miércoles, 16 de septiembre de 2009

El ministerial

¿Qué me importa a mí que Locke exprima su exquisito ingenio para defender que no hay ideas innatas, ni que sea la divisa de su escuela: Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu? Nada. Locke pudiera muy bien ser un visionario, y en ese caso ni sería el primero ni el último. En efecto, no debía de andar Locke muy derecho: ¡figúrese el lector que siempre ha sido autor prohibido en nuestra patria!... Y no se me diga que ha sido mal mirado como cosa revolucionaria, porque, sea dicho entre nosotros, ni fue nunca Locke emigrado, ni tuvo parte en la Constitución del año 12, ni empleo el año 20, ni fue nunca periodista, ni tampoco urbano. Ni menos fue perseguido por liberal; porque en sus tiempos no se sabía lo que era haber en España ministros liberales. Sin embargo, por más que él no escribiese de ideas para España, en lo cual anduvo acertado, y por más que se le hubiese dado un bledo de que todos los padres censores de la Merced y de la Victoria condenasen al fuego sus peregrinos silogismos, bien empleado le estuvo. Yo quisiera ver al señor Locke en Madrid en el día, y entonces veríamos si seguía sosteniendo que porque un hombre sea ciego y sordo desde que nació no ha de tener por eso ideas de cosa alguna que a esos sentidos ataña y pertenezca. Es cosa probada que el que no ve ni oye claro a cierta edad, ni ha visto nunca, ni verá. Pues bien, hombres conozco yo en Madrid de cierta edad, y no uno ni dos, sino lo menos cinco, que así ven y oyen claro como yo vuelo. Hábleles usted, sin embargo, de ideas; no sólo las tienen sino que ¡ojalá no las tuvieran! Y de que estas ideas son innatas, así me queda la menor duda como pienso en ser nunca ministerial; porque si no nacen precisamente con el hombre, nacen con el empleo, y sabido se está que el hombre en tanto es hombre en cuanto tiene empleo.

Podría haber algo de confusión en lo que llevo dicho, porque los ideólogos más famosos, los Condillac y Destutt-Tracy, hablan sólo del hombre, de ese animal privilegiado de la creación, y yo me ciño a hablar del ministerial, ese ser privilegiado de la gobernación. Saber ahora lo que va de ministerial a hombre es cuestión para más despacio, sobre todo cuando creo ser el primer naturalista que se ocupa de este ente, en ninguna zoología clasificado. Los antiguos, por supuesto, no le conocieron; así es que ninguno de sus autores le mienta para nada entre las curiosidades del mundo antiguo, ni se ha descubierto ninguno en las excavaciones de Herculano, ni Colón encontró uno solo entre todos los indios que descubrió; y entre los modernos, ni Buffon le echó de ver entre los racionales ni Valmont de Baumare le reconoce; ni entre las plantas le colocan Jussieu, Tournefort ni De Candolle, ni entre los fósiles le clasifica Cuvier; ni el barón de Humboldt, en sus largos viajes, hace la cita más pequeña que pueda a su existencia referirse. Pues decir que no existe, sin embargo, sería negar la fe, y vive Dios que mejor quiero pasar que la fe y el ministerialismo sean cosas para renegadas que para negadas, por más que pueda haber en el mundo más de un ministerial completamente negado.

El ministerial podrá no ser hombre, pero se le parece mucho, por de fuera sobre todo: la misiva fachada, el exterior mismo. Por supuesto, no es planta, porque no se cría ni se coge; más bien pertenecería al reino mineral, lo uno porque el ministerialismo tiene algo de mina, y lo otro porque se forma y crece por superposición de capas; lo que son las diversas capas superpuestas en el reino mineral, son los empleos aglomerados en él: a fuerza de capas medra un mineral, a fuerza de empleos crece un ministerial; pero en rigor tampoco pertenece a este reino. Con respecto al reino animal somos harto urbanos, sea dicho con terror suyo, para colocar al ministerial en él. En realidad, el ministerial más tiene de artefacto que de otra cosa. No se cría, sino que se hace, se confecciona. La primera materia, la masa, es un hombre. Coja usted un hombre (si es usted ministro, se entiende, porque si no, no sale nada), sonríasele usted un rato, y le verá usted ir tomando forma como el pintor ve salir del lienzo la figura con una sola pincelada. Déle usted un toque de esperanzas, derecho al corazón, un ligero barniz de nombramiento, y un color pronunciado de empleo, y le ve usted irse doblando en la mano como una hoja sensitiva, encorvar la espalda, hacer atrás un pie, inclinar la frente, reír a todo lo que diga: y ya tiene usted hecho un ministerial. Por aquí se ve que la confección del ministerial tiene mucho de sublime, como lo entiende Longino. Dios dijo: «Fiat lux, et lux facta fuit». Se sonrió un ministro, y quedó hecho un ministerial. Dios hizo al hombre a su semejanza, por más que diga Voltaire que fue al revés: así también un ministro hace un ministerial a imitación suya. Una vez hecho, le sucede lo que al famoso escultor griego que se enamoró de su hechura, o lo que al Supremo Hacedor, de quien dice la Biblia a cada creación concluida: «Et vidit Deus quod erat bonum». Hizo el ministro su ministerial, y vio lo que era bueno.

Aquí entra el confesar que soy un si es no es materialista, si no tanto que no pueda pasar entre las gentes del día, lo bastante para haber muerto emparedado en la difunta que murió de hecho ha catorce años, y que mató no ha mucho de derecho el Ministerio de Gracia y Justicia, que fue matarla muerta. Dígolo porque soy de los que opinan, en los ratos que estoy de opinar algo sobre algo, con muchos fisiólogos y con Gall, sobre todo, que el alma se adapta a la forma del cuerpo, y que la materia en forma de hombre da ideas y pasiones, así como da naranjas en forma de naranjo. La materia, que en forma sólo de procurador producía un discurso racional, unas ideas intérpretes de su provincia, se seca, se adultera en forma ministerial; y aquí entran las ideas innatas, esto es, las que nacen con el empleo, que son las que yo sostengo, mal que les pese a los ideólogos. Aquí es donde empieza el ministerial a participar de todos los reinos de la naturaleza. Es mona por una parte de suyo imitadora: vive de remedo. Mira al amo de hito en hito: ¿Hace éste un gesto? Miradle reproducido como un espejo en la fisonomía del ministerial. ¿Se levanta el amo? La mona al punto monta a caballo. ¿Se sienta el amo? Abajo la mona.

Es papagayo por otra parte; palabra soltada por el que le enseña, palabra repetida. Sucédele así lo que a aquel loro de quien cuenta Jouy que, habiendo escapado con vida de una batalla naval, a que se halló casualmente, quedó para toda su vida repitiendo, lleno de terror, el cañoneo que había oído: «¡Pum! ¡pum! ¡pum!», sin nunca salir de esto. El ministerial no sabe más que este cañoneo: «La España no está madura; no es oportuno; pido la palabra en contra; no se crea que al tomar la palabra lo hago para impugnar la petición, sino sólo sí para hacer algunas observaciones», etc., etc. Y todo ¿por qué? Porque le suena siempre en los oídos el cañoneo del año 23. No ve más que el Zurriago, no oye más que a Angulema.

Es cangrejo porque se vuelve atrás de sus mismas opiniones francamente, abeja en el chupar, reptil en el serpentear, mimbre en lo flexible, aire en el colarse, agua en seguir la corriente, espino en el agarrarse a todo, aguja imantada en girar siempre hacia su norte, girasol en mirar al que alumbra, muy buen cristiano en no votar; y seméjase, en fin, por lo mismo al camello en poder pasar largos días de abstinencia; así es que en la votación más decidida álzase el ministerial y exclama: «Me abstengo»; pero, como aquel animal, sin perjuicio de desquitarse de la larga abstinencia a la primera ocasión.

El ministerial anda a paso de reforma; es decir, que más parece que se columpia, sin moverse de un sitio, que no que anda.

Es por último el ministerial de suyo tímido y miedoso. Su coco es el urbano: no se sabe por qué le ha tomado miedo, pero que se le tiene es evidente; semejante a aquel loco célebre que veía siempre la mosca en sus narices, tiene de continuo entre ceja y ceja la anarquía, y así la anda buscando por todas partes, como busca Guzmán en La pata de cabra las fantasmas por entre las rendijas de las sillas.

El ministerial, para concluir, es ser que dará chasco a cualquiera, ni más ni menos que su amo. Todas las esperanzas anteriores, sus antecedentes todos se estrellan al llegar al sillón; a cuyo propósito quiero contar un cuento a mis lectores.

Era año de calamidad para un pueblo de Castilla, cuyo nombre callaré; reuniose el ayuntamiento, y decidió recurrir a otro pueblo inmediato en el cual se veneraba el cuerpo de un santo muy milagroso, según las más acordes tradiciones, en petición de la sagrada reliquia y de algunas semillas de granos para la nueva cosecha. Hízose el pedido, que fue al punto mismo otorgado. Al año siguiente pasaba el alcalde del pueblo sano por el afligido; es de advertir que, contra todas las esperanzas, si bien la cosecha era abundante, el cielo, que oculta siempre al hombre débil sus altos fines, no había querido terminar la plaga, sin duda porque al pueblo no le debía de convenir.

–¿Cómo ha ido por ésta? –le preguntaba el uno al otro alcalde. –Amigo –le respondió el preguntado, con expresión doliente y afligida–, la semilla asombrosa... pero... no quisiera decírselo a usted.
–¡Hombre! ¿Qué?
–Nada: la semilla, como digo, asombrosa, pero el santo salió flojillo.


Los ministeriales efectivamente, amigo lector, no quisiera decirlo, pero salieron también flojillos.



Revista Española, n.º 332, 16 de septiembre de 1834. Firmado: Fígaro.


Larra, M. J. (1866) Obras completas de Fígaro (Don Mariano José de Larra). Tomo I. París: Baudry Librería Europea, 3ªedición, p. 460-4.

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