miércoles, 12 de marzo de 2014

LIBRO SOBRE DIPLOMACIA Y DIPLOMÁTICOS DE JORGE FUENTES

El pasado día 30 de enero asistí a la presentación de este libro de mi amigo Jorge Fuentes Monzonís -Vilallonga
compañero de colegio, ante todo amigo de juventud que cuenta con mi mayor aprecio y con el que compartí, y supongo que comparto aún, aficiones al cine, al teatro, literarias y a los comics en general y a los clásicos americanos en especial. Su charla constituyó un bálsamo, frente a la mediocridad actual; escucharle, con su fluidez verbal, sin apoyo en nota alguna y por su naturalidad y sus virtudes diplomáticas naturales y por profesión, fue una delicia.

Pero lo que en este blog interesa es que su libro, que es ameno y se lee de una sentada, trata de la Administración y función pública, de una de sus partes de las que, en general, nos ocupamos poco y que, en sus aspectos más puramente administrativos, ignoramos y de los que los generalistas no hacen apenas referencia.

Sirva esta entrada de presentación del libro de Jorge Fuentes para aquél que le interese y como las palabras de su autor serán mejores y más acertadas que las que yo pudiera utilizar, transcribo aquí el prólogo del libro:

Decía un antiguo director de la Escuela diplomática, el conde de Navasqués, que por mucho que quisiéramos encontrar variopintas motivaciones que expliquen por qué los jóvenes se acercan a la Carrera diplomática -el afán de aventura, el gusto por la trashumancia, el propósito de ganar prestigio social, la ambición por hacer fortuna- la única explicación realmente convincente de por qué uno se hace diplomático es la vocación.
      Nada más que la vocación puede hacer que un diplomático supere con éxito las mil pruebas que deberá enfrentar a lo largo de su vida profesional que incluyen cambiar de residencia más de una docena de veces, pasar sin solución de continuidad de los gélidos fríos a los tórridos calores, luchar contra enfermedades incontrolables, soportar altibajos profesionales, mantener, pese a todo, una familia cohesionada.
     Si hoy, después de muchos años de profesión me preguntaran mi opinión sobre la clave para llevarla con dignidad, qué es lo que diferencia a un buen diplomático de otro mediocre, mi respuesta seguiría siendo la que apuntó Navasqués cuando ingresé como joven secretario de Embajada: la vocación. Quien la posee seguirá la Carrera guiándose por móviles altruistas, buscando destinos en los que pueda desempeñar un buen servicio al Estado, se encontrará siempre disponible para el servicio, tendrá excelente relación con sus compañeros. Quien, por el contrario, se acerca a la profesión por otras motivaciones, buscará los puestos mejor remunerados no dudará en saltarse todas las reglas del juego para lograr aquellos destinos, racaneará tanto como le sea posible, tendrá una relación conflictiva con sus superiores, sus iguales y sus subordinados.
   En la Diplomacia abunda uno y otro modelo de funcionario. No me cabe duda que los vocacionales rebasan con mucho a los oportunistas. A lo largo de los años he conocido a unos y a otros y puedo asegurar que los inteligentes, los imaginativos, los cosmopolitas, predominan ampliamente en la profesión.
      Los relatos que siguen reflejan algunos de los recuerdos de mi Carrera que discurren desde los dubitativos momentos de las oposiciones y del ingreso en la profesión allá por los lejanos años sesentas del pasado siglo, hasta los no menos azarosos capítulos de la despedida de ella, como quien dice hace dos días.
     Entre medio hay un poco de todo: el ejercicio de la Diplomacia entre la administración central y en las Embajadas, el perfil de quienes -hombres y mujeres- le dan apoyatura humana, desde los terceros secretarios a los Embajadores rodeados por los cancilleres, los agregados y una nube de empleados. Se describen las alegrías y las tristezas, los éxitos y los fracasos, las grandezas y las pequeñeces de la profesión.
    Es evidente que se han cargado las tintas en los aspectos más jocosos del oficio. No tendría mayor sentido, en unos relatos de naturaleza ligera, insistir sobre lo que sin embargo es más frecuente y constituye la espina dorsal de la Diplomacia: la seriedad, el buen hacer, la profesionalidad; en una palabra, de nuevo, la vocación.
    De una forma o de otra, los relatos que siguen son al mismo tiempo, en todo o en parte, rigurosamente reales y maliciosamente inventados. Aunque los ha vivido el autor o personas que éste conocía, la versión presentada incluye en cada caso licencias y deformaciones literarias. Hay historias jocosas frente a otras pocas -justamente las que abren y cierran la serie- a las que resulta difícil encontrar el lado humorístico. Hay notas que tienen la forma de un relato de ficción frente otras que se acercan más al género periodístico y ensayístico.
     El conjunto ha querido reflejar el ambiente de una profesión poco conocida, casi misteriosa, admirada a veces, ignorada otras. Uno de los oficios más antiguos con el que miles de españoles han soñado en las últimas décadas y que unos cuantos practican como mejor saben y como mejor pueden.
     Pese a la ironía o incluso el sarcasmo que con frecuencia encierran estos relatos, el autor se confiesa ferviente admirador de la profesión, que no cambiaría por ninguna otra, que recomendó a a sus hijos y a los de sus amigos y que con gusto volvería a iniciar si le fuera dado el posible privilegio de poder hacerlo. 
     

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