El pasado día 28 de enero me refería a las leyes como factor electoral, propagandístico y demagógico y, al hacerlo, pensando en la jurisdicción contencioso administrativa y el ciudadano, apuntaba a los problemas de juicio de estas actuaciones espurias y de tono embaucador, ya que la ley, frente a dicha jurisdicción o poder judicial, se muestra inatacable. Respecto de la posibilidad de control de las leyes que revisten los caracteres señalados, es sobre lo que voy a reflexionar hoy.
Dos cuestiones básicas hay que recordar, una es la que parte de la división o separación de los poderes públicos, en la que España inicialmente parte del modelo francés, de modo que se crea un modelo de justicia administrativa que supone la existencia de un órgano administrativo de carácter jurisdiccional (Conseil d'Etat en Francia y aquí, en España, Consejo Real o de Estado, en su día,) que partiendo de la idea o concepto del servicio público en la primera, juzga las acciones administrativas de modo que el poder judicial no puede actuar en ese campo. Justicia y Administración se separan plenamente y de ahí surge el criterio de que, de intervenir, estaría administrando y no juzgando. Esta idea, dado que la jurisprudencia del Conseil d'Etat francés influye y mucho en la muestra, y aún en la jurisdiccional actual, hace que sea frecuente que jueces y magistrados traten de eludir el complejo examen del cumplimiento de las formalidades o de la realidad de los contenidos o asertos administrativos, por lo que respecta a las leyes, e incluso a las actuaciones administrativas, y los contenidos del expediente correspondiente. Es sencillo pensar o decir: si hago esto estoy administrando, sustituyendo la acción administrativa. No estoy para esto ¡menuda faena¡ Y todo lo más se señala la existencia de un defecto formal y la vuelta del expediente a la Administración. Es comprensible, pero no ayuda al ciudadano ni a que se administre o actúe mejor
La otra es que dicho modelo se rompe en España y el poder judicial juzga o controla la actividad administrativa y su legalidad o no. De este modo, en nuestra legislación, jurisdicción y doctrina, no es el servicio público la piedra angular sino el acto administrativo. o la acción administrativa, si se quiere, lo que en su momento lleva a una extensa doctrina respecto al enjuiciamiento o no de los denominados actos políticos y de los discrecionales. Cuestiones que hoy se han de considerar debilitadas. En la actualidad el artículo 1 de la Ley Reguladora de la Jurisdicción Contencioso- administrativa nos dice: Los Juzgados y Tribunales del orden contencioso-administrativo conocerán de las pretensiones que se deduzcan en relación con la actuación de las Administraciones públicas sujeta al Derecho Administrativo, con las disposiciones generales de rango inferior a la Ley y con los Decretos legislativos cuando excedan los límites de la delegación.
Si bien este artículo limita el juicio a los actos sujetos a Derecho administrativo no hay que olvidar que el Poder ejecutivo (Gobierno y Administración), según el artículo 9 de la Constitución, está sometido a ésta y al resto del ordenamiento jurídico. No pretendo un análisis de la extensión de la jurisdicción contenciosa a otras actuaciones reguladas en el mismo artículo 1 y siguientes. Quiero centrarme sencillamente en que el Derecho administrativo o público, si se quiere distinguir, regula las actuaciones de los gobiernos y una de esas actuaciones es la de los anteproyectos de ley y de los proyectos que se remiten a los parlamentos y asambleas legislativas. Estas actuaciones no son meros actos políticos, sino que requieren de una muy importante actuación administrativa, que precisamente existe para la garantía de la necesidad y eficacia de las leyes y sin la cual éstas adquieren esa naturaleza espuria y embaucadora que les atribuyo. Esas actuaciones se regulan, por ejemplo, en el artículo 26 de la Ley 50/1997 del Gobierno y cada Comunidad Autónoma hace lo mismo en las leyes reguladoras de sus respectivos gobiernos, estableciendo los procedimientos de elaboración de los anteproyectos de ley y de los reglamentos.
La simple lectura de este artículo y de los que le preceden, con el Plan anual normativo, y del siguiente sobre tramitación de urgencia, muestran tal cúmulo de actuaciones técnicas y garantes necesarias para conformar un anteproyecto de ley, que cualquier funcionario sabe que muchas de ellas se despachan con una "larga cambiada" o cuentan con justificaciones meramente retóricas y no acompañadas de datos y estudios serios o que se fabrican "ad hoc". El tiempo político lo marca todo y lo desvirtúa. Si algún recurrente incide en los aspectos formales de este procedimiento y en su carencia o incumplimiento, ligereza o falsedad, la jurisdicción administrativa ha de entrar en ello y es comprensible que en su juicio no puede sustituir a esa actuación administrativa previa, pero sí valorar los efectos de los incumplimientos formales.
Considero que anteproyectos de leyes y los proyectos consiguientes son actuaciones administrativas sujetas a derecho administrativo y los anteproyectos de ley los hemos de considerar actos de un ministro, siendo discutible si los incumplimientos que se produzcan en él ya son recurribles, pues aún hay vía administrativa hasta conformar el proyecto de ley. Además en la audiencia a los ciudadanos o información pública, si no sólo se examina el texto sino que se analiza el expediente cabe que los incumplimientos se vean señalados. El proyecto de ley ha de ir acompañado de todo el expediente previo y es un acto del Consejo de Ministros o equivalente en una Comunidad autónoma, que salvo ignorancia por mi parte, no imposible, debería poder recurrirse ante la jurisdicción, por economía procesal, pues una vez aprobada la ley, dicha jurisdicción va simplemente a señalar el incumplimiento.
Vemos pues un problema importante que afecta a todos los poderes públicos y que todos han de garantizar que se cumpla, con puntos grises y dudosos en cuanto a su control eficaz. Del cumplimiento de estos trámites y actuaciones del artículo 26 citado, depende la eficacia de la ley consiguiente y se acredita también su necesidad y repercute en una serie de actuaciones administrativas posteriores de cambios en la normas, en la organización y en el sentido de sus actos. Una ley imposible en su eficacia, embaucadora pues, aprobada es derecho y lo es exigible, produciendo el más perverso efecto posible: la ilegalidad, bien por ausencia de medios, bien por contradicción con otras normas existentes y por incumplimiento administrativo de sus mandatos u ordenación.
La primera garantía es una Administración pública técnica, profesional y neutral. La última garantía, la jurisdiccional, que para entrar más a fondo necesitaría bien otra organización o bien otras normas procesales que permitieran el control técnico, pero ello sería de una complejidad muy grande, para la que ni la abogacía estaría preparada. Por eso es la Administración es la organización que debe impedir con su actuación tales complejidades y problemas posteriores, del mismo modo que se dijo que la jurisdicción contencioso-administrativa contribuía a una mejor administración, se podría decir que la buena Administración pública contribuiría a una mejor jurisdicción y con menor carga. Hoy, la politización administrativa o general no permite ni lo uno ni lo otro.
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