jueves, 15 de abril de 2010

REFORMA DE LA ADMINISTRACIÓN GENERAL DEL ESTADO. RELACIONES ESTADO-CCAA

El sistema de relaciones intergubernamentales español se mantiene estable a pesar de las continuas críticas que recibe y de las crisis periódicas que experimenta. Sin embargo, se puede observar en él una cierta estabilidad no exenta de adaptaciones a cada coyuntura. Así, el discurso territorial se ha mantenido con pocas variaciones por parte de los distintos actores –AGE, distintos tipos de comunidades autónomas, gobiernos locales partidos políticos- en las tres últimas décadas. Un sistema en equilibrio se caracteriza porque satisface a los actores e instituciones participantes, de ahí que se pueda mantener que, por lo que respecta a la AGE y las comunidades autónomas, aparentemente todas ganan en la situación actual. Sin embargo, el riesgo para la AGE es que su papel en el sistema político-administrativo vaya siendo definido en negativo por los otros actores del sistema, como resultado del logro de apoyos coyunturales y de las nuevas reformas estatutarias.

El modelo de relaciones intergubernamentales español se caracteriza por el uso casi exclusivo de mecanismos formales de cooperación, normalmente en conferencias sectoriales, comisiones bilaterales y grupos de trabajo, por el predominio de las relaciones intergubernamentales verticales sobre las horizontales y la bilateralidad sobre la multilateralidad. Otra característica es que esas relaciones se sitúan en órganos administrativos o del gobierno y no del poder legislativo, como sucede en los Estados complejos. La Comisión General de las Autonomías del Senado ha demostrado desde 1994 su insuficiencia para salvar la distancia existente entre la legitimidad representativa y la cooperación intergubernamental.

Los proyectos de reforma de la AGE consolidan el modelo de relaciones formales de cooperación y la propuesta de medidas de codecisión o cogestión no suelen pasar de su enunciado. En esta situación, la AGE no tiene necesidad de modificar su enfoque intergubernamental, ni de profundizar en las funciones de planificación, coordinación, control, evaluación y regulación, ni de establecer mecanismos de cogestión de políticas compartidas con las comunidades autónomas.

El resultado es el mantenimiento del diseño y el volumen orgánico actual, así como de un estilo de relación con las comunidades autónomas que oscila en sus extremos entre el intervencionismo jerárquico y los acuerdos bilaterales con rasgos confederales y asimétricos. Estos, al menos, han logrado reducir la conflictividad constitucional aunque sea a costa de favorecer la unilateralidad en las conferencias sectoriales. Por otra parte, la relación de la AGE con el nivel de gobierno local se ha mantenido al margen de las comunidades autónomas, pudiendo ver éstas a la Administración local como un instrumento de intervención de la AGE en su territorio, lo que es muy evidente, por ejemplo, en el Plan Español para el Estímulo de la Economía y el Empleo de 2009 y su sucesor el Fondo Estatal para el Empleo y la Sostenibilidad Local, completamente desconectados de las políticas autonómicas y supramunicipales. Es evidente la falta de una estrategia territorial de adaptación al modelo constitucional, salvo que por ella se entienda el logro coyuntural de los apoyos parlamentarios de las fuerzas nacionalistas para mantener la estabilidad del Gobierno y las estrategias de supervivencia y de desgaste señaladas.

El modelo intergubernamental español se ha configurado sobre la base del reparto competencial en un imposible intento de atribuir competencias o atribuciones exclusivas a los gobiernos territoriales. Los conflictos se argumentan sobre la base de considerar que es posible esa atribución, cuando la realidad viene mostrando en los últimos treinta años que no es realista ni eficaz atribuir exclusivamente en puridad ninguna competencia a los distintos niveles de gobierno. Hasta los cuarteles del Ejército precisan de territorio y de servicios cuyas competencias son autonómicas y municipales.

La mayoría de las políticas públicas distribuyen sus fases entre los diversos niveles de gobierno, desde la Unión Europea hasta el municipio. Al dominio de la visión de un reparto jurídico del poder corresponden los órganos de cooperación meramente formales del tipo de conferencias sectoriales y de comisiones bilaterales, las cuales se han convertido en permanentes tras la reforma de los estatutos de autonomía de Cataluña, Castilla y León, Aragón y Andalucía. A una visión en la que predomina que una política es la suma de lo que los actores gubernamentales aporten, corresponden instrumentos de codecisión y cogestión, un reparto más racional y eficaz de las responsabilidades entre los diversos actores, la participación en órganos y organismos conjuntos del tipo agencias o consorcios o la delegación de competencias de ejecución a las comunidades autónomas por vía del artículo 150.2 de la Constitución, entre otros.

Los más de 10000 convenios firmados entre la AGE y las comunidades autónomas, la mayoría de ellos repetidos año tras año, y la existencia de 30 conferencias sectoriales y unos 1000 grupos de trabajo entre ambos niveles de gobierno desmienten la visión del reparto competencial y muestran la necesidad de revisar a fondo el sistema de relaciones intergubernamentales. El modelo actual ha traído desconfianza entre los actores gubernamentales y la carencia de una cultura institucional de colaboración y cooperación leal entre ellos; tampoco es el adecuado para conformar la voluntad interna y externa del Estado.

Lo propio de las reformas de la AGE, y del resto de las Administraciones, es su artificial separación entre política y Administración. Se corresponde con el tradicional predominio de la cultura jurídica en la Administración española, que apenas ha sufrido mella a pesar de los intentos de las últimas décadas. Tratar de reformar la Administración sin incluir medidas que contemplen al bloque Gobierno-Administración pública es un desiderátum ya que forman parte de un mismo sistema, el político-administrativo, que cumple una función específica en el ejercicio del poder en la sociedad.

La separación artificial entre política y Administración hace que los proyectos de reforma de la AGE presenten un enfoque táctico y no estratégico y un escaso liderazgo político. De ahí que los planes de reforma sean de, desde y para la Administración pública, por lo que los responsables políticos los ven como algo ajeno, salvo para el competente en la materia. Esto explica también que la opinión pública y los ciudadanos no alcancen a ver el impacto en el bienestar de las personas. Finalmente, las reformas están desvinculadas generalizadamente de la mejora de la democracia y de los derechos y libertades de los ciudadanos al considerarse en su perspectiva administrativa y de eficacia.

En otras ocasiones son los responsables políticos los que recortan el alcance de los planes o medidas al afectar en última instancia al statu quo de los actores políticos e institucionales. Un buen ejemplo de ello es la imposibilidad de reformar el Senado, a pesar de que haya un acuerdo prácticamente unánime entre las principales fuerzas políticas en hacerlo. La razón hay que encontrarla en que cualquiera que muchas de las opciones que se proponen modifican el peso de los partidos políticos en el sistema político a favor de otros actores. Algo similar ocurre con la introducción de los mecanismos propios de la gobernanza y de la buena administración para reforzar o implantar los principios de transparencia, rendición de cuentas, transparencia o conducta ética. Cuando se ha efectuado alguna reforma en ese sentido, suelen fallar los instrumentos de control, seguimiento y sanción.

En resumen, la AGE ha desarrollado una estrategia interna de resistencia durante las últimas décadas para mantener en lo posible su poder en el territorio y en la sociedad española a pesar de las masivas transferencias a las comunidades autónomas. Esta estrategia se ha visto apoyada por sus burócratas y responsables políticos, por los representantes de las principales fuerzas económicas y sindicales, por el proceso de integración en la UE, por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional y, en parte, por la opinión pública. La situación actual no es desfavorable para el núcleo dominante de la AGE, formado por políticos y burócratas, ni para las fuerzas nacionalistas. Los primeros logran que el debate autonómico se circunscriba a los límites administrativos y gubernamentales, donde dominan claramente, excluyendo a los poderes representativos, y las segundas logran excluir al resto de las comunidades autónomas. Mientras esta estrategia no cambie, lo que requiere un fuerte liderazgo político, la reforma de la AGE se quedará en la búsqueda de la eficacia y la excelencia y lejos de las necesidades del sistema político-administrativo y de los intereses de los ciudadanos. Las noticias buenas son que la coyuntura actual es favorable para abordar la reforma organizativa del conjunto Gobierno-AGE en el sentido que se propone en este libro.

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