Lo que constituye el derecho se puede decir que viene determinado por las leyes en general, comprendiendo el reglamento, la jurisprudencia y la doctrina, sin entrar en más matices ni analizar la concepción de los principios generales del derecho. Ya hace tiempo me refería a la distinción entre reglas y principios y, ahora, en parte a ello me refiero. Pero además creo que el derecho es también un sentimiento, una apreciación subjetiva que cada uno de nosotros realizamos ante una situación que nos afecta y que reclama de una decisión y juicio de terceros; sentimiento que nos lleva a luchar por ese derecho que sentimos y por la situación o acción que conforme a él reclamamos. Desde el sentimiento, la lucha por el derecho sería interminable y, por ello, el derecho a reclamar tiene límites formales. Pero lo cierto es que últimamente vengo conociendo decisiones administrativas y judiciales que me hacen sentir que el derecho que yo concibo no existe para las instituciones que las formulan, incluso, pienso que existe una tendencia a impedir el acceso a la justicia. Son muchos los casos que podía referir, pero en mente tengo algunas consideraciones de la existencia de cosa juzgada, en materia de personal, basadas en extensiones de sentencia no admitidas que revuelven ese sentimiento por el derecho.
En resumen, creo que hay un derecho que sentimos, que en realidad existe y no se declara o, puede, que no se quiera declarar por lo que puede afectar a los intereses de los que están en la administración y la justicia; en resumen por intereses burocráticos o de la organización correspondiente. Derecho que con el tiempo se manifiesta y cuya manifestación, reconocimiento de su existencia de siempre, no repara las injusticias y daños producidos.
Voy a reproducir un largo e incompleto texto de Ihering expuesto en la Introducción, Título II, Capítulo I de su obra El espíritu del Derecho Romano (Edición de Comares, S.L 1998) y que tiene relación con esta percepción del derecho que existe y que hay que sentir y descubrir en el avance por la justicia y que sirve mucho más que lo que yo pueda seguir diciendo. Es el siguiente:
Hemos dicho que el conocimiento del derecho se adquiere penosamente y con lentitud. Muchas cosas escapan a las miradas de la ciencia, aunque ésta haya llegado al período de madurez. Así, por muy grande que haya sido la habilidad de los jurisconsultos clásicos de Roma, existían en su época reglas de derecho que quedaron ocultas para ellos, y que fueron dadas a conocer por primera vez gracias a los estudios de la jurisprudencia actual: á esas yo las denomino reglas latentes del derecho. No es posible, se nos dirá, que no las poseyesen, objetando que para aplicar esas reglas necesitaban conocerlas; pero como respuesta podemos fijarnos en lo que ocurre con las leyes del lenguaje. Millares de personas aplican cada día estas leyes de que jamás han oído hablar; y de las que el sabio mismo no siempre tiene plena conciencia; más lo que falta al entendimiento lo suple el instinto gramatical.
El descubrimiento de las reglas de derecho existentes tiene, pues, por base el don de observar; facultad más o menos desenvuelta, según la diversidad de los tiempos y de los individuos, y que depende del grado de cultura intelectual del observador. Por consiguiente, no somos injustos cuando decimos á los pueblos incultos y groseros: “no habéis comprendido más que una parte muy pequeña del mundo jurídico que os rodea, la otra escapa á vuestra inteligencia y no reside más que en vuestro sentimiento; vivís bajo las relaciones jurídicas sin conocer su índole, obráis según leyes que ninguno de vosotros ha expresado; las reglas del derecho que conocéis no son más que ráfagas sueltas, destellos de luz lejana que el mundo del derecho real proyecta sobre vuestro entendimiento”
Hemos indicado también, como segunda cualidad necesaria para establecer las reglas del derecho, la facultad de formularlas ó la potencia de dar a las reglas descubiertas la expresión que les conviene. Esta cualidad supone el conocimiento exacto de ellas, pero esto solo no basta. Muchas nociones aparecen claras y distintas á nuestra inteligencia, y sin embargo no las podemos traducir con palabras sino de un modo incompleto. Cualquier derecho, aun el más perfecto relativamente, nos ofrece ejemplos de fórmulas falsas, es decir, de errores que residen, no en las disposiciones mismas, sino en la manera de expresarlas; prueba de la gran dificultad que ofrece la operación de que aquí se trata.
Si en épocas de gran desarrollo intelectual no se ha conseguido siempre dar una fórmula exacta á cualquier regla jurídica, ¿qué de dificultades no ha de tener una generación menos habituada al trabajo mental? En este punto, ¿qué gran diferencia no hay, por consiguiente, entre el derecho real y el derecho formulado? La fórmula será unas veces muy concisa, otras demasiado amplia; tal vez las condiciones esenciales de la regla se omitirán porque no se haya pensado en ellas ó porque se las haya considerado evidentes por sí mismas; como aquélla será concebida de un modo general, sin hacer mención de sus modificaciones necesarias, ó bien aparecerá sujeta á una especie que se destaque de las otras, aunque por su valor práctico debiera constituir un nuevo género.
Esta diferencia entre el derecho formulado y el derecho real es tan cuantitativa como cualitativa, tan extensiva como intensiva; en otros términos, al lado de las reglas expresas del derecho están las latentes del mismo; y como las reglas expresas por sí mismas no tienen siempre una fórmula adecuada, depende en cierto modo de la teoría aumentar por medio del derecho existente la suma de las reglas jurídicas y hasta de perfeccionarlas. Esta diferencia, que varía según la diversidad de tiempos y de pueblos, no está determinada solamente por el grado de civilización, sino también por la variedad de las facultades naturales y del talento innato. Ciertos pueblos sienten menos la necesidad de tener conciencia de su derecho y de fijarlo exteriormente; otros están a priori animados de esta tendencia, y poseen las disposiciones naturales necesarias al efecto. Ese don de expresión de que nos ocupamos reside más bien en la cualidad ó la perfección de las reglas del derecho que en su cuantía ó riqueza, porque en este asunto, la fecundidad cuantitativa puede á menudo traducirse como signo de debilidad.
La diferencia entre el derecho formulado y el derecho real varía según el grado de civilización, más no se borra nunca ni desaparece por completo. Al menos, hasta ahora, la experiencia ha demostrado que el derecho es un manantial inagotable, de donde la práctica y la teoría extraen sin cesar reglas subjetivamente nuevas, es decir hoy desconocidas; así como las fórmulas de todos los tiempos demuestran, á su vez, que son susceptibles de desarrollo y perfección.
Tampoco hay necesidad de decir que las fórmulas puramente doctrinales son constantemente retocadas y que toman todos los días formas nuevas; pero es útil para las personas agenas al derecho hacerles notar que lo mismo sucede con las reglas expuestas en las leyes, no solamente cuando el legislador por sí mismo corrige sus errores, sino, aun sin la intervención de él, en el terreno de la doctrina pura. Esto se hace en parte por medio de la interpretación que fija el sentido verdadero de la ley contra una redacción demasiado estrecha o muy amplia, y en parte por la extensión analógica, la cual contiene un desenvolvimiento de la ley en cuanto nos enseña que la disposición ha sido erróneamente circunscrita á una serie de hechos que no pueden apreciarse como esenciales, ó limitada a una especie sola, en lugar de aplicarse á un genero entero y que debe, por consecuencia, extenderse el precepto más allá de los angostos límites que se le han marcado. (He respetado al máximo el texto, salvo alguna acentuación que es difícil mantener hoy)
Aquí me quedo. La relectura efectuada al transcribir me llevaba a pensar en el papel, sobre todo, de la jurisprudencia y en especial a considerar que quizá la mejora de la Justicia y la Administración no consista tanto en cambiar la organización y sus formas como en cambiar la formación y calidad de las personas que las sirven. También pienso, a la vista, del último párrafo trascrito que, a veces, es la interpretación la que restringe el alcance de un precepto o norma y me viene a la cabeza el caso de una denegación de extensión de efectos por entender que no se trataba de una situación idéntica ya que el demandante no era personal docente como en el caso de la sentencia cuya extensión se pretendía, siendo así que el principio y la norma cuya aplicación se solicitaba en el fondo era general y no sólo aplicable al personal docente. ¿Por qué será?
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