jueves, 27 de enero de 2011

RESPONSABILIDAD

Los significados de la responsabilidad han evolucionado desde el modelo del Código de Napoleón que la define como la obligación individual, por los actos realizados personalmente o por las personas de las que tiene que dar cuenta, pasando por un significado ético y filosófico de justificación o responder ante los demás, hasta hoy que adquiere la dimensión esencial del “otro”, como respuesta a, respuesta para, respuesta ante, respuesta por cuenta de.

La responsabilidad actualmente se enfoca hacia la responsabilidad pública y social son el fin de superar el significado clásico, tras algo más que el descuido por la Nueva gestión Pública (NGP) de dos principios: que el Estado es responsable para la comunidad que gestiona y que responde ante ella. Este enfoque es consecuencia de la pérdida de legitimidad de las instituciones públicas y de sus integrantes y del desequilibrio existente entre el ejercicio del poder y el derecho de los ciudadanos a controlarlo. Remite al origen de la soberanía y a la necesidad de que los ciudadanos intervengan en los asuntos públicos de una manera más activa que a través de las elecciones periódicas.

La responsabilidad aparece en la actualidad como una necesaria autolimitación del poder político con el fin de lograr la legitimidad, el consentimiento ciudadano y el fortalecimiento de la democracia. Implica rendición de cuentas, responsabilización o accountability -en sus significados de control por organismos del gobierno y parlamentarios, por los electores y por los ciudadanos - y la obligación de los poderes públicos de suministrar la suficiente información a los ciudadanos para que se favorezca un debate de calidad sobre las políticas y actuaciones públicas. Implica poner en marcha una serie de medidas, algunas coincidentes con los mecanismos de la transparencia, como: publicar la información sobre la gestión del riesgo y sus auditorías; aprobar códigos de buen gobierno y de conducta; establecer mecanismos de evaluación del rendimiento interno y externo de la Administración; establecer cartas de servicios con mecanismos periódicos de evaluación; e informar sobre el rendimiento del presupuesto, tanto sobre sus resultados como sobre su impacto.

La NGP, con el fin de fortalecer el papel de los gerentes, distingue entre responsabilidad e imputabilidad. La primera operaría en el plano político, y sus consecuencias, en especial la dimisión, sólo serían exigibles cuando se pueda demostrar la implicación personal del ministro en la mala gestión. La imputabilidad obra en el plano de los gestores, quienes darían cuenta al parlamento de la marcha de los servicios. Los gerentes serían así los responsables directos ante el legislativo. Lo que sucede es que esta original distinción choca frontalmente con el circuito de legitimidad existente entre el ciudadano que vota a los políticos, los servicios que se prestan bajo su dirección y con la realidad política en la que los gerentes no se presentan a las elecciones ni tienen un papel relevante ante la opinión pública. El efecto final de la separación entre responsabilidad e imputabilidad probablemente no sea sino la impunidad de determinados políticos, algo que, está en el centro de la pérdida de legitimidad del sistema político en las democracias representativas.

Los empleados públicos de la Administración son responsables de algunos de los escalones del circuito señalado, pero no son los destinatarios del voto ciudadano. Para el ciudadano, el responsable último de la actuación pública, en cualquier dimensión, no puede ser otro que el político. En los sistemas representativos como el español, el político se identifica predominantemente con los máximos responsables políticos de cada Gobierno, dado el predominio casi absoluto que el poder ejecutivo tiene en la vida política y social.

La legitimidad del gerente, funcionario o empleado público descansa esencialmente en su sometimiento a la dirección política. Este es el corte más real entre política y Administración pública y no se difumina simplemente porque en muchas ocasiones sea difícil separar el papel de cada uno de los actores, políticos y funcionarios, en las diversas fases de las políticas públicas o en las funciones administrativas. Es precisamente el principio de responsabilidad política ante los ciudadanos y las urnas el que permite hacer la distinción entre todos los actores públicos y privados intervinientes en los procesos de las políticas públicas. Esta distinción resulta más evidente con los actores sociales, ya que la posible colisión entre la representación democrática y la participación ciudadana ha de saldarse a favor de la primera si se desea ser coherente con el sistema de representación democrática y porque los actores sociales no tienen por qué buscar el interés público. El ciudadano, especialmente el no organizado, verá reducido el valor de su participación en las urnas si el gobierno no defiende sus intereses.

La distinción señalada no se contradice con el hecho de que los funcionarios tengan una doble legitimidad -la profesional y la derivada de su sometimiento al poder político-, lo que determina que el ciudadano atribuya en determinados casos mayor legitimidad a algunas actuaciones técnicas, normalmente de control, de los funcionarios que a la de los políticos, debido precisamente a su naturaleza profesional reconocida socialmente. Este hecho hay que enmarcarlo en la cultura política que puede admitir que una parte muy importante de los nombramientos políticos recaiga en funcionarios públicos, como en el caso español, lo que además se ha convertido en una exigencia legal para los puestos de director general y equivalentes y de subsecretario de la Administración General del Estado.

La posición mantenida supone una nueva definición del Estado desde la responsabilidad y la transparencia que implica aumentar la fuerza fundamental de sus instituciones con el fin de completar las funciones que solamente los Estados pueden asegurar. De esta manera, aparece una nueva faceta de la responsabilidad para los poderes públicos y en especial para la Administración pública, como protectora de los ciudadanos y garante del interés público y no tanto como gestora ni administradora directa de la comunidad. La Administración pública debe garantizar los derechos fundamentales de las personas, incluidos los derechos que posibiliten su autorrealización en la sociedad, así como ha de facilitar realmente la construcción de una comunidad de valores y de intereses. Esto implica que tiene derecho a intervenir en la vida de la comunidad por su indisponible papel de garante del interés público y de defensa de la sociedad de las amenazas a las que se ve sometida y que ponen en riesgo su cohesión.

En este nuevo significado de responsabilidad, la Administración y sus empleados públicos han de asumir el compromiso con el modelo sostenible de desarrollo y una mayor responsabilidad moral en su actuación con el fin de satisfacer las necesidades humanas fundamentales. Finalmente, la responsabilidad de impulsar una nueva cultura cívica también es de los poderes públicos y de la Administración pública.

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