martes, 13 de marzo de 2018

LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA COMO EFICACIA DEL DERECHO

En la última entrada manifestaba que España se regía por un régimen de derecho administrativo y que éste iba unido en su nacimiento en Francia a un sistema de eficacia administrativa. En este sistema la Administración pública, su organización, juega un papel esencial en la eficacia del derecho, pues ella es fuente de dicho derecho, administrativo y general, en cuanto interviene, tanto desde su estructura política como administrativa o funcionarial, en la determinación del contenido de las leyes, y en su proyección, aportando la experiencia, el antecedente y la técnica precisos; pero también es el agente al que corresponde ejecutar el derecho en favor de la sociedad y de los particulares. Y es el que lo hace en primer lugar o en el momento primero, mediante la simple acción, y mediante la atención y resolución de las reclamaciones y recursos de los interesados afectados por dicha acción, como fase previa a la jurisdicción de los tribunales de Justicia y también como una garantía que evite el exceso de controversias en el orden judicial.

Vamos a ver lo que, en este orden nos dice la legislación de la jurisdicción contencioso administrativa, partiendo de la, para mí excelente, Ley de 1956.
A ella se refiere, en su exposición de motivos, la vigente Ley de 1998 del siguiente modo: La Jurisdicción Contencioso-administrativa es una pieza capital de nuestro Estado de Derecho. Desde que fue instaurada en nuestro suelo por las Leyes de 2 de abril y 6 de julio de 1845, y a lo largo de muchas vicisitudes, ha dado sobrada muestra de sus virtualidades. Sobre todo desde que la Ley de 27 de diciembre de 1956 la dotó de las características que hoy tiene y de las atribuciones imprescindibles para asumir la misión que le corresponde de controlar la legalidad de la actividad administrativa, garantizando los derechos e intereses legítimos de los ciudadanos frente a las extralimitaciones de la Administración.

Dicha Ley, en efecto, universalmente apreciada por los principios en los que se inspira y por la excelencia de su técnica, que combina a la perfección rigor y sencillez, acertó a generalizar el control judicial de la actuación administrativa, aunque con algunas excepciones notorias que imponía el régimen político bajo el que fue aprobada. Ratificó con énfasis el carácter judicial del orden contencioso-administrativo, ya establecido por la legislación precedente, preocupándose por la especialización de sus Magistrados. Y dio luz a un procedimiento simple y en teoría ágil, coherente con su propósito de lograr una justicia eficaz y ajena a interpretaciones y prácticas formalistas que pudieran enervar su buen fin. De esta manera, la Ley de la Jurisdicción Contencioso-administrativa de 1956 abrió una vía necesaria, aunque no suficiente, para colmar las numerosas lagunas y limitaciones históricas de nuestro Estado de Derecho, oportunidad que fue adecuadamente aprovechada por una jurisprudencia innovadora, alentada por el espectacular desarrollo que ha experimentado la doctrina española del Derecho Administrativo.

La Ley de 1956, en su exposición, nos decía, por ejemplo, esto: En verdad, únicamente a través de la Justicia, a través de la observancia de las normas y principios del Derecho, es posible organizar la Sociedad y llevar a cabo la empresa de la administración del Estado moderno.

En la complejidad y extensión de éste, las normas, subordinadas entre sí jerárquicamente, proclaman y definen cuál es el contenido del interés público en todas y cada una de sus manifestaciones.

El acatamiento y cumplimiento de las normas se impone, por ende, cualquiera que sea el criterio subjetivo de las autoridades y funcionarios, como base de la existencia de un orden social y de la unidad de la acción administrativa.

Los principios de unidad y de orden quiebran, ciertamente, cuando, bajo pretexto de interés público, se pretende sustituir lo dispuesto por el Ordenamiento jurídico por el sentimiento que del bien común tenga en cada caso el titular de la función: el imperio del Derecho por la arbitrariedad.

Y así, la necesidad de una Jurisdicción contencioso-administrativa eficaz trasciende de la órbita de lo individual y alcanza al ámbito colectivo. Porque las infracciones administrativas se muestran realmente no tan sólo como una lesión de las situaciones de los administrados, sino como entorpecimiento a la buena y recta administración. Y de ahí la certeza del aserto de que cuando la Jurisdicción contencioso-administrativa anula los actos ilegítimos de la Administración, no tan sólo no menoscaba su prestigio y eficacia, sino que, por el contrario, coopera al mejor desenvolvimiento de las funciones administrativas y afirma y cimenta la autoridad pública.

Estos párrafos completan el transcrito de la vigente Ley, en cuanto ponen de manifiesto el papel que antes he atribuido a la Administración pública y evidencian que la anulación de los actos ilegítimos de ésta por la jurisdicción contenciosa no es sólo la satisfacción de los derechos subjetivos afectados, sino que estos actos ilegítimos son esencialmente contrarios a la finalidad que en el orden jurídico corresponde a la Administración y función pública y que dicha anulación contribuye tanto a la buena y recta administración como a mejorar las funciones administrativas y afirmar la autoridad pública.

De otro lado, es cierto que nos ofrece un idea cerrada y completa del ordenamiento jurídico y nos predica que el sentimiento del juez o funcionario no puede sustituir a la ley o norma haciendo imperar la arbitrariedad sobre el Derecho. Mucho daría de sí este tema para los especialistas y buenos juristas. Me limito a decir, que, quizá, aquí haya algo de defensa por parte del régimen político de la dictadura, en defensa de su ordenamiento o de la literalidad de la ley o norma, pero, no obstante, en este aspecto hoy siguen produciéndose situaciones en que prima esta arbitrariedad y otras en cambio en las que se produce un acierto al desvelar el contenido, digamos, oculto del derecho contenido en la norma, precisando su alcance y sentido en el conjunto y complejidad del ordenamiento jurídico, de modo que la literalidad preceptiva o normativa no constituye siempre el imperio del Derecho.

El hecho de que hoy me repita en lo dicho en otras ocasiones es una vez más para abogar en la importancia de la Administración pública, hoy convertida en una organización plenamente subordinada, no en el complemento imprescindible del poder ejecutivo y de la eficacia del derecho, sino en mero aparato operativo obediente a la "empresa" política de turno e instrumento precisamente no de evitar la arbitrariedad sino, por el contrario, de justificarla a petición de parte, pervirtiendo el verdadero concepto y valor de la autoridad con el abuso y desviación del poder. Esta situación vigente es completamente contraria al sistema diseñado legalmente.

En definitiva, siento la necesidad de que la Administración pública sea regulada de modo específico y no como parte del ordenamiento de la función pública o del procedimiento administrativo o de las leyes de gobierno, aun cuando se pueda considerar que son suficientes los principios que señala el artículo 103.1 de la Constitución. La muestra conjunta y no dispersa de los principios y fines de la Administración pública y su régimen jurídico específico se muestra, ante la corrupción del sistema, más necesaria que nunca. No basta, por ejemplo, lo dicho por la Ley 40/2015 de Régimen jurídico del Sector Público que acentúa los aspectos económicos, cuando resalta al inicio de su exposición de motivos que: El informe, que fue elevado al Consejo de Ministros el 21 de junio de 2013, formuló 218 propuestas basadas en el convencimiento de que una economía competitiva exige unas Administraciones Públicas eficientes, transparentes, ágiles y centradas en el servicio a los ciudadanos y las empresas. En la misma línea, el Programa nacional de reformas de España para 2014 establece la necesidad de impulsar medidas para racionalizar la actuación administrativa, mejorar la eficiencia en el uso de los recursos públicos y aumentar su productividad. Este convencimiento está inspirado en lo que dispone el propio artículo 31.2 de la Constitución Española, cuando establece que el gasto público realizará una asignación equitativa de los recursos públicos, y su programación y ejecución responderán a los criterios de eficiencia y economía. De otra parte, los principios que recoge son más aquellos que nos hablan de eficacia de acción y servicio que de eficacia jurídica o regula más que nada la organización y estructura. El carácter jurídico de la Administración pública destaca su categoría de poder público por encima de la de servicio. Este es el aspecto que echo en falta que se destaque y delimite como garantía de los derechos de los ciudadanos a la eficacia del derecho y de su defensa frente al abuso, desviación y arbitrariedad de las autoridades, apoyada, en evitación de esos mismos defectos, en la propia Administración pública y sus funcionarios y en la Jurisdicción contencioso-administrativa o la penal, en su caso.


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