Al inicio de esta serie de entradas dedicadas a los males de la Administración española, el primero de los señalados ha sido el de la politización, y lo ha sido porque su influencia y relación con el resto de males que se están exponiendo y que se expondrán es evidente. El problema, convertido en mal, al que hoy dedicaremos nuestra reflexión es el de la descentralización, de la cual ya me he ocupado en otra serie de entradas dedicadas a la disyuntiva entre la centralización y la descentralización, en la que se realizó una perspectiva histórica. Lo incluyo en el seno de los problemas de la organización, si bien hay que tratarlo considerando su aspecto político o de organización del Estado y no sólo de la Administración. Lo cierto es que en la actualidad la descentralización que han supuesto las Comunidades autónomas se ve como uno de los problemas o males con los que se encuentra el Estado español y que es factor importante de la crisis económica que sufrimos e influye seriamente en la administración de cada una de nuestras Administraciones públicas, por lo que es un problema administrativo. Por ello este es el tema a tratar.
b) La descentralización y el crecimiento exagerado de entes autónomos y personificados.
Al ocuparnos de la descentralización hay que empezar forzosamente, no tanto por la administrativa, como técnica de acercamiento de la gestión al ciudadano en todo el territorio estatal, como por la política, la cual es el hecho más significativo de la transición política española a la democracia y que supone la creación de las Comunidades autónomas como poderes públicos con potestad legislativa y ejecutiva y que administran o gestionan, a su vez, la administración de la Administración de justicia, con una cierta intervención en la carrera de jueces y magistrados al influenciar en sus nombramientos, produciendo, también, un factor más de politización. Estas potestades estatutarias de las Comunidades autónomas ha supuesto la creación de unas Instituciones que, a su vez, necesitan de una organización propia, con lo que el incremento orgánico en la Administración española era una consecuencia lógica, si bien este crecimiento no ha dejado de producirse con el tiempo, hasta llegar a un extremo que es el que provoca la crítica actual del sistema.
Son muchos los factores que influyen en este crecimiento y son, naturalmente las transferencias de competencias y la financiación autonómica las que permiten que, en virtud de su autonomía, las Comunidades autónomas se organicen y crezcan sin control de la Administración central, sobre el fundamento de la potestad organizatoria como competencia exclusiva de cada Comunidad y la inexistencia de una Ley básica sobre la organización de la Administración pública y sólo con un proyecto de Ley orgánica fracasado y transformado en simple Ley de Proceso Autonómico, que ni siquiera se recuerda en la actualidad y sin que a nadie se le ocurra ni mencionar a las leyes de armonización como solución a cualquier posible desmadre organizativo. Por el contrario, la deriva autonómica ha caminado hacía los límites en que la autonomía puede llegar a soberanía y en esas estamos, con problemas muy graves frente a los nacionalismos.
Pero si me he referido al principio a la politización como causa, hay que contemplar en consecuencia la actuación de los políticos. En esta actuación hay que considerar, quizá como importante, la existencia de una cierta megalomanía y aires de grandeza de unos políticos que se escudan o amparan en la importancia de las Instituciones de Gobierno y en su necesaria dignificación y conocimiento general para llegar a la ostentación más indignante y a los gastos más injustificados e irracionales posibles, que conllevan además el crecimiento desorbitado de la organización al servicio de todo ello. Al mismo tiempo, todo este aparato político ha de justificar su existencia, su crecimiento y su necesidad, lo que lleva a una hiperactividad que se manifiesta con una legislación y normación excesiva, sin justificación real, para mantener que se hacen políticas públicas, que muchas veces son calcos de otras ya existentes o que con la legislación estatal vigente se podrían igualmente realizar. Todo este aparato es el que hoy entra en crisis y es el que no se reduce, mientras que al ciudadano se le agobia con impuestos para su mantenimiento. El crecimiento orgánico y de empleados públicos y personal se justifica por esta hiperactividad y frente al modelo centralizado del régimen burocrático, los centros de poder político se han multiplicado (uno por cada Comunidad autónoma) y a la simple descentralización o desconcentración administrativa de la Administración centralizada en la que la conexión con la política era sólo de los delegados ministeriales, que se relacionaban con el gobernador y el ministerio y con sólo un núcleo directivo y burocrático en Madrid, se produce un incremento, por 17, de estos núcleos y proliferan los directores generales, los subdirectores, los altos funcionarios y los ápices estratégicos, todos politizados o de libre designación, sin mérito y capacidad acreditados y sin experiencia. Mientras que antes la Política radicaba en un centro, ahora lo es en cada Comunidad Autónoma, centro a su vez, y lo que antes era gestión administrativa territorial o provincial es hoy burocracia centralizada y la gestión pierde importancia, mientras se incrementan las relaciones con los grupos de intereses y también se manifiesta más el aspecto de las Administraciones públicas como centros de relaciones sociales. Las posibilidades de contaminación y corrupción del poder han crecido exponencialmente al número de Comunidades autónomas, del mismo modo que desciende la calidad de los altos cargos y de los funcionarios, que, además, sometidos a los avatares políticos, cambian o cesan cuando cambia el poder de turno en la organización y, quizá, cuando empiezan a aprender. La gestión no es lo importante sino el servicio al político y la supervivencia.
Los hechos descritos hacen que la administración pública y la gestión sean raquíticas, cortas de miras, irracionales, acientíficas, "cortoplacistas", muchas veces inmorales, con pérdida del sentido de la legalidad y conciencia del interés general y público verdadero, que se identifiquen los intereses particulares con aquéllos, y que la corrupción, por tanto, se incremente. No importa la gestión, la apariencia de gestión es lo importante y cada vez se producen más políticas públicas cínicas, ya que no pueden ser efectivas pues no hay recursos ni medios para ello, mientras que se han creado organizaciones al efecto. Y es así como surge la utilización bastarda de la ciencia administrativa, de sus conceptos y principios para justificar las decisiones y aprovechando que se ha acabado con la función pública como garantía del derecho y de los intereses generales y servicio a ambos. Y sobre todo esta utilización bastarda de los principios de buena administración de lo público, paradójicamente, se hace con fundamento en los principios de buena administración de la empresa privada, de modo que la eficacia es el argumento general que justifica la proliferación de entes autónomos y personas jurídicas y su funcionamiento conforme al derecho privado, huyendo de los controles y garantías que establece el Derecho administrativo; entes que los técnicos consideran útiles para la creación de organizaciones eficaces por su tamaño, para el cumplimiento de fines específicos y concretos, como centros individualizadores de la responsabilidad o que permiten imputar ésta, útiles igualmente para la gestión de servicios económicos o para la producción de bienes y su administración o para actuar en el mercado. Pero todo esto se subvierte y corrompe, pues simplemente se utiliza para colocar a discreción a amigos y partidarios y para subvencionar a grupos de intereses o financiar al partido o, a la vista está, para enriquecerse y malversar el dinero público. La carencia de una verdadera política sobre la organización y los hechos que acabo de señalar se traducen, pues, en una tendencia incontrolada al crecimiento de la organización, sólo frenado por la crisis económica, pero, precisamente por esa carencia de organización y de política y principios científicos sobre aquélla, sin ninguna garantía de que las decisiones que se adoptan sean las mejores, las idóneas y las más adecuadas, racionales y eficaces.
Finalmente, la situación se completa con las concesiones de la gestión de servicios públicos a entidades privadas, hoy comprendidas en los conceptos que se manejan de privatización o externalización y, que teniendo bases racionales y clásicas, también producen efectos perversos, porque no está garantizado que conlleven menos gasto público y que si lo hacen puede ser a costa de principios propios de la gestión pública en sectores en los que sobre la economía priman derechos fundamentales de los ciudadanos, que el servidor o funcionario público tienen arraigados y que con la gestión privada temen que se pierdan en pro de la economía propia de las empresas privadas; es decir, se trata de gestionar con criterios económicos pero no convertir en privado lo público. Los recientes problemas en la sanidad madrileña son un ejemplo, se teme que aspectos técnicos y médicos se vean limitados por el gasto y necesario beneficio del concesionario. El equilibrio entre economía y servicio precisa de la participación y colaboración del funcionario y de su convencimiento en la bondad del sistema, si no es así la desmoralización de los empleados públicos es segura y en nada contribuye al buen funcionamiento; todo ello, sin perjuicio de que exista una utilización política de la oposición al gobierno de turno para su desgaste. De otro modo, surge la duda sobre si son sólo o no los intereses públicos los que están en juego y si el ahorro público no se obtiene mejor eliminando todo este sistema de asistencia política incrementado, irracional e innecesario, que ha llevado precisamente a un endeudamiento que pide sacrificios al ciudadano, mientras se conserva parte de la causa que lo produjo.
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