Se ha tratado la transcendencia política de la forma en la que se regula la presencia de la función pública en los puestos de nombramiento político. La importancia de esta presencia estriba en que colabora en conformar el nivel dirigente político de un Estado. Si se acepta esto, también se entenderá que tiene bastante interés tratar la propia composición de la función pública. Esto es, su extracción social, profesional, educativa, territorial, incluso étnica o religiosa. La cuestión de la extracción remite, en el ámbito de los recursos humanos, al procedimiento y los requisitos de selección.
Nuestra Constitución aboga por la no discriminación en el acceso a los cargos y funciones públicas, pero no prohíbe que exista una cierta discriminación positiva que compense la infrarrepresentación de determinados colectivos o minorías en la Administración pública. Esto ha venido sucediendo hasta la fecha con las personas con discapacidad, para las que el EBEP reserva un cupo no inferior al cinco por ciento de las vacantes. No se ha ido más allá en el Estatuto, en gran parte porque no es posible, pero se ha hecho la previsión de que la composición de los órganos tenderá a la paridad entre mujer y hombre. Esta medida no es imperativa y, como es fácil deducir, no garantiza que esa paridad conduzca sin más a que los seleccionados también cumplan la regla de la paridad.
Los aspectos anteriores, con tener interés, no abordan la cuestión central. Esta no es sino la representatividad de la función pública respecto a la sociedad a la que sirve. Es evidente que se trata de un tema de gran interés científico y político y que hace muchos años que no se aborda en nuestro país, pero que, por razones obvias, no se puede aquí sino apuntar.
Nuestro sistema de función pública se fundamenta desde 1964 en la posesión de un título educativo oficial para poder acceder a ella. Además, la función pública se ordena en cuerpos, que a su vez se clasifican en grupos que se corresponden con los distintos niveles de titulación educativos oficiales. El resultado es que para poder promocionar de un cuerpo a otro situado en distinto grupo de clasificación es imprescindible poseer la titulación exigida para éste. Se opta, por tanto, por la posesión de un título educativo como requisito para el acceso y la promoción en las Administraciones públicas. De esta manera, nuestra Administración pública otorga a las instituciones educativas oficiales en exclusiva la expedición del requisito necesario para que los ciudadanos accedan y promocionen en ella, renunciando así a la acreditación, la certificación o validación de tal requisito por sistemas propios o por otros sistemas reconocidos, incluso cuando se trata de promocionar dentro de la organización.
La combinación de la exigencia de la titulación con su exclusividad como requisito necesario, frente a otras posibilidades ampliamente utilizadas en el pasado o actualmente en el sector privado, hace que en el acceso a la función pública existan una serie de condicionantes que la Administración pública, como organización, renuncia a controlar o, mejor, encomienda al sistema educativo. Entre estos se encuentran principalmente los sociales, los culturales y, principalmente, los económicos. Todos ellos condicionan la obtención de la titulación educativa correspondiente. Así, la Administración pública puede introducir medidas de cierta discriminación, como hemos visto, para favorecer, con muchas limitaciones y éxito variable, a algún colectivo, pero sus integrantes deben obtener previamente la titulación requerida para acceder a los cuerpos y puestos de la Administración. El establecimiento de incentivos para mejorar la titulación requerida se limita al establecimiento de medidas de acción social para aquellos que ya se encuentran en el interior de la organización y desean promocionar en ella. Las medidas similares para los ciudadanos en general son asunto del sistema educativo.
El resultado de lo anterior es que el universo de selección para acceder al servicio de las Administraciones públicas se encuentra limitado por los condicionantes del sistema educativo. Dicho de otro modo, los desequilibrios de representación social en el sistema educativo se trasladan a la Administración se unen a los que esta establezca a través del sistema de selección.
El EBEP mantiene el requisito de titulación exigida tanto para el acceso a los cuerpos, escalas, especialidades o categorías como para la promoción interna, aunque admite la existencia de agrupaciones diferentes de los cuerpos, escalas o similares para cuyo acceso no se exija estar en posesión de ninguna de las titulaciones previstas en el sistema educativo (disposición adicional séptima).
La Administración pública también genera sus propios desajustes de representatividad. El desajuste más importante se produce por el sistema de selección elegido. En España el procedimiento tradicional habitual es la oposición, esto es, la selección a través de pruebas que evalúen el conocimiento de los candidatos sobre la base de la posesión de un nivel educativo determinado. Como es sabido, este sistema traslada el coste principal de la selección al candidato-opositor tanto en términos económicos, como de tiempo y de oportunidad. Rara vez la Administración pública establece medidas de fomento entre los opositores para acceder a ella, salvo en el caso de la promoción interna. En este caso se suele ofrecer una combinación de incentivos en forma de suministro de los materiales necesarios para preparase los exámenes, de oferta de cursos específicos de preparación, de permisos para presentarse a los exámenes o incluso de reducción de la carga de trabajo.
De esta manera, se establece un filtro de variable densidad atendiendo a las condiciones económicas del candidato, a su lugar de residencia, a sus cargas familiares, etc. Estas limitaciones arrojan un perfil del seleccionado que podría presumirse distinto si se incidiese en ellas para, al menos, atenuarlas. Lo que se está manifestando es más evidente cuanto mayor es el nivel de titulación exigida para acceder a un cuerpo o escala determinada, por lo que la conformación de los directivos públicos españoles puede quedar condicionada, cuando no lastrada, por el sistema de acceso a la función pública y por sus condicionantes, además de por los propios del sistema educativo.
El sistema español de función pública ha desarrollado hasta la fecha un mecanismo que tiene como efecto una cierta corrección de los desequilibrios de extracción de los candidatos. Mediante la negociación colectiva, en numerosas Administraciones públicas, en especial locales y universitarias, el acceso a los cuerpos a partir del nivel básico o siguiente de titulación está reservado a la promoción interna. En estos casos se sigue exigiendo el título correspondiente, pero los ciudadanos sólo pueden acceder al nivel inferior de la Administración. Esta medida, al margen de su legalidad, no está pensada para corregir los desequilibrios del sistema educativo, ya que no impide que titulados superiores accedan a los niveles inferiores y desde allí promocionen a los superiores, para los que se sigue exigiendo la titulación correspondiente. La medida hay que enmarcarla dentro de las medidas de distanciamiento y de privilegio de la función pública respecto de la sociedad.
La transcendencia de este tipo de medidas no estriba en su impacto organizativo, sino en el hecho de que unos poderes públicos y sus integrantes sustraen al resto de la sociedad una serie de puestos financiados con dinero público que inciden en la ordenación social y en un ejercicio variable de poder público y que, precisamente por ello, nuestra Constitución exige que sean, como norma general, de libre acceso y concurrencia.
El EBEP no supone por sí mismo una alteración de los condicionantes señalados al reproducir los sistemas tradicionales de selección, esto es, la oposición, el concurso- oposición y el concurso. Es cierto que señala que las pruebas de conocimiento podrán completarse con la superación de cursos, de periodos de prácticas, con la exposición curricular por los candidatos, con pruebas psicotécnicas o con la realización de entrevistas, pero esto, de una manera u otra, ya era posible y se realizaba en el sistema anterior. Se puede señalar que el Estatuto no tendrá excesiva incidencia en la movilidad de la sociedad española al seguir vinculando ésta al sistema educativo.
La elaboración del EBEP dio lugar a una cierta polémica referida a la simplificación de los sistemas de selección, en especial por lo que respecta a la oposición, y a la posible introducción de sistemas propios del sector privado. Entre los argumentos que se manejaban a favor figuraba la agilidad de los procesos selectivos y una mejor adecuación entre la previsión de necesidades, su cobertura y la elección de los candidatos más adecuados a los perfiles de los puestos o de las funciones requeridas. Es cierto que son argumentos de peso, porque si algo caracteriza nuestro modelo de acceso a la función pública es su lentitud y una adecuación defectuosa entre las necesidades, los cuerpos de acceso, los perfiles de los puestos y las pruebas de selección. Frente a estos argumentos se opone, de una manera más o menos explícita, la posible politización en el acceso a la función pública española.
El sistema de función pública contemporáneo en España se caracteriza por tener una etapa inicial, que dura todo el siglo XIX y principios del XX, que trata de lograr la estabilidad y la profesionalidad de los funcionarios públicos. Esto se consigue formal y generalizadamente en el Estatuto de Maura de 1918, aunque las convulsiones sociales y políticas de las siguientes hacen que no pueda hablarse de una función pública profesional hasta finales de los años 50 del pasado siglo y aún entonces con las limitaciones impuestas por un régimen autoritario (Baena, 1993: 444 y ss.). La inclusión por primera vez en nuestra Constitución de 1978 del acceso a la función pública como un derecho de los españoles para los que se exige una serie de requisitos procedimentales –igualdad, mérito y capacidad, a los que hay que añadir la publicidad- muestra la relevancia política que se concede a la cuestión y que se refiere a la necesidad de disponer de un aparato profesional neutral, la Administración publica, distinto del Gobierno que la dirige.
Debido a lo anterior, cualquier asunto referido a las condiciones de acceso a la función pública remite en última instancia a cuestiones de índole política propias de la conformación de nuestro sistema político. Entre éstas hay que destacar las referidas a la necesidad imperativa de garantizar, por encima de cualquier otra consideración, la neutralidad de las personas seleccionadas, así como las cuestiones que tienen que ver con la propia composición social de la función pública. Estas consideraciones no sólo están presentes en el acceso, sino también en la promoción interna y, tras el EBEP, en la conformación del nuevo estatus de personal directivo. En definitiva, de lo que se trata es de seleccionar a unas personas que de una manera variable van a ejercer, en nombre de los ciudadanos, poder sobre ellos.
Nuestra Constitución aboga por la no discriminación en el acceso a los cargos y funciones públicas, pero no prohíbe que exista una cierta discriminación positiva que compense la infrarrepresentación de determinados colectivos o minorías en la Administración pública. Esto ha venido sucediendo hasta la fecha con las personas con discapacidad, para las que el EBEP reserva un cupo no inferior al cinco por ciento de las vacantes. No se ha ido más allá en el Estatuto, en gran parte porque no es posible, pero se ha hecho la previsión de que la composición de los órganos tenderá a la paridad entre mujer y hombre. Esta medida no es imperativa y, como es fácil deducir, no garantiza que esa paridad conduzca sin más a que los seleccionados también cumplan la regla de la paridad.
Los aspectos anteriores, con tener interés, no abordan la cuestión central. Esta no es sino la representatividad de la función pública respecto a la sociedad a la que sirve. Es evidente que se trata de un tema de gran interés científico y político y que hace muchos años que no se aborda en nuestro país, pero que, por razones obvias, no se puede aquí sino apuntar.
Nuestro sistema de función pública se fundamenta desde 1964 en la posesión de un título educativo oficial para poder acceder a ella. Además, la función pública se ordena en cuerpos, que a su vez se clasifican en grupos que se corresponden con los distintos niveles de titulación educativos oficiales. El resultado es que para poder promocionar de un cuerpo a otro situado en distinto grupo de clasificación es imprescindible poseer la titulación exigida para éste. Se opta, por tanto, por la posesión de un título educativo como requisito para el acceso y la promoción en las Administraciones públicas. De esta manera, nuestra Administración pública otorga a las instituciones educativas oficiales en exclusiva la expedición del requisito necesario para que los ciudadanos accedan y promocionen en ella, renunciando así a la acreditación, la certificación o validación de tal requisito por sistemas propios o por otros sistemas reconocidos, incluso cuando se trata de promocionar dentro de la organización.
La combinación de la exigencia de la titulación con su exclusividad como requisito necesario, frente a otras posibilidades ampliamente utilizadas en el pasado o actualmente en el sector privado, hace que en el acceso a la función pública existan una serie de condicionantes que la Administración pública, como organización, renuncia a controlar o, mejor, encomienda al sistema educativo. Entre estos se encuentran principalmente los sociales, los culturales y, principalmente, los económicos. Todos ellos condicionan la obtención de la titulación educativa correspondiente. Así, la Administración pública puede introducir medidas de cierta discriminación, como hemos visto, para favorecer, con muchas limitaciones y éxito variable, a algún colectivo, pero sus integrantes deben obtener previamente la titulación requerida para acceder a los cuerpos y puestos de la Administración. El establecimiento de incentivos para mejorar la titulación requerida se limita al establecimiento de medidas de acción social para aquellos que ya se encuentran en el interior de la organización y desean promocionar en ella. Las medidas similares para los ciudadanos en general son asunto del sistema educativo.
El resultado de lo anterior es que el universo de selección para acceder al servicio de las Administraciones públicas se encuentra limitado por los condicionantes del sistema educativo. Dicho de otro modo, los desequilibrios de representación social en el sistema educativo se trasladan a la Administración se unen a los que esta establezca a través del sistema de selección.
El EBEP mantiene el requisito de titulación exigida tanto para el acceso a los cuerpos, escalas, especialidades o categorías como para la promoción interna, aunque admite la existencia de agrupaciones diferentes de los cuerpos, escalas o similares para cuyo acceso no se exija estar en posesión de ninguna de las titulaciones previstas en el sistema educativo (disposición adicional séptima).
La Administración pública también genera sus propios desajustes de representatividad. El desajuste más importante se produce por el sistema de selección elegido. En España el procedimiento tradicional habitual es la oposición, esto es, la selección a través de pruebas que evalúen el conocimiento de los candidatos sobre la base de la posesión de un nivel educativo determinado. Como es sabido, este sistema traslada el coste principal de la selección al candidato-opositor tanto en términos económicos, como de tiempo y de oportunidad. Rara vez la Administración pública establece medidas de fomento entre los opositores para acceder a ella, salvo en el caso de la promoción interna. En este caso se suele ofrecer una combinación de incentivos en forma de suministro de los materiales necesarios para preparase los exámenes, de oferta de cursos específicos de preparación, de permisos para presentarse a los exámenes o incluso de reducción de la carga de trabajo.
De esta manera, se establece un filtro de variable densidad atendiendo a las condiciones económicas del candidato, a su lugar de residencia, a sus cargas familiares, etc. Estas limitaciones arrojan un perfil del seleccionado que podría presumirse distinto si se incidiese en ellas para, al menos, atenuarlas. Lo que se está manifestando es más evidente cuanto mayor es el nivel de titulación exigida para acceder a un cuerpo o escala determinada, por lo que la conformación de los directivos públicos españoles puede quedar condicionada, cuando no lastrada, por el sistema de acceso a la función pública y por sus condicionantes, además de por los propios del sistema educativo.
El sistema español de función pública ha desarrollado hasta la fecha un mecanismo que tiene como efecto una cierta corrección de los desequilibrios de extracción de los candidatos. Mediante la negociación colectiva, en numerosas Administraciones públicas, en especial locales y universitarias, el acceso a los cuerpos a partir del nivel básico o siguiente de titulación está reservado a la promoción interna. En estos casos se sigue exigiendo el título correspondiente, pero los ciudadanos sólo pueden acceder al nivel inferior de la Administración. Esta medida, al margen de su legalidad, no está pensada para corregir los desequilibrios del sistema educativo, ya que no impide que titulados superiores accedan a los niveles inferiores y desde allí promocionen a los superiores, para los que se sigue exigiendo la titulación correspondiente. La medida hay que enmarcarla dentro de las medidas de distanciamiento y de privilegio de la función pública respecto de la sociedad.
La transcendencia de este tipo de medidas no estriba en su impacto organizativo, sino en el hecho de que unos poderes públicos y sus integrantes sustraen al resto de la sociedad una serie de puestos financiados con dinero público que inciden en la ordenación social y en un ejercicio variable de poder público y que, precisamente por ello, nuestra Constitución exige que sean, como norma general, de libre acceso y concurrencia.
El EBEP no supone por sí mismo una alteración de los condicionantes señalados al reproducir los sistemas tradicionales de selección, esto es, la oposición, el concurso- oposición y el concurso. Es cierto que señala que las pruebas de conocimiento podrán completarse con la superación de cursos, de periodos de prácticas, con la exposición curricular por los candidatos, con pruebas psicotécnicas o con la realización de entrevistas, pero esto, de una manera u otra, ya era posible y se realizaba en el sistema anterior. Se puede señalar que el Estatuto no tendrá excesiva incidencia en la movilidad de la sociedad española al seguir vinculando ésta al sistema educativo.
La elaboración del EBEP dio lugar a una cierta polémica referida a la simplificación de los sistemas de selección, en especial por lo que respecta a la oposición, y a la posible introducción de sistemas propios del sector privado. Entre los argumentos que se manejaban a favor figuraba la agilidad de los procesos selectivos y una mejor adecuación entre la previsión de necesidades, su cobertura y la elección de los candidatos más adecuados a los perfiles de los puestos o de las funciones requeridas. Es cierto que son argumentos de peso, porque si algo caracteriza nuestro modelo de acceso a la función pública es su lentitud y una adecuación defectuosa entre las necesidades, los cuerpos de acceso, los perfiles de los puestos y las pruebas de selección. Frente a estos argumentos se opone, de una manera más o menos explícita, la posible politización en el acceso a la función pública española.
El sistema de función pública contemporáneo en España se caracteriza por tener una etapa inicial, que dura todo el siglo XIX y principios del XX, que trata de lograr la estabilidad y la profesionalidad de los funcionarios públicos. Esto se consigue formal y generalizadamente en el Estatuto de Maura de 1918, aunque las convulsiones sociales y políticas de las siguientes hacen que no pueda hablarse de una función pública profesional hasta finales de los años 50 del pasado siglo y aún entonces con las limitaciones impuestas por un régimen autoritario (Baena, 1993: 444 y ss.). La inclusión por primera vez en nuestra Constitución de 1978 del acceso a la función pública como un derecho de los españoles para los que se exige una serie de requisitos procedimentales –igualdad, mérito y capacidad, a los que hay que añadir la publicidad- muestra la relevancia política que se concede a la cuestión y que se refiere a la necesidad de disponer de un aparato profesional neutral, la Administración publica, distinto del Gobierno que la dirige.
Debido a lo anterior, cualquier asunto referido a las condiciones de acceso a la función pública remite en última instancia a cuestiones de índole política propias de la conformación de nuestro sistema político. Entre éstas hay que destacar las referidas a la necesidad imperativa de garantizar, por encima de cualquier otra consideración, la neutralidad de las personas seleccionadas, así como las cuestiones que tienen que ver con la propia composición social de la función pública. Estas consideraciones no sólo están presentes en el acceso, sino también en la promoción interna y, tras el EBEP, en la conformación del nuevo estatus de personal directivo. En definitiva, de lo que se trata es de seleccionar a unas personas que de una manera variable van a ejercer, en nombre de los ciudadanos, poder sobre ellos.
Yo creo que introducir prácticas propias de la organización privada en la función pública es inviable. No me imagino a la Administración eligiendo a candidatos por medio de entrevistas personales. Las influencias, los enchufes, la familia..cuestiones por todos asumidas y en muchas ocasiones alabadas, en el ámbito privado, cuando concurren o parecen concurrir en la Administración, son objeto del lógico y contundente reproche social.
ResponderEliminarLas alternativas pueden ir por disminuir el peso de los factores memorísticos en las pruebas, sobre todo en aquellas oposiciones con exámenes orales y primar más la adecuación práctica entre el puesto a desempeñar y las pruebas. Ahora bien, tampoco soy yo muy partidario de ello. En primer lugar, porque las pruebas memorísticas por sorteo no dan lugar a filtraciones ni suspicacias, de manera que son más objetivas. En segundo lugar, porque se trata de elegir a personal con probada capacidad y tenacidad para el estudio, lo que en principio, sin ser infalible, si es un buen aval para desempeñar el trabajo en cuestión. Y por último, porque la oposición a Cuerpos (en la Administración General) y no a puestos, provoca que una vez aprobadas las pruebas el recien nombrado funcionario pueda aspirar a puestos de trabajo cuyo contenido nada tiene que ver. Así, un técnico de Administración General lo mismo puede empezar trabajando en el servicio de minas que en el servicio de atención a la mujer, de manera que privilegiar el factor práctico en los exámenes me parece dudoso ante tanto indeterminación.
Estando de acuerdo, en general, con lo que planteas, lo cierto es que desde hace mucho tiempo se vienen introduciendo técnicas propias del sector privado. Lo que sucede que ya se han hecho "públicas": piénsese en algunos ejercicios de selección para policías, bomberos y similares. Además, la formación en los niveles superiores de la Administración sigue los principales contenidos de las escuelas de negocios. Hay muchos más ejemplos relativos a la definición de puestos, introducción de la gestión por competencias, evaluación del rendimiento, etc. Tenemos la tendencia al hablar de la función pública de referirnos solo a una parte de ella, la Administración general, dejando fuera al enorme sector público, donde sí han calado más las técnicas privadas.
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