultar fatales:
a) Por lo pronto, desaparece el celo en el servicio, dada la carencia absoluta de estímulos adecuados. El empleado sabe que su aplicación, su asiduidad, su celo, han de servirle de poco o de nada, no ya para ascender en su carrera, más ni aún siquiera conservar su puesto; al paso que ve adelantarlo y obtener ascensos a un advenedizo cualquiera, probablemente sin conocimiento en su ramo y sin mérito alguno; y vive además, si no le protege alguna poderosa influencia, en constante alarma y sobresalto, temiendo que algún político necesite su plaza para recompensar o socorrer a algún pariente, amigo o protegido. El empleado que sabe, ve y teme todo esto, ¿cómo ha de trabajar con celo ni con gusto en su cargo?, ¿qué estímulos ni qué garantías tiene de ello? (págs 27-28)
b) Relajamiento funcional que se agrava aún más por el correlativo deterioro de la jerarquía, que dificulta el control del subordinado negligente. La idea jerárquica se pierde por completo, porque cada empleado ocupa su puesto en virtud de un mérito o influencia política, de que sólo depende su suerte: muchas veces el superior está sostenido por una influencia menos poderosa, ¿qué fuerza ni prestigio ha de tener entonces para amonestar al inferior ni para mandarle? (pág. 27)
c) De la misma manera que ni los méritos personales ni las normas objetivas regulan la vida del funcionario, tampoco ésta orienta su conducta por la justicia y el Derecho. Desde el punto en que el empleado debe su puesto no a la ley ni a la capacidad ni a los méritos ni a ninguna otra regla segura y fija, sino al personal influjo, es consecuencia lógica y natural que los expedientes y asuntos de su incumbencia hayan también de decidirse más por el favor y la recomendación que por la justicia y la ley. (pág. 28) El encargado de aplicar la ley debe estar en condiciones de poder hacerlo sin peligro ni temor para su interés individual; necesita estar completamente tranquilo y seguro de que no sufrirá perjuicio para obrar con todos de una manera igual y justa. (págs 32-33) Estamos, pues en el mundo de la arbitrariedad que aquí es el de las "amistades";: ¿Quién no busca y encuentra o a un padrino o a un amigo que le sirva de protector en sus asuntos, cuide solícito de la favorable resolución de sus expedientes o ilustre entendido la opinión del juez que ha de fallar en sus litigios? (pág. 5)
d) Ni que decir tiene que los efectos de toda esta descomposición administrativa recaen sobre los ciudadanos. El Estado no es sólo botín de los políticos, sino estorbo para el desenvolvimiento de toda la nación. Los burócratas, además de vivir del presupuesto (que es decir de todos los ciudadanos) y de perjudicar a éstos con sus injusticias, los vejan innecesariamente con su falta de celo y con su desatención acostumbrada, que puede llegar a ser insultante. De la arbitrariedad a la tiranía no hay más que un paso. Vivimos los españoles bajo el no grato peso de una cierta manera de tirania, que puede llamarse burocrática u oficinesca, y que se ejerce detrás de un pupitre y con manguitos de percalina…El ciudadano contribuyente, que paga, hace en nuestras oficinas, por lo general, un papel subalterno y de gran inferioridad ante el empleado que cobra. (págs. 64-65)
e) Si los cargos políticos son instrumentos para favorecer a los amigos políticos, parece lógico que, además de manipular su provisión, se procure por todos lo medios aumentar las plazas disponibles, con independencia de su eventual utilidad. Considerado el presupuesto el presupuesto como un medio de recompensar actos políticos y de sostener y hacer prosélitos, existen oficinas inútiles, ramos enteros quizá que podrían suprimirse, corporaciones costosísimas que sólo satisfacen a lo que se cree una necesidad política, empleos infinitos cuyo único resultado consiste en dilatar, complicar y embrollar los servicios. (pág. 26)
Bien hasta aquí por hoy, lo próximo será exponer lo remedios que propone Lorenzo Domínguez. Pero un apunte final ¿cuántos funcionarios que se precien, ciudadanos y abogados no dirían hoy cosas idénticas o similares? ¿No se puede decir, incluso que hoy hay niveles de Administración territorial que se justifican principalmente por ser refugio de empleos y cargos?
Lo peor de todo es que nos encontramos ante un problema endémico, que ya estaba presente en la Administración decimonónica, y somos incapaces de solucionarlo, porque precisamente los que podrían y deberían hacerlo (políticos) son los grandes beneficiarios de ello, y los perjudicados (ciudadanos) no pueden más que soportar la ineficacia derivada. En fin, cuánto se acuerda uno del personaje galdosiano Villamil de la extraordinaria novela (administrativa) de Miau.
ResponderEliminarLas autoridades encargadas de controlar la Administración Pública, son quienes la han convertido en sotreta.
ResponderEliminarPaúl creo que los funcionarios se han acomodado y se aprovechan del descontrol, pero el término que has empleado equivalente a resabiada, implica una cierta agresividad y malicia que no creo aplicable plenamente. Pero bueno.
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