Este artículo de opinión fue publicado el 7 de septiembre de 1993 en el diario Las Provincias de Valencia:
Recientemente algunos ayuntamientos al referirse al ruido de los bares y establecimientos nocturnos, ponían en evidencia las dificultades que tienen para establecer sanciones o cierres y para ejecutar en este sentido sus actos. Esta situación obliga a reflexionar sobre estos síntomas de falta de autoridad que presentan nuestras administraciones en la actualidad, hasta el punto de que parecen desmentir su condición de poder público.
Por ello, es necesario recordar, pese a ser conocido, que entre las características del Estado de Derecho es básica la de la división de su poder en tres: legislativo, ejecutivo y judicial, que se equilibran entre sí. La Administración es una parte del poder ejecutivo, no algo diferente; no constituye una organización meramente asistencial a la dirección de una empresa. Parte de sus actos jurídicos son precisamente actos de poder públicos y que son tales porque tienen fuerza de imponerse a terceros, al ser una manifestación del poder del Estado, como lo son las leyes y las sentencias, prescindiendo de su distinta fuerza.
También muchos de sus actos jurídicos y actuaciones materiales tienen un componente claramente social, en cuanto se dirigen a hacer efectivos no sólo derechos individuales o colectivos, sino verdaderos servicios sociales. Desde mi punto de vista, uno de estos primeros servicios sociales debe considerarse que es el mantenimiento de la convivencia a través del cumplimiento y efectividad de las leyes.
De ahí que resulte peligroso que en un estado social y de derecho, las administraciones públicas reconozcan su falta de autoridad y de medios para evitar actos antisociales e ilegales y veamos, por ejemplo, que no se puede eliminar el escándalo callejero o que las reglas de tráfico son incumplidas impunemente.
Este reconocimiento, cuando los propios componentes de los poderes ejecutivos piensan que sus actos administrativos deben hacerlos efectivos los tribunales, sí que constituye un verdadero proceso de judicialización de la política y una desvirtuación de la división de poderes que he mencionado; es una renuncia culpable, porqué los tribunales está básicamente para decir lo que es derecho en los casos concretos, pero no para ejecutar y hacer efectivos los actos de las administraciones públicas. De seguir ese camino se acabará descargando toda responsabilidad de la ineficacia en las espaldas de los jueces y magistrados o la Administración de Justicia tendrá que absorber el personal de los poderes ejecutivos.
Mientras tanto, la burocracia, los funcionarios del papeleo, son cada día mayores; el país no produce riqueza; la administración constituye un escaparate desde el que hacer propaganda y publicidad o un botín a repartir; el orden público brilla por su ausencia y su personal también; la planificación, la previsión y el estudio de los problemas no existen; sólo importa el voto de las próximas elecciones y no las obras bien hechas; la Administración carece de profesionales y los puestos eventuales o de libre designación se incrementan y cambian constatemente y, con ello, los programas de acción que hace dos días eran imprescindibles, hoy no sirven para nada. Los ingresos y los gastos públicos, sin embargo, no dejan de incrementarse.
¿Se puede afirmar que hay democracia donde no hay autoridad ni administración pública?
Si los ciudadanos conscientes de la impunidad existente hacen simplemente su conveniencia o se toman la justicia por su mano, ¿qué pasaría?
¿Qué especie de esclavos son los ciudadanos que pagan y no reciben a cambio los servicios precisos?
Nada significa el tiempo transcurrido desde este escrito y sigue manifiesto mi pensamiento coincidente en gran parte con el actual. La vivencia y la experiencia lo reafirman, sin que ello sea desconsiderar el resto de actividades de la Administración. Cinco años después venía a insistir en el tema con otro artículo de opinión que transcribiré en próximo post.
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