sábado, 20 de agosto de 2016

CONTRATOS, LEY Y REALIDAD O EL PODER REAL DE LA LEY

En esta entrada de las dedicadas a los males de nuestra Administración pública, señalé en su día los que entendía que correspondían al sistema de contratación administrativa o pública y hay que reconocer que en los casi siete años pasados, cada día más queda claro que los contratos públicos y las empresas públicas son la fuente principal de financiación de los partidos políticos y, por tanto, de corrupción e ilegalidades. La lectura, el miércoles pasado, de las transcripciones que la prensa valenciana efectuaba de conversaciones entre una concejal del Ayuntamiento de Valencia y el gerente de una empresa de la Diputación, que pueden leer aquí, me ha hecho pensar y preguntarme, como en otros casos y ocasiones, de qué sirve la legalidad o las leyes y sí realmente tienen la fuerza que les otorgan los juristas y el derecho administrativo y el general. Y aún asombra más en el caso de los contratos, dónde de unas leyes antiguas, claras en sus principios, hemos ido desembocando en una ley con más de 334 artículos, prácticamente un "tocho", en la que con mayor razón cabe preguntarse por el valor y la fuerza que representa y si su regulación tiene o no como fin la defensa de intereses públicos o si son públicos los que defiende. Por tanto, partiendo del caso de los contratos, lo que voy a valorar es realmente la fuerza de la ley en la práctica y no en la teoría.


El artículo 1 del Texto refundido de la Ley de Contratos del Sector Público dice: La presente Ley tiene por objeto regular la contratación del sector público, a fin de garantizar que la misma se ajusta a los principios de libertad de acceso a las licitaciones, publicidad y transparencia de los procedimientos, y no discriminación e igualdad de trato entre los candidatos, y de asegurar, en conexión con el objetivo de estabilidad presupuestaria y control del gasto, una eficiente utilización de los fondos destinados a la realización de obras, la adquisición de bienes y la contratación de servicios mediante la exigencia de la definición previa de las necesidades a satisfacer, la salvaguarda de la libre competencia y la selección de la oferta económicamente más ventajosa.
Es igualmente objeto de esta Ley la regulación del régimen jurídico aplicable a los efectos, cumplimiento y extinción de los contratos administrativos, en atención a los fines institucionales de carácter público que a través de los mismos se tratan de realizar.
Habrá que convenir que en este artículo se definen los intereses públicos a mantener y que son objeto y finalidad de la ley, y la pregunta que surge de inmediato, visto el caso reseñado y los miles existentes en los que se subvierte todo el sistema y lo mantenido por este artículo, es y  ¿de qué sirve el mismo y toda la ley que persigue su realización o efectividad? ? ¿tiene fuerza por sí misma para imponerse? ¿es poder o potencia en realidad? La respuesta, triste e inmediata es que no y una conclusión puede ser que el derecho es pura retórica y los parlamentos un paripé y la separación o división de poderes inexistente y los sistemas de acción ante el poder judicial insuficientes o su sanción y coacción inútiles o también sin fuerza. O sea un panorama que sólo hace pensar en la inexistencia de un Estado de Derecho y de unos hombres buenos que lo hagan efectivo.
La ley se nos manifiesta como una potencia en el sentido de posibilidad, reflexionando sobre la idea aristotélica de potencia, en su metafísica. Posibilidad, que debía, inicialmente, considerarse que es la de hacerse efectiva mediante actos de aplicación de sus mandatos y reglas, pero que ante las regulaciones existentes, su ambigüedad y las interpretaciones, queda en mano de los sujetos que ejercen funciones públicas y éstos están teñidos por su pertenencia política y por su dependencia general del partido que los designa o promociona, con lo que la potencia como posibilidad cabe considerarla como la potencia de los contrarios, de lo blanco y de lo negro, de lo justo y de lo injusto. La potencia como acto y como forma puede ser contraria al fin de la propia ley. Entonces la potencia real es el acto y su forma. Y el acto puede no ser conforme a derecho, por lo que si el sistema, que considera dogmáticamente que los poderes públicos y la Administración pública se someten a la ley y el Derecho, no es capaz de sancionar con firmeza estas ilegalidades y corrupción consiguiente, es que está enfermo, que es una farsa enorme y caduca. Si la lentitud del sistema hace que la solución llegue cuando el cuerpo está agusanado, todo hiede. El poder judicial y la justicia, se presentan como el eje del sistema legal y como la potencia real final, por eso es esencial su configuración y su profesionalidad.
La Ley no es nada, está inerte, si no se acompaña de actos morales que la cumplan y si su nacimiento está marcado por la polivalencia y ambigüedad que marcan una política de partidos y unos poderes ejecutivos y judiciales mediatizados y dependientes. El poder, la potencia siempre será lo dicho, la de los contrarios, y no siendo ni una cosa ni otra, puede ser tanto una como otra. Y entonces habrá que pensar en el sentido de la seguridad jurídica. El ordenamiento jurídico acaba siendo mera retórica como antes he señalado. Nada peor, pues: una realidad que nos convierte en marionetas.


3 comentarios:

  1. Muy buen artículo, la verdad es que explica muy bien todo lo que tiene que ver con los contratos y la ley, abre un nuevo horizonte hacia este tema. También es muy interesante esta web.

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