viernes, 19 de junio de 2009

Administración y participación

Los gobernantes y las Administraciones públicas se encuentran obligados a legitimar las actuaciones que emprenden dando respuesta a las expectativas y a las necesidades de los ciudadanos sobre los que gobiernan.

El ciudadano en la sociedad de la información y del conocimiento ha pasado de ser un mero receptor de los servicios públicos a asumir un papel más exigente con respecto a la forma, las circunstancias y los principios gestores que utiliza la Administración pública para prestarlos. No se conforma con que se le garantice la prestación de los servicios públicos que tradicionalmente se le han venido ofreciendo y sobre los que no está dispuesto a renunciar, sino que reivindica, a la vez que un mayor volumen en la prestación de servicios, mayor calidad en ellos y el empleo eficiente de los recursos económicos aplicados a los programas. Además, el ciudadano pretende alentar su participación en la toma de decisiones sobre los servicios públicos que directamente le afecten.

El problema es que hasta nuestros días las Administraciones públicas se han regido en su gestión por un modelo organizativo de carácter burócrático-weberiano que difícilmente es capaz de afrontar los nuevos problemas y satisfacer todas las demandas ciudadanas actuales. Las Administraciones se encuentran obligadas a apoyarse sobre otros principios y valores de gestión que sitúen al ciudadano en el referente verdadero de su actuación y que garanticen la eficacia. Esto significa que las políticas y decisiones públicas deben orientarse al ciudadano, que la acción pública debe regirse por el logro de una mayor eficacia, eficiencia y transparencia y que la gestión de los recursos públicos ha de efectuarse de manera responsable a los ojos de los ciudadanos.

La planificación estratégica, de un lado, y la integración de los ciudadanos en los procesos de toma de decisiones públicas, de otro, coadyuvan al cumplimiento de los principios anteriores, a mejorar la gobernabilidad de los poderes públicos, a legitimar sus actuaciones y a satisfacer con servicios públicos eficientes y de calidad sus expectativas y necesidades.

Sin embargo, la planificación estratégica y la participación ciudadana han tenido tradicionalmente escaso predicamento en nuestras Administraciones públicas para determinar la forma en la que han de tomarse decisiones públicas y prestarse los servicios públicos. En el primero de los casos, porque la actuación de la Administración pública no se encamina preferentemente a cumplir el objetivo que realmente avala la razón de ser de las Administraciones y que no es otro que la satisfacción de las necesidades y expectativas ciudadanas sobre los servicios públicos. En el segundo de los casos, por el hecho de que la participación de los ciudadanos queda únicamente circunscrita a la elección de los representantes políticos sin contemplar su capacidad y protagonismo para tomar parte en la toma de decisiones políticas que les afecten.

En la sociedad del conocimiento y de la información, no obstante, el ciudadano no quiere ser un mero espectador de las acciones públicas y, atendiendo a la información y el conocimiento de los que dispone, desea asumir un papel más relevante en la toma de decisiones públicas. El ciudadano siente que en el ámbito público se le niega un derecho del que dispone de manera creciente en el ámbito privado.

Es misión de los poderes públicos hacer extensivo tanto el manejo de una herramienta como es la planificación estratégica como poner en marcha mecanismos de participación ciudadana a través de los que incentivar el protagonismo del ciudadano. La planificación estratégica reduce la incertidumbre y ordena de una manera más eficiente los recursos públicos. La participación ciudadana, por su parte, aporta consenso entre los ciudadanos y las elites políticas y coadyuva al desarrollo y al éxito de los planes de actuación legitimando la actuación pública.

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