jueves, 18 de agosto de 2011

Doble contabilidad

Es normal que en tiempos convulsos y de adversidad se trate de reducir la incertidumbre y buscar explicaciones sencillas a fenómenos complejos. El volumen de las Administraciones y el número de sus funcionarios no preocupan cuando las arcas públicas están llenas y aparecen como un grave problema cuando se vacían. Basta observar los titulares y los artículos de fondo de la prensa salmón, y aún de la generalista, de los tres últimos años para ver que ambas cuestiones preocupan. Llama la atención, no obstante, que en los diarios en raras ocasiones se plantee el debate sobre su causa: qué servicios públicos nos podemos permitir. Tampoco se aborda la cuestión de las prioridades del gasto público, sus límites y su financiación.

A la cultura anglosajona le parecería un desatino esta desligazón entre gastos e ingresos, pero a los españoles nos parece de lo más normal que convivan la concepción de lo público como un derecho social; una compensación histórica de los tiempos pasados duros; una inercia del pasado; una manera de sentir el territorio; el resultado de las reglas del mercado; un regalo paternalista o clientelar; o el botín del mal gobernante. El resultado es una Administración por capas, cada una de las cuales tiene sus organismos y sus correspondientes grupos funcionariales, muchas veces duplicados, y en la que muchos colectivos se ven representados y favorecidos. En primer lugar, parece evidente, los integrantes del aparato público, pero también el tejido social y empresarial de un país que a duras penas sobreviviría sin las ingentes subvenciones que comprometen una parte muy significativa de los presupuestos públicos.

La cuestión de cuánto gastar no se puede separar de en qué servicios y a quién se debe favorecer con la acción pública; esto es, cuáles son las prioridades y los beneficiarios. Lo interesante del incipiente debate sobre el gasto público es que pone de manifiesto que el actual orden del gasto está en profunda crisis.

La carencia de instrumentos de medición y de evaluación de la gestión pública y de sus resultados hace que echemos mano de indicadores básicos, como el número de empleados y su volumen de gasto. Esa carencia lleva a que ante el embate de los mercados financieros se ofrezca el sacrificio lineal del gasto en materia de personal por parte del Gobierno de la Nación. Siempre es más fácil un recorte del 5% de la masa salarial que reordenar el gasto público de las Administraciones Públicas.

Este tipo de recortes trata por igual a servicios básicos para el desarrollo futuro del país como la educación o la investigación, a servicios esenciales para la comunidad como la salud o los servicios sociales o a servicios meramente suntuarios. Es urgente que se produzca una profunda reflexión y un debate público sobre las necesidades sociales, su priorización y su financiación con el fin de no descapitalizar lo que ha sido el legado y el esfuerzo de varias generaciones de españoles.

En la opinión publicada aparecen las comunidades autónomas y los entes locales como causantes principales de lo que se llega a calificar “despilfarro público”. No se trata de agobiar con cifras, pero el gasto público total en 2009 en España representaba el 38,5% del PIB y en la Eurozona el 46,7% y existen importantes diferencias en protección social y en sanidad a favor de ésta. Es cierto que tenemos un país fuertemente descentralizado, pero también lo es que el nivel central mantiene importantes funciones, la mitad del gasto público total y la casi la cuarta parte de los efectivos públicos. Por su parte, las comunidades autónomas destinan el 60% del gasto a educación y sanidad y más de un 12% a infraestructuras.

La Administración General del Estado (AGE) conserva una importante capacidad de intervención económica y un poderoso aparato público con cientos de delegaciones en el territorio y casi quinientos entes públicos. A pesar de ello, su reacción ante la crisis no ha sido la de liderar el conjunto de las Administraciones Públicas, predicar con el ejemplo en el recorte de organismos, buscar fórmulas de simplificación administrativa y de colaboración intergubernamental que permitan suprimir organismos y reunificar la gran cantidad de competencias fragmentadas.

Existen muchas posibles explicaciones de por qué no se ha hecho esto. Una de ellas es que la AGE ha mantenido en las tres últimas décadas una doble estrategia de resistencia y de victimismo frente a las comunidades autónomas que, en general, le ha ido bien. Esto le ha permitido mantener una posición central en el sistema gubernamental, especialmente mediante el mecanismo financiero y el de subvenciones y su relación directa con los gobiernos locales, como se ha visto con el Plan E que drenó 13.000 millones de euros hacia nivel local entre 2008 y 2009 sin tener en cuenta las políticas de las comunidades autónomas.

La doble contabilidad consiste en computar en el debe de los gobiernos territoriales el déficit y el incremento de plantilla y no hacerlo cuando es la AGE la que aumenta el gasto. Así, la AGE incrementó su plantilla, excluidas las Fuerzas Armadas, entre enero de 2005 y julio de 2010 un 7,6%. En el mismo período las comunidades autónomas lo hicieron en un 13% y los entes locales en un 5%. En el primer caso destacan el aumento en Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado (casi 30.000) y en el segundo en sanidad y educación. Finalmente, hay que llamar la atención sobre la Administración Local, que ha duplicado su plantilla en los últimos veinte años.

Apuntar, como ha hecho recientemente el FMI, que es preciso reducir el gasto en funcionarios remite a recortar determinados gastos que hoy se consideran prioritarios por la sociedad española; determinar cuáles han de ser exige un debate sobre si deseamos, por ejemplo, estar a la cabeza de la UE en gasto en seguridad y orden público, como ahora, o estarlo en educación e investigación.

La priorización de servicios públicos y su reflejo en las plantillas implica que debe haber una sola contabilidad del gasto y del personal en el conjunto de las Administraciones públicas, una reordenación profunda de los servicios y prestaciones públicas, la introducción de una cultura clara de la cooperación intergubernamental y la conciencia colectiva de que los gastos se cuadran a partir de ingresos reales. Todo ello se completa con una efectiva dirección del Estado, el entendimiento que éste es más que la suma de sus partes y que existe un interés general al que atender fundamentado en los principios de igualdad y solidaridad.


Publicado en El Imparcial, el 8 de agosto de 2011.

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