Desde 1990 se mantiene en la AGE una reflexión sobre los servicios comunes, sin grandes resultados en el orden práctico. Los problemas detectados en los servicios comunes provienen de su propia inalterabilidad en cuanto a sus funciones, y a veces en su organización, a pesar de que la AGE se había desprendido de una parte importante de sus competencias de ejecución. Que la AGE no se haya adaptado suficientemente a las transferencias hace que los problemas de los servicios comunes pervivan hasta hoy.
El debate tiene como fondo la tensión entre la centralización de la función de mantenimiento, esto es, de los medios de la Administración, y la autonomía y responsabilidad de los órganos de ejecución. Esta tensión se manifiesta en dos sentidos: en primer lugar, la existencia o no de órganos centralizados en los ministerios horizontales que agrupen variablemente la función de mantenimiento; y en segundo lugar, la existencia de módulos autosuficientes, sean en forma de agencia o de otro tipo de organismo público, que contengan la función de mantenimiento, dejando al ministerio matriz o, en su caso, a los ministerios horizontales las competencias en materia de ordenación o de planificación.
El volumen de la AGE, aunque se redujera a una dimensión ajustada a sus funciones reales y a una mayor imbricación con los poderes territoriales, no parece aconsejar una excesiva concentración de competencias de la función de mantenimiento en los ministerios horizontales. Habrá que combinar una centralización que garantice unos criterios homogéneos para toda la AGE con una flexibilidad que permita asignar responsabilidades por los resultados a los órganos gestores, lo que no se produce, en general, en la actualidad. Pero claro, es, antes habrá que ajustar la dimensión y las funciones de la AGE a las tareas que realmente tiene encomendadas.
No hay reforma de la AGE que se precie en las últimas cinco décadas que no haya tratado de evitar la tendencia centrífuga de la Administración instrumental y de simplificar su enorme variedad y regulación y que no haya fracasado. Los principios de la eficacia y la eficiencia se encuentran en la justificación última de la creación del ingente sector público español. Normalmente esos principios se esgrimen en el momento de la propuesta, pero no se constata posteriormente que hayan mejorado los resultados ni que se haya introducido una cultura orientada al cumplimiento de objetivos. Los estudios coinciden unánimemente en la falta de control y en la tendencia de las personificaciones instrumentales a crear sus propios fines al margen de los generales de la Administración. Su imparable crecimiento, incluso en épocas de crisis, hace que este hecho haya que achacarlo más a intereses burocráticos, políticos y de los grupos de interés del sector afectado, así como a evitar los controles delo órganos centrales de la Administración, que a la búsqueda de una eficiencia. En este diagnóstico no hay diferencias entre a AGE y el resto de Administraciones españolas. En la AGE recientemente se ha tratado de regular un nuevo tipo de organismo público, la agencia, que trata de responder al modo de relación principal-agente propio de la nueva gestión pública y que se sustentan en una evolución de los clásicos contratos programa y en la posibilidad de integrar a otras Administraciones en su organización. El intento no ha cuajado, por lo que, al menos de momento, queda entre las buenas intenciones reformadoras para la AGE.
La reforma del sector público del Estado pasa por su simplificación, por la introducción de medidas legales que impida su fragmentación normativa y por la incorporación de comunidades autónomas y, en su caso, corporaciones locales, a los entes que gestionen funciones concurrentes con los poderes territoriales. Esto precisa de un análisis de las funciones desempeñadas por los ministerios matrices con el fin de evitar duplicaciones y solapamientos.
El debate tiene como fondo la tensión entre la centralización de la función de mantenimiento, esto es, de los medios de la Administración, y la autonomía y responsabilidad de los órganos de ejecución. Esta tensión se manifiesta en dos sentidos: en primer lugar, la existencia o no de órganos centralizados en los ministerios horizontales que agrupen variablemente la función de mantenimiento; y en segundo lugar, la existencia de módulos autosuficientes, sean en forma de agencia o de otro tipo de organismo público, que contengan la función de mantenimiento, dejando al ministerio matriz o, en su caso, a los ministerios horizontales las competencias en materia de ordenación o de planificación.
El volumen de la AGE, aunque se redujera a una dimensión ajustada a sus funciones reales y a una mayor imbricación con los poderes territoriales, no parece aconsejar una excesiva concentración de competencias de la función de mantenimiento en los ministerios horizontales. Habrá que combinar una centralización que garantice unos criterios homogéneos para toda la AGE con una flexibilidad que permita asignar responsabilidades por los resultados a los órganos gestores, lo que no se produce, en general, en la actualidad. Pero claro, es, antes habrá que ajustar la dimensión y las funciones de la AGE a las tareas que realmente tiene encomendadas.
No hay reforma de la AGE que se precie en las últimas cinco décadas que no haya tratado de evitar la tendencia centrífuga de la Administración instrumental y de simplificar su enorme variedad y regulación y que no haya fracasado. Los principios de la eficacia y la eficiencia se encuentran en la justificación última de la creación del ingente sector público español. Normalmente esos principios se esgrimen en el momento de la propuesta, pero no se constata posteriormente que hayan mejorado los resultados ni que se haya introducido una cultura orientada al cumplimiento de objetivos. Los estudios coinciden unánimemente en la falta de control y en la tendencia de las personificaciones instrumentales a crear sus propios fines al margen de los generales de la Administración. Su imparable crecimiento, incluso en épocas de crisis, hace que este hecho haya que achacarlo más a intereses burocráticos, políticos y de los grupos de interés del sector afectado, así como a evitar los controles delo órganos centrales de la Administración, que a la búsqueda de una eficiencia. En este diagnóstico no hay diferencias entre a AGE y el resto de Administraciones españolas. En la AGE recientemente se ha tratado de regular un nuevo tipo de organismo público, la agencia, que trata de responder al modo de relación principal-agente propio de la nueva gestión pública y que se sustentan en una evolución de los clásicos contratos programa y en la posibilidad de integrar a otras Administraciones en su organización. El intento no ha cuajado, por lo que, al menos de momento, queda entre las buenas intenciones reformadoras para la AGE.
La reforma del sector público del Estado pasa por su simplificación, por la introducción de medidas legales que impida su fragmentación normativa y por la incorporación de comunidades autónomas y, en su caso, corporaciones locales, a los entes que gestionen funciones concurrentes con los poderes territoriales. Esto precisa de un análisis de las funciones desempeñadas por los ministerios matrices con el fin de evitar duplicaciones y solapamientos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario