La campaña de las elecciones europeas ha puesto de manifiesto la gran mediocridad y escaso nivel de nuestra política o de nuestros políticos. El que no miente, aburre hasta las piedras o parece procedente del planeta Raticulín. Pero sobre todo, ello, unido al bipartidismo existente en España, me hace reflexionar sobre las repercusiones que tiene en la idea o concepto de la Administración pública que tenemos los de mi generación o aquellos que nos hemos formado sobre las bases de un Estado de Derecho y un modelo de Derecho administrativo y que considera como fin de aquélla el cumplimiento de los fines públicos y de la legalidad.
A este efecto, en ocasiones anteriores, ya he puesto de manifiesto la mayor dificultad que existe en un régimen democrático, al menos que lo es formalmente, de administrar. Y ello porque las leyes o el Derecho se configuran de modo que satisface, al menos, a los partidos mayoritarios o que tienen capacidad de intervenir en la configuración de mayorías parlamentarias o de formulación de políticas públicas determinadas. De modo que la ley se hace ambigua y polivalente; es decir, susceptible de interpretarse según los intereses del grupo en el poder. Y en España los dos partidos mayoritarios se reparten las 17 Comunidades Autónomas, con la inclusión de algún que otro partido nacionalista, de modo que la ley se interpreta de forma distinta según los casos. Además, no sólo es susceptible de interpretarse según el partido político de turno, sino también según los intereses particulares configurados en cada Administración, incluidas las entidades locales. Intereses particulares que incluyen los económicos de cada zona, la financiación de los partidos, eventos, grupos dominantes en cada una de las sociedades locales y correspondientes relaciones.
En conclusión, no sólo pueden existir leyes diferentes según el lugar, sino que además pueden interpretarse de modo distinto. La carencia de pluripartidismo, hace del parlamento un elemento meramente testimonial o galería para la propaganda, con anuencia de la prensa, y la Administración pública, como tal, no interviene de modo sustancial en la configuración de las políticas públicas. Intervención que lógicamente ha de serlo respecto de su viabilidad; es decir de su “administrabilidad” y eficacia. Si unimos el hecho de que todos los funcionarios que tienen algo que decir respecto de los intereses públicos o de la interpretación legal, están contaminados por el sistema de carrera administrativa diseñado por las leyes actuales y por el sistema de libre designación o nombramientos temporales que reflejaba en mi último post, el funcionario que piense que cumple o sirve los intereses generales es un ingenuo, aún más que el que en dictadura al ejecutar leyes claras pensaba que lo hacía, pues éstas podían no ser “democráticas” pero sí ser ajustadas a intereses generales de los ciudadanos y admitían pocas interpretaciones.
Hoy nada es claro, todo es posible, depende de quien manda, se sirve al cargo político y las bases del Estado de Derecho que se configura a partir de la Revolución francesa están rotas. El Estado no es una abstracción, tiene nombre y apellidos y una corte de sirvientes; todos mediocres porque la inteligencia, el pensamiento, la independencia y la personalidad son peligrosas. Y no sé porqué pero me da la impresión de que Europa ya no arregla nada, salvo algunas directivas que en rompen algunas dinámicas corruptas de la política y administración española, pero que sólo los pudientes se pueden permitir el lujo de controvertir en los tribunales europeos, pero, además, tras un periplo largísimo de pleitos en distintas instancias judiciales.
La conclusión no puede ser otra que la de que no existe una Administración pública propiamente dicha, que constituya un primer paso, objetivo y garante del cumplimiento del Derecho -algo más que la ley-, porque el amo de turno no lo permite. Sólo a un diseño democrático multipartidista conviene la Administración pública, propiamente dicha, primero porque la ley se configuraría como un pacto más general y no como reflejo del poder dictatorial del partido político de turno y, segundo, porque la Administración pública tendría que jugar el papel de arbitro objetivo y de elemento del sistema jurídico que, en primera instancia, le corresponde. Además habría menos leyes, porque serían más pensadas y menos parte de un sistema de propaganda y demagogia conducente a la ineficacia jurídica y administrativa.
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