Ya se sabe que no hay nada como cambiarle el nombre a las cosas para que todo siga igual. Yo no sé ustedes, pero a mí cuando me llaman cliente en una Administración o, peor, oigo decir esa palabra a uno de nuestros políticos en un anuncio sobre lo que nos tiene preparado –siempre en nuestro beneficio-, me entra flojera de piernas. Y es que yo no quiero ser cliente de un negocio donde no puedo pasarme a la competencia, cuando no me atienden bien o no me dan lo que considero que es mío. A mi lo que me gusta ser es ciudadano, con todos mis derechos y, como debe ser, con todas mis obligaciones.
Entre esos derechos está el de poder exigir responsabilidades a los políticos y funcionarios cuando el producto que me da mi Administración está en mal estado o ha encogido. Pero no cada cuatro años, sino en el momento; que luego caduca. Y quiero ser ciudadano porque así los políticos y funcionarios igual se enteran para quién trabajan y quién ha montado el negocio. Por eso tampoco quiero ser administrado. A nadie le gusta tener obligaciones, pero como las relacionadas con la Administración las tengo que hacer me guste o no –sobre todo pagar mis impuestos-, ya que las cumplo también me gusta que hagan lo mismo los políticos y funcionarios conmigo, esto es, procurarme una vida más feliz. Raro que es uno
En este blog se procura analizar cuestiones relativas a la Administración Pública desde enfoques globales y también atendiendo a cuestiones concretas o de actualidad, en conexión con la Política y el Derecho y sin perder las perspectivas de la eficacia de las Administraciones públicas. El blog, en sus entradas, sólo admite comentarios y no se publicarán consultas, ni se responderán.
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Muy agudo, la calificación de cliente y el exceso de su uso ha sido comun y ampliamente criticado por los revisionistas en los como uno de las excesos de la Nueva Gestión Pública. Ni clientes ni administrados, ni subditos, meramente ciudadanos
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