La blogosfera me ha hecho ser consciente del interés y expectativas de muchos funcionarios y personal de la Administración pública por el desarrollo de la figura de los directivos públicos y ya he emitido mis opiniones básicas. Hay que tener en cuenta que desde 1980 he venido ocupándome del tema y que hoy mismo encontraba borradores de conferencias a él dedicadas, por ello me vais a perdonar que insista sobre los conceptos que considero básicos y fundamentales y que lo haga reproduciendo unas conclusiones, completadas en parte, que figuran en el Capítulo IV de mi obra Juridicidad y organización en la Administración pública española que edito y escribo en http://www.morey-abogados.com/. Son las siguientes:
“De acuerdo con la línea básica de esta obra o fondo de la misma y en su finalidad primaria, se pretenden establecer las razones, causas y fundamentos de la existencia de un régimen jurídico especial para las Administraciones públicas, de sus límites y contenidos y de la particularidad de su gestión administrativa, de la complejidad que supone y de sus diferencias con la gestión empresarial común o privada. Y es precisamente en este orden donde la figura del directivo se utiliza para propugnar un sistema de gestión eficaz y de aplicación de técnicas propias de la empresa privada, considerada como más eficaz. Por nuestra parte se ha evidenciado una noción restringida de directivo público, vinculado a la conformación de políticas públicas y a su efectividad, que es un especialista en Administración general y que se halla en contacto directo con el nivel político y que precisa de un amplio conocimiento de la gestión administrativa pública, sólo o básicamente adquirible en el seno de la organización pública y burocrática de las Administraciones públicas territoriales.
La vinculación de la eficacia de las políticas públicas a su adecuada conformación e implementación y su conexión con las normas jurídicas, transciende de la mera repercusión individual de la acción administrativa; es decir, transciende los derechos subjetivos y se sitúa en el plano de los intereses generales y públicos, no por abstractos menos importantes y, por tanto, vincula a la Administración pública no sólo con el Derecho administrativo sino con la Política, con mayúsculas. La complejidad de esta actuación que no se mueve en la interpretación de preceptos jurídicos o en la aplicación de técnicas jurídicas, sino que, considerando el Derecho en general y desde sus principios y fundamentos, determina la valoración de los proyectos políticos desde todas las perspectivas para considerar su posibilidad y eficacia y para configurar, a partir de ello, una acción administrativa permanente o por períodos amplios y la satisfacción con ello de las necesidades de los ciudadanos y la satisfacción de sus derechos fundamentales y subjetivos, coloca al directivo público y la noción aquí elaborada, tan por encima de la del simple directivo de empresa que la propuesta de considerar, como paradigma de la eficacia, la aplicación de técnicas de empresas privadas o la contratación de directivos de las mismas en la Administración pública resulta carente de sentido. Cuestión diferente es la de dicha propuesta respecto de actividades de los centros que prestan determinados servicios o realizan determinadas gestiones que antes hemos considerado y en los que se sigue la posible contratación de altos directivos.
En el caso de las agencias estatales, el directivo público cuyo noción mantenemos actúa con anterioridad a ellas y a su personal directivo, pues la tarea principal del directivo público es la conformación o configuración y la implementación de las políticas públicas propiamente dicha y la del directivo de las agencias estatales la gestión de la organización y, en su caso, la de la política pública concreta una vez formalizada y aprobada, si bien en dicha tarea no puede dejar de apreciarse el proceso de resultados y eficacia de la política pública.
Evidenciada la importancia de la noción que aquí manejamos, la vinculación de estos cargos o directivos públicos al sistema de libre designación que se ha analizado, de pura y dura confianza política, supone su invalidación y la pérdida de su finalidad y garantía para pasar a constituir una especie de personal de confianza o de empleado sujeto a las instrucciones y mando de sus superiores o de sus designantes y, por tanto, con la eliminación de su carácter público en sentido intrínseco y no meramente orgánico; es decir, supone o determina que deje de estar al servicio del público o de los intereses públicos definidos en las leyes, que deje de contribuir a ellos, para prestar servicio a quien le designa, mediante la interpretación de los intereses públicos, en ejercicio de asesoramiento particular y no como parte de un expediente público, propiamente dicho. Este sistema, pues, de libre designación, hace que el directivo público pierda realmente su condición de ejerciente de funciones públicas y no configura a su actividad como un ejercicio de potestades administrativas ad intra o garantías propias del derecho público. Los posibles inconvenientes para la eficacia de una política pública o su desajuste a derecho pueden, en virtud del sistema, no manifestarse y quedar reducidos en su manifestación al ámbito de las relaciones entre los directivos y los cargos políticos, remitiendo la cuestión, en su caso, a los simples inconvenientes jurídico - formales, a observar o delimitar por los servicios jurídicos o administrativos, o a la negociación presupuestaria. De este modo, incluso, políticas públicas ineficaces pueden mantenerse por la repercusión que el reconocimiento de su fracaso tendría y conducir a sistemas de propaganda respecto de las mismas y su bondad, que según los casos puede llegar a ser una muestra de cinismo.
Resulta, pues paradójica, cuando no la citada muestra de cinismo, la continua referencia política y doctrinal a la necesaria eficacia de las Administraciones públicas y su vinculación a las técnicas de gestión privada y el abandono, en cambio, de la figura del directivo público, su real carencia de regulación y el sistema de su designación. La apropiación del sector público por la clase política resulta evidente, pues, el ápice superior de la gestión pública y de la función pública le pertenece, bien directamente configurados los puestos como cargos políticos, bien con la eliminación del directivo público propiamente dicho, bien con la extensión de la libre designación hasta niveles meramente administrativos o a puestos donde se ejercen o deberían ejercerse funciones públicas independientes, neutrales y profesionales. Y también, en cuanto hasta en las direcciones de centros con actividades similares a las del sector privado o compartidas con él, el directivo nombrado lo es mediante un contrato de alta dirección que también es legalmente un sistema de confianza.
En consecuencia, no se puede hacer referencia a la existencia de una organización directiva, ni dirigida a la eficacia de la Administración pública, ni garante del ajuste a derecho de los actos administrativos y, sin perjuicio de las conclusiones finales y del resto de cuestiones que aún quedan por tratar, se puede afirmar que se presentan, ante estas carencias, serias dudas sobre si nos encontramos verdaderamente en un régimen de Derecho administrativo o en un sistema de Administración pública.
Si analizamos este problema de modo más profundo, tenemos que considerar que los niveles políticos y directivo de la organización, se corresponden con el nivel de planificación, entendida ésta como la función encaminada al diseño de políticas públicas y no de una mera acción administrativa de ejecución y, por lo tanto, respecto de estos niveles o en ellos es donde se van a producir las relaciones con la sociedad o la participación ciudadana que hoy se viene reclamando como elemento de legitimación del Estado y de su Administración. El cambio que requiere el sistema tradicional de Administración pública, centralizada, plenamente juridificada y meramente ejecutiva, en la que el ciudadano no participa en la conformación de las decisiones, sino exclusivamente en la gestión de servicios públicos o como mero sujeto de derechos u obligaciones en relaciones individuales o subjetivas regidas por el derecho, debe ser el de pasar a una Administración con una clara función política que lleva implícito el conocimiento de lo administrativo público, y que requiere del directivo público que hemos definido y de la noción mantenida. Sólo él puede propiciar el cambio y establecer los procedimientos que sin pérdida de las garantías jurídicas permitan la participación social y ciudadana legitimadora y la eficacia y ejecución plena de lo decidido.
No se trata como en la actualidad, sin eliminar la necesaria relación de confianza entre político y directivo público, de ser un mero ejecutor de la voluntad del político de turno y de dar forma a sus deseos, proyectos o ensoñaciones, sino de colaborar con ellos de modo que los proyectos puedan ser eficaces y acordes al interés público, transcendiendo el momento político y el efecto inmediato, para permanecer como fin público y acción permanente hasta convertirse en gestión ordinaria, eliminando el cinismo, la propaganda y la disfunción.
En nada contribuye, ni nada mejora de lo dicho, el artículo 13 de la Ley 7/2007, de 12 de abril, del Estatuto Básico del Empleado Público, pues, es insuficiente, poco claro, no decide y elude lo más importante que es la consideración del directivo público propiamente dicho y figura propia del Derecho administrativo y de la Ciencia de la Administración y no del derecho privado o de la gestión de empresas. No cumple los presupuestos que veíamos que fija la Exposición de Motivos del Estatuto, ya que en este caso no distingue el trabajo en el sector público respecto del privado. Tampoco, estimo que se constituyan unas bases que garanticen el régimen común ante las Administraciones públicas. No hay una concepción de lo público y se acogen criterios propios de la gestión empresarial o privada. Para este viaje no hacían falta alforjas y menos un subtítulo en la Ley.”
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