Confieso que mi ánimo está de horas bajas, influido por bastantes cosas, pero una de ellas tiene que ver con la crisis que percibo en los principios que asimilé durante mi formación en la carrera de derecho, de tal manera que en buena parte me resultan incomprensibles algunas de las posturas políticas que ante, para mí, flagrantes quebrantamientos del orden jurídico establecido, huyen de manifestarse claramente en contra y acuden a fórmulas que considero que son las que se estiman como "democráticas" y en vez de evidenciar la contrariedad a Derecho de las correspondientes acciones, dicen respetar la postura contraria a la ley o a la constitución y abogan por el diálogo que todo lo solucione o permita "encajar" esa opinión contraria en la situación política. También confieso, como es lógico, que la formación jurídica conlleva en mí implícito un marcado formalismo por el que las formas y procedimientos establecidos son esenciales para la legitimidad de la acción correspondiente y también son su garantía de legalidad y eficacia y sobre todo para que el derecho sea la pauta y la manifestación formal de la voluntad política y representación de la popular, dado un previo proceso electoral y configuración del poder político. Por ello, toda voluntad y toda acción consecuente se funda en la ley y en el derecho, sin perjuicio de que existan los procedimientos legales para su discusión y cambio o anulación si se revela contraria a Derecho en general. Todo un arte y una ciencia se desenvuelve alrededor de esa determinación del derecho.
Pero, si esto es puro formalismo y ello significa que puede ser materialmente contravenido, desde mi punto de vista se produce un claro desorden y las garantías son inexistentes. Por eso, no me gusta nada que ante esos incumplimientos y negativas a aplicar el derecho aprobado legítimamente, en vez de sancionar esas conductas ilegales y, a veces, insolidarias con el resto de los sometidos al mismo ordenamiento, se diga que hay que respetar esas opiniones y que hay que dialogar. ¿Es que no hubo diálogo a la hora de establecer el ordenamiento jurídico? ¿no se siguieron las reglas constitucionales? ¿no fue un parlamento nacional o un gobierno legítimo quienes las aprobaron? ¿no existen vías para recurrir o impugnar y cambiar las decisiones correspondientes?
¿Es de respetar que se incumplan las leyes o las sentencias judiciales? ¿hay que dialogar al respecto y sobre qué y cómo? ¿puede una manifestación callejera paralizar el ordenamiento legalmente aprobado? ¿Cuán seguros los simples ciudadanos pueden estar de que las leyes aprobadas y políticas programadas sean eficaces y reales? Si no se puede estar seguro, ¿para que tanto dinero y tanto cargo político dedicado al tema y tanta Administración pública o de confianza? Si los poderes públicos dejan de serlo, ¿donde está el Estado? El respeto y el diálogo que se reclaman son para otros una carga a soportar, un quebranto del orden que se estableció democráticamente y que se subvierte a hurtadillas, renunciando al ejercicio de la autoridad que conlleva el poder público. La política se desliga así del derecho y son los hechos arbitrarios los que ordenan o desordenan, según se mire. Es ese respeto y diálogo propugnados los que indirectamente nos tacha y convierte en trasnochados, en formalistas rigurosos, en derechones o fachas y, por supuesto, en antidemócratas incapaces de ajustarse a la situación actual y a sus necesidades y, por tanto, incapaces de progresar. Ahora eso sí, el ordenamiento jurídico que se incumple, que está desfasado y que es irreal, persiste y nadie abre las vías legales establecidas para que podamos reivindicar esa persistencia o su cambio.
Pero las faltas de respeto al ordenamiento vigente, se "respetan" y no se actúa sobre ellas. Y la pregunta surge, ¿respeto o cobardía? ¿cambio fáctico o anulación del derecho constituido o traición al mismo? Sea como sea, el ciudadano que no comparte estas fórmulas, si se ve afectado por ellas y la ilegalidad, y todo ello quebranta incluso sus derechos fundamentales, queda sometido a un proceso que es un calvario que acaba minando su resistencia, pues debilita sus convicciones y vacía sus bolsillos. Pero también hay que considerar que la convivencia se puede hacer difícil.
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