La lectura del Capítulo VI del Título II del Ley 7/2007, de 12 de abril, del Estatuto Básico del Empleado Público, promueve en mí sentimientos contradictorios, por un lado me parece muy bien que se enumeren los deberes de los funcionarios, sobre todo como principios de actuación, tal como se realiza en el artículo 52, pero por otro sé que aparece en mi rostro una pequeña sonrisa cargada de escepticismo. Pero no crean que el escepticismo tiene como objeto al funcionario público o empleado, sino al sistema. Trataré de explicarme.
Soy consciente de que con frecuencia me muevo entre el planteamiento ideal y teórico del deber ser y del formalismo y la realidad de los hechos, pero es que creo que ello es coincidente con lo que es la Administración pública: un contraste entre deberes y obligaciones formalizadas jurídicamente y hechos contrarios a dicha formalización; contraste y juego que tienen fundamento, en buena parte, en la apreciación o interpretación subjetiva de la objetividad formal. La verdad es que me gustaría saber que es lo que opina cada lector respecto del alcance, significado e interrelación de los principios que el citado artículo 52 consigna: objetividad, integridad, neutralidad, responsabilidad, imparcialidad, confidencialidad, dedicación al servicio público, transparencia, ejemplaridad, austeridad, accesibilidad, eficacia, honradez, promoción del entorno cultural y medioambiental, y respeto a la igualdad entre mujeres y hombres. Este es el Código de Conducta que establece el Estatuto y la verdad es que salvo el principio de promoción del entorno cultural y medioambiental, cuyo alcance no acabo de entender, los principios enumerados reafirman en buena medida mis conceptos y opiniones, sobre todo la consideración de que forman un circulo cerrado y una clara dependencia del principio más general del velar por los intereses generales con sujeción y observancia de la Constitución y del resto del ordenamiento jurídico.
La sonrisa puede surgir cuando mi pensamiento dice: el funcionario que se tome muy en serio estos principios y los aplique en íntima conexión no dura un brete en su puesto. Y es que no puede ignorarse que el vértice superior de toda organización administrativa es político y que los altos funcionarios y bastantes del nivel medio son de libre designación, lo que significa que la estructura de las Administraciones públicas está muy politizada y que en esas circunstancias, la objetividad, la integridad, la neutralidad, la responsabilidad y la imparcialidad pueden perfectamente quedar en entredicho e, incluso, no ser posibles. Se me ocurre, por ejemplo, una pregunta relacionada con la transparencia ¿Cuántos funcionarios tienen la experiencia de los obstáculos que se ponen a diputados de la oposición del Gobierno correspondiente, cuando pretenden ver determinados expedientes? ¿Cuántos expedientes sufren “depuraciones” documentales? Y ya en el orden de la sujeción a la Constitución y el Derecho que conlleva los principios de objetividad, neutralidad e imparcialidad, ¿cuántas propuestas de resolución no se formalizan? ¿cuántos informes realizados no figuran en los expedientes?
Realmente ¿el servicio es al público o al superior jerárquico que ha designado al funcionario? Bueno sería que alguna Ley estableciera también el Código de conducta del político, que podría ser una reproducción exacta del que se ha establecido para los empleados públicos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario