En recientes entradas he hecho referencia a la ley como instrumento electoral y como elemento embaucador, pero en ese nivel de norma la discusión parlamentaria permite que el engaño se ponga de manifiesto por la oposición al gobierno o partido que lo sustenta. De otro lado, la ley se presenta como la norma apropiada para formalizar las políticas públicas importantes o trascendentes. Sin embargo la acción de gobierno también contiene la posibilidad del ejercicio de una función legislativa, si bien sus normas no son formalmente leyes.
Sí a través de la propuesta de leyes formales el gobierno puede, digámoslo así, engañarnos, embaucarnos, ¿qué no será, pues, mediante normas reglamentarias? Y de eso cabe hablar, ante la actualidad española.
Durante la dictadura franquista el decreto-ley, era ampliamente criticado por la doctrina, no por su configuración teórica, puesto que ya vemos que la figura existe desde hace mucho tiempo y persiste en la actualidad. La crítica nacía por el uso frecuente de la misma y su desnaturalización, al utilizarse para cuestiones que bien no eran de urgente necesidad o bien no eran de carácter general. (Recuerdo que en una tesis doctoral sobre el Decreto Ley durante la dictadura, surgía el ejemplo de la concesión de un estanco o expendeduría de tabaco) Y ¿por qué utilizar la figura? Simplemente, porque una vez ratificada en el parlamento su fuerza como ley la hacía prácticamente inatacable. Lo mismo se puede decir en la actualidad. No hace falta decir lo costoso material y económicamente que resulta atacar un decreto-ley y si, además, tiene o no transcendencia constitucional. Esta actividad impugnatoria queda pues reservada al espacio político de los partidos.
Peor, es, pues, como ya se ha señalado, que encima el único fin sea la propaganda o la consecución de votos. Además, en este sentido, la cuestión resulta más sencilla si se utiliza la potestad reglamentaria o el decreto, ya que ni siquiera hay que justificar extraordinaria y urgente necesidad. La utilización electoral de las normas entonces adquiere para mí un carácter inmoral, sobretodo si, más adelante, se muestran irrealizables y no cabe su ejecución ni administración. Me parece que los españoles no merecemos esta clase de actuaciones políticas.
También he hecho referencia a la elevación del rango de la norma pertinente ante la materia a regular o contenido, (o sea, elevar a ley lo que simplemente bastaba con regular por reglamento) cuyo fin es el mismo de antes, dificultar la impugnación y el juicio sobre la materia. Y al llegar aquí, hay que hacer referencia a la figura de la reserva de ley. Mal regulada en España, pues las materias del artículo 149 no son propiamente una reserva de ley, sino simplemente competencial o de competencias. La reserva se dispersa a través de la Constitución. Me refiero sólo a la reserva que la Constitución establece porque es la de carácter formal y material, no como aquella que establece una ley respecto de una materia, ya que otra ley puede anularla.
Una reserva de ley en la Constitución es pues una declaración de competencia del poder legislativo. Es una garantía de que el Gobierno no eludirá la acción parlamentaria. Pero el hecho contrario la elevación de rango de la norma pertinente no está regulada; no hay reserva en favor del reglamento. De existir, también habría otra garantía: la de que no nos hurtaran a los ciudadanos las posibilidades de acudir a los Tribunales de Justicia para anular el contenido de lo que es materialmente un reglamento y no una ley.
En definitiva, en todo lo referido hay un abuso de poder y creo que el sistema, ahora que tanto se dice de reformas constitucionales, podía diseñarse mejor y ser más garante para el ciudadano. Pero la realidad actual no me gusta, hasta creo que me ofende o me deja indefenso. Y he aquí otra cuestión a pensar, la de la indefensión del ciudadano, del simple ciudadano.
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