Cuando se llega a mi edad la verdad es que se empieza a ser un descreído respecto de las promesas de los políticos, de la eficacia de la leyes y sobre todo de los nuevos términos y conceptos que se van acuñando y se muestran teñidos de "modernidad" o de "utilidad" para navegantes. Por eso, la relectura del punto b) del B) Los principios que rigen las relaciones entre Administraciones Públicas y fórmulas organizativas resultantes incluidos en el punto 2.2.1.-. La regulación de la organización de las Administraciones públicas en la Ley de Régimen jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, de mi trabajo sobre Juridicidad y organización en la Administración española, me ha recordado la complejidad de lo que llamamos administración pública, sobre todo si partimos de un modelo de descentralización como el que configuró la Constitución de 1978. En dicho apartado b), entre otras cosas digo:
Conforme al orden que hemos
seguido en el apartado anterior comenzaremos por ver qué soluciones o cuestiones
de organización se plantean respecto al ejercicio de las competencias entre
Administraciones públicas. Si establecemos en primer lugar, y recordamos, que
la competencia se presenta, en cierto modo, como un derecho subjetivo de cada
Administración y que ellas están obligadas a su defensa, se nos ofrece, desde
la perspectiva de la organización, una visión de la competencia como
presupuesto o base primera, junto con los fines o intereses a cumplir, para
establecer o desarrollar la organización correspondiente. Una cadena se
establecería por la que los intereses públicos de cada territorio, los fines a
satisfacer por cada Administración y las competencias a desarrollar para ello,
nos ofrecerían las bases para establecer los órganos administrativos más importantes,
dependiendo el resto de órganos subordinados de la complejidad de la materia,
del número de atribuciones, de las funciones que concretasen las competencias
en su sentido orgánico, del volumen de gestión o asuntos a despachar, etc.
Pero los principios
constitucionales señalados hasta ahora y los de organización, así como el
necesario equilibrio entre los de unidad nacional, solidaridad, igualdad de
todos los españoles, autonomía, descentralización, desconcentración, economía
de gasto público y eficacia en general, obligan además al ejercicio ya señalado
de, primero el legislador y, después, cada Administración, reflexionar sobre un
reparto de competencias que facilite dichos principios y establecer fórmulas de
organización que los haga eficaces de un modo equilibrado y compensado. Una
ardua tarea que es en, primer lugar, un ejercicio jurídico con base
parlamentaria y legal y, después, de organización de las Administraciones
públicas conforme a dicha base y con interpretación del orden jurídico constitucional.
Pero no se pueden abordar aquí todas las consecuencias de esta situación, sino
que debemos dejar de manifiesto que la Constitución y las leyes sólo marcan los
principios y que es cada Administración la que ha de adoptar las decisiones
concretas acordes con aquéllas. Pero las Leyes nos ofrecen fórmulas concretas
que vamos a analizar...
Creo que en estos párrafos se contiene una idea básica y fundamental de organización de un Estado y de sus Administraciones, si no se cumple no hay Gobierno nacional y sin éste no hay Estado nacional. ¿Es esa idea de equilibrio entre los principios constitucionales señalados, el buen gobierno? La gobernanza ¿se equipara al buen gobierno? ¿es la coordinación entre diferentes Administraciones y sus competencias en la misma materia? O ¿todo es mera palabrería o venta de ciencia de artificio? La ciencia de administrar ¿no trata precisamente de obtener ese equilibrio y esa eficacia de principios y de fines y competencias en favor de los ciudadanos? ¿por qué entonces no llamarle simplemente Administración Pública? Bastaría con que se aislaran los principios de la buena Administración pública y de su eficacia como contenido de la Ciencia de la Administración y en un Código al efecto. Se ganaría en simplicidad, se ordenaría el contenido a transmitir a políticos y funcionarios y se eliminaría tanta especulación conceptual y ciencia de salón y se consolidaría el derecho de la organización. Pero ante tanta necesidad de vender programas, acciones y resultados inmediatos y de justificar la propia existencia, impera el camelo y el charlatán y las grandes reformas y leyes vacías y carentes de efectos. Tanta retórica y tan poca acción me produce el efecto de un mercado en el cada uno grita su producto pero no sabe lo que vende en realidad, ni para que sirve, repite lo que vio y oyó en otra parte pero que no lo conoce, ni participó en ello, ni probó o utilizó nunca. Y, sin embargo, vende a los ignorantes o a los amigos o a los aprovechados. Y lo peor es que los personajes que viven de esto son los que proliferan y ocupan los puestos de dirección y gobierno y es un sarcasmo que sean ellos los que utilicen ideas como las de la gobernanza, el buen gobierno o la modernización y no sepan administrar. No se los lleva ni la crisis.
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