Las noticias relacionadas con la corrupción, el desprestigio de la clase política y la baja calidad de los servicios públicos son manifestación del problema de fondo que las vincula, que es el mal funcionamiento de nuestra democracia.
Los estudios del CIS revelan que las instituciones clave del país, las Cortes, el Poder Judicial, el Gobierno y la Administración pública, generan una escasa confianza para casi la mitad de los ciudadanos, aunque salen peor parados los sindicatos y, mucho más, los partidos políticos. Esto significa que las instituciones que los ciudadanos nos hemos dado para resolver nuestros conflictos políticos, sociales o económicos y para que encaucen nuestros intereses y necesidades no gozan de nuestro afecto y confianza. El resultado natural es que más de la tercera parte de los ciudadanos están poco o nada satisfechos con el funcionamiento del sistema democrático. Es cierto que este dato pudiera parecer escaso ante la magnitud de la desconfianza institucional, pero los insatisfechos han aumentado en más de la mitad en los últimos ocho años. Los españoles son favorables, aún muy mayoritariamente, a la democracia, pero crecen los que están descontentos con su funcionamiento. El importante incremento de parados en los últimos años puede catalizar en mayor medida ese descontento. Es indudable que ya se ha abierto una brecha por la que, como se ha visto en otros países, pueden introducirse partidos antidemocráticos con posibilidades de obtener representación.
Desgraciadamente, esa brecha no va a cerrarse por sí misma; antes bien, la elevada y creciente percepción de la corrupción en los tres niveles de gobierno, especialmente en el local, y la fuerte caída de España en los rankings internacionales de esta materia –del puesto 20 al 32 desde 2002- no hacen sino avivar la desafección política y democrática. Pero nada de todo esto ha llegado sin avisar.
Las series del CIS de los últimos veinte años nos muestran la evolución del sentimiento de los ciudadanos hacia la política. Se ha pasado en este tiempo del aburrimiento a una desconfianza impregnada de fuerte irritación. No es cierto que a los españoles no les importe la política. De hecho, cuando no resuelve sus problemas, como ahora, llega a ser su tercera preocupación. La evolución de los sentimientos nos revela el progresivo e incesante alejamiento del discurso político de los intereses y necesidades de los ciudadanos. Este hecho, con la memoria fresca de la democracia reinstaurada, genera perplejidad, primero; distancia, después, y finalmente, apatía. Pudiera parecer que gobernar a unos ciudadanos abúlicos es más cómodo que hacerlo con unos ciudadanos informados y responsables, pero lo cierto es que la historia reciente nos enseña que la apatía genera un comportamiento fatalista y contribuye a deslegitimar las instituciones democráticas.
Pero la responsabilidad de la situación no es solo de los políticos y, en menor medida, de los ciudadanos. Algunos politólogos han desligado la adhesión al sistema democrático de la satisfacción que sus instituciones políticas generan en los ciudadanos. Así, se ha mantenido que una alta abstención no tiene por qué afectar a la adhesión de los ciudadanos al sistema democrático. Incluso se ha llegado a argumentar que algunos países de acceso reciente a la democracia, como España, disfrutaban de un crédito extra de adhesión a la democracia.
El hecho es que la abstención electoral es ya el primer partido del país, especialmente en el ámbito local, donde alcanza más de la tercera parte del electorado, llegando en algunos lugares, como en Cataluña, a casi la mitad de los electores. Si nos atenemos a los últimos referendos de los Estatutos catalán y andaluz, la abstención ha superado el cincuenta por ciento, en el primer caso, y ha alcanzado casi los dos tercios del censo, en el segundo. El discurso dominante ha permitido que algunos dirigentes afirmaran, por ejemplo, que la baja participación "ni mucho menos" debilitaba el texto del Estatuto andaluz, ya que más del 87 por ciento votó a favor. Una muestra clara de que los referentes de actuación de la política y de los ciudadanos no coinciden.
Tampoco la principal institución política, la Administración pública, sale bien parada entre los ciudadanos. La opinión negativa o muy negativa sobre su funcionamiento roza el cuarenta por ciento; en los últimos años ha empeorado notablemente la percepción sobre la calidad de la enseñanza o de los hospitales, lo que se ha visto corroborado en el primer caso por la OCDE, que también detecta importantes diferencias entre las comunidades autónomas; declaran, insólitamente, que un porcentaje elevado de los funcionarios son corruptos; más de la mitad de los encuestados están convencidos de que se benefician poco o nada de los impuestos y cotizaciones y que reciben menos de lo que pagan; y casi dos tercios afirma que es posible reducir los impuestos y mantener los servicios públicos y prestaciones sociales actualmente existentes.
Es evidente que todos estos datos están conectados: el rendimiento de la Administración pública y del resto de las instituciones políticas y el comportamiento de sus integrantes afecta a la calidad democrática y a la adhesión ciudadana al sistema. No es posible ahora abordar las causas, pero se pueden sintetizar en que las metas y las necesidades de los políticos y de los ciudadanos no coinciden. Habrá que concluir que son los primeros los que deben cambiar.
Si reflexionamos sobre los datos anteriores, podemos deducir que la sociedad española carece en la actualidad de un liderazgo político fuerte, que es más necesario, si cabe, en una situación de grave crisis como la actual. La falta de dicho liderazgo facilita la actuación de los grupos poderosos. La legitimidad de las instituciones públicas y de los políticos es insuficiente para lograr una adhesión ciudadana que permita afrontar los cambios estructurales que la sociedad española precisa. Y ello hace patente que para abordar la crisis económica con garantías de futuro es preciso introducir profundos cambios en la estructura política del país, lo que implica revisar a fondo la organización y funcionamiento de los partidos políticos y del sistema electoral. El tiempo apremia, porque el crédito democrático de la Transición está prácticamente agotado.
Interesante comentario, Manuel. La verdad es que deberíamos preocuparnos seriamente por la situación actual. Sin duda, las cuestiones que planteas son clave.
ResponderEliminarTambién considero que la sociedad habría de implicarse algo mas en los asuntos públicos. Pienso que nuestro país necesita innovar, crear, generar talento, y eso no sólo depende de los políticos. ¿No te parece?
Espero que te pases por mi blog alguna vez: http://jicriado.wordpress.com